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Читать онлайн.Los ingleses, por su parte, no blasfeman nunca. No hacen ni siquiera un ruido irrespetuoso. ¿Cómo ha de blasfemar un pueblo tan disciplinado? Además, los ingleses son unos hombres prácticos; confían en su trabajo para vivir y no en la Providencia; de modo que si un negocio les sale mal, nunca se les ocurre hacer a la Providencia responsable del fracaso. En España es todo lo contrario. Ahí todos entregamos nuestros asuntos en manos de la Providencia. El buen Dios es para nosotros como un agente de negocios o como un pariente acaudalado que debe darnos de cuando en cuando para un café y para una cajetilla. ¿Contra quién va a descargar su indignación el español que se encuentra sin dinero? ¿Contra su cliente? ¡Si no lo tiene! ¿Contra su jefe? ¡Si tampoco tiene jefe! ¿Contra su socio? Pero si no tiene socio ninguno, porque no trabaja. Y el español comienza a vociferar contra la Providencia, que no se preocupa de él.
¡Qué bien blasfema el español! Y, sobre todo, ¡qué convicción más admirable la suya al inculpar al cielo de su carencia de numerario! Analizando el espíritu de nuestras blasfemias, se puede llegar a deducir que hasta ahora nuestra única fuente de ingresos es la Providencia.
Los ingleses nunca hablan mal de la Providencia ni del Gobierno. Sus insultos más terribles son éstos: Son of a gun (hijo de un fusil), son of a bitch (hijo de un perro), bloody man (hombre ensangrentado) y dirty pig (cerdo sucio). Estos son los insultos concretos que se dirigen unos hombres a otros. También son muy insultantes en labios de un inglés las palabras «extranjero», «haragán» y «hombre sin dinero». En cuanto a los insultos abstractos, esto es, a las exclamaciones que se profieren cuando nadie tiene la culpa de nuestras desgracias, los ingleses no saben decir más que damned (condenado). Generalmente, en vez de dirigir sus odios contra el Destino, contra el Gobierno o contra la Providencia, ellos los dirigen contra sus botones, y dicen: —Condenados mis botones.
Blasfemar, lo que se llama blasfemar, no se hace en Inglaterra. Ante todo el respeto y la disciplina. Un español blasfema contra todo lo existente, porque cada español está en lucha contra todo lo existente. Cada español, como el marqués de Bradomín, ha dividido a España en dos grandes bandos: uno, él, y el otro, todos los demás. Cada inglés, ante un tipo que le ha hecho una mala jugada, se dice:
—De mi lado estamos todos los ingleses, y del otro, ese bloody man (hombre ensangrentado).
En un «roast-beef»
Fantasía sobre las patatas.
Siento que este tomo no vaya ilustrado con grabados, porque si lo fuese, yo les ofrecería a ustedes aquí una reproducción del anuncio de los peroles Muller. Este anuncio se divide en siete partes, que corresponden a los siete días de la semana. Arriba de todos hay una fuente con un enorme roast-beef y dice «lunes». El lunes se inaugura el roast-beef en todas las casas de la clase media inglesa. Más abajo aparece el mismo roast-beef, un poco achicado. Es la comida del martes. Miércoles: reaparición del roast-beef, que va disminuyendo en una proporción matemática. Jueves: roast-beef. Viernes: roast-beef. El sábado, el roast-beef está ya reducido a su más mínima expresión. Inmediatamente un letrero más grande que los otros dice: «domingo». Intervención del perol Muller; el roast-beef se supone dentro. «Comprad el perol Muller —recomienda en seguida el anunciante— y podréis introducir una gran variación en vuestras comidas».
Yo quisiera reproducir el anuncio de los peroles Muller, no precisamente para reclamo de los peroles, sino para reclamo de la comida inglesa. ¿No se les hace a ustedes la boca agua?
—Pero, en fin —me dirá cualquiera—, algo más les darán a ustedes de comer en Londres que roast-beef.
Sí; es cierto. Además de roast-beef, pues, nos dan roast-beef. Primero un plato y luego otro. Los ingleses dividen una misma porción de roast-beef en dos partes para que los extranjeros no digamos que aquí se come una sola cosa.
La amenidad del roast-beef consiste en las legumbres. Patatas cocidas y coles, todo ello sin sal. Estas patatas y estas coles son las que se pueden meter el domingo con los restos del roast-beef en el perol Muller. ¡Si a lo menos variase el condimento de las patatas! Fuera de aquí, unas patatas difieren generalmente de las otras: unas están cocidas, otras fritas, otras guisadas, otras salteadas, otras en robe de chambre, otras en puré. Entre las mismas patatas fritas hay una diversidad maravillosa: patatas en rodajas, patatas cortadas en rectángulos, frisées, souflés, patatas a la paille, y todas estas clases de patatas varían aún, según se las fría en aceite o en manteca. Aquí las patatas del lunes son como las del martes, y las del martes como las del miércoles, y así sucesivamente, a lo largo de la eternidad. ¡Qué! ¿Se creen ustedes que los ingleses van a disfrazar, a mixtificar las patatas? ¿Y la honradez inglesa? Una patata debe saber a patata. Inglaterra, señores, es un país muy serio.
Yo creía que a los ingleses les gustaban mucho el roast-beef, las patatas y las coles. Pues no hay nada de eso. Lo mismo comerían cartón, si el cartón alimentara. Si estos ingleses no tienen imaginación en la cabeza, ¿cómo van a tenerla en el estómago? Desde un tiempo inmemorial, los ingleses vienen comiendo roast-beef porque todavía no se les ha ocurrido comer otra cosa. El roast-beef inglés representa una falta de capacidad imaginativa.
En el argot, de París, a los ingleses se les llama roast-beef.
—Voila un roast-beef —se dice en presencia de un inglés.
Yo no había llegado a comprender toda la profundidad de esta expresión hasta que vine a Londres, En fuerza de comer roast-beef todos los días unas generaciones y otras en Inglaterra, los ingleses parece que, en efecto, han llegado a convertirse ellos mismos en roast-beef. Son como enormes trozos de roast-beef vivientes. Tienen el mismo color, la misma salud y la misma sensibilidad del roast-beef. Un inglés que se come un trozo de roast-beef me hace pensar en un antropófago que devora a un semejante.
¡Ah, roast-beef, roast-beef inglés, nunca más duro ni más tierno! ¡Coles inglesas sin una chispa de sal! ¡Patatas unánimes! ¿Es que no se aburrirán estas patatas de ser siempre las mismas? ¡Pero quiá! Una patata inglesa es mucho más seria que una patata del continente. Cuando yo haya atravesado el canal de la Mancha, lo primero que voy a comer va a ser una ración de patatas fritas. Las pediré en un restaurant modesto, y mientras me las fríen, oiré el ruido alegre del aceite y el chisporroteo de la sal. Entonces se me abrirá un gran apetito, y estoy seguro de que me pondré muy contento.
Dime cómo bailas…
La tragedia del garrotín.
Hay en el mundo dos pueblos de bailarines: España e Inglaterra. A este último pueblo, tan serio y tan sobrio de ademanes, le ha costado mucho trabajo convencer a los otros de que sabía bailar; pero, al fin, lo ha conseguido. Casi toda la Europa está poblada de razas pesadas que no sirven para el baile. Las dos excepciones de importancia son España, donde la raza es apasionada y violenta, e Inglaterra, donde es ágil y donde tiene un sentido matemático de la vida.
El baile español es sensual, desordenado y trágico. Sí, señores, trágico, no lo digo por decir. Parece que no, pero un garrotín constituye un espectáculo terrible. A un pueblo de instintos pacíficos no se le hubiera ocurrido nunca ponerse a bailar el garrotín. El baile es el gesto de un pueblo, y el garrotín es un gesto que da miedo. Es el gesto de un pueblo sombrío, fanático, sanguinario y cruel. Esa mirada animal, ese temblor de las manos, esas contorsiones de la cintura, ese pataleo…, todo eso es impulsivo y desesperado. El garrotín ha asustado a Europa entera, que en los teatros de París y Londres, ante la Lola y el Faíco —«el señor Faíco»—, se dice todavía:
—Estos españoles son irreductibles.
El baile inglés, en cambio, es todo método, precisión y exactitud. Me atreveré a añadir que el baile inglés es un baile