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en una hora fecunda, y la resultante es igual. Allá, en España, «hay años en los que no está uno para nada». Llega, de pronto, un momento decisivo, y entonces el español trabaja como una fiera durante quince días. Es posible que al cabo de esos quince días el español haya hecho tanto como lo que hace un inglés en un año entero.

      Mis interlocutores no se convencen. El inglés quiere que se trabaje metódica, sistemática, regularmente. El hombre de trabajo, según el criterio inglés, debe ser como una máquina de trabajo. Eso de trabajar por impulsos les parece a los ingleses una cosa de enfermos.

      —Pase todavía lo de usted —me dice mister Arvey—. Usted es un escritor, y, en vez de trabajar a horas fijas, puede usted reservar su actividad para los momentos propicios en los que se encuentre usted más fuertemente impresionado o mejor dispuesto. Pero ¿y un albañil? ¿Es que en España también los albañiles trabajan por inspiración?

      —También, mister Arvey…

      —Es absurdo. Si no se modifican ustedes no habrá progreso posible en España.

      —Tal vez tenga usted razón. Sin embargo, yo muchas veces pienso que el progreso no debe realizarse convirtiendo a los hombres en máquinas, sino haciendo máquinas tan perfectas que parezcan organismos humanos. Por lo demás, a mí Inglaterra me da la idea de un taller, de un taller enorme, donde las máquinas funcionan por sí solas. ¡Ah, mister Arvey! Por mucho que trabaje usted, nunca llegará a reunir dinero bastante para proporcionarse uno de los placeres más deliciosos del mundo: el placer de la pereza. Cuando vienen ustedes los ingleses de sus oficinas, se preguntan los unos a los otros: —¿Qué es lo que podríamos hacer? Y ustedes ignoran que, casi siempre, lo mejor que se puede hacer es no hacer nada.

      Los ingleses no comprenden la pereza. Yo me tumbo muchas veces en una chaise-longue, y las mujeres de la casa me preguntan si estoy enfermo.

      —No —les contesto.

      —¿Y no se aburre usted ahí?

      —No.

      —Yo —dice entonces una miss— me aburriría mucho.

      La miss se aburriría porque no tiene imaginación. La capacidad de acción está en razón inversa a la capacidad imaginativa de las gentes. Un español se tumba en un sofá y sueña. En cambio, cuando un inglés se tiende en la misma forma deja de existir. Un inglés tendido es como un mueble volcado.

      Un inglés, en fin, es una máquina. Si las linotipias de «Renacimiento» pudieran imprimir sus propias ideas en vez de imprimir las mías, esas ideas coincidirían exactamente con las de mi compañero de pensión, mister Arvey.

      Las ideas y el cosmético.

      Desde que he llegado a Londres, Inglaterra no deja de hacer esfuerzos para conquistarme. Por lo pronto, ya ha conseguido que yo me acueste y me levante temprano; que no coma pan y que me meta toda la cabeza hasta el pescuezo dentro de un sombrero hongo; pero esto no basta. Es preciso que yo sea un inglés. En Francia, en España, en todas partes, uno es una persona cuando tiene personalidad. Aquí no se es persona mientras no se pierde la personalidad por entero. Inglaterra no consiente que haya en ella un hombre diferente de los otros, y en cuanto llega a Londres un extranjero, todo el mundo cae sobré él hasta reducirlo a la más mínima expresión, los peluqueros le pegan los pelos a la cabeza con un engrudo; los sastres lo visten según el único figurín inglés; las patronas le apagan la luz a las once en punto de la noche; la humedad le deshace las guías de los bigotes; los restaurateurs le dan a comer roast-beefs y patatas cocidas. Poco a poco este extranjero va conformándose al molde inglés y al cabo de algunos meses, ni trasnocha, ni ríe, ni se entusiasma, ni se indigna. Yo me indigno todavía. Yo comprendo que esta gente me haga respetar sus creencias y sus costumbres. Si yo bajara un día al salón de mi casa para comunicarles a los huéspedes la noticia de que el rey Jorge es un charrán, yo cometería una grosería imperdonable. Que me exijan, pues, el que yo me conduzca como un hombre bien educado, y ya es bastante para un español; pero que no quieran hacer de mí una cosa igual a un inglés. —No. De ninguna manera.

      —Mister Camba —me dice miss Robers—, es preciso que se dé usted mucho cosmético en la cabeza. Los gentleman ingleses llevan los cabellos adheridos al cráneo.

      —Señorita —la contesto—: usted olvida que yo no soy un gentleman inglés. Yo soy un gentleman español.

      Miss Robers no cree en la existencia de los gentleman españoles. Un gentleman tiene que ser como un gentleman inglés, y si no, no es gentleman.

      —¿Los gentleman españoles —me pregunta, por preguntarme algo— llevan los cabellos revueltos?

      —En España, señorita, cada gentleman es autónomo y lleva los cabellos a su gusto. Allí no hay ley para los gentleman.

      —Pues entonces, allí no hay gentleman.

      «Mister Camba, tiene usted que recortarse los bigotes». «Mister Camba, no se ponga usted nunca el sombrero flexible». «Mister Camba, ¿es que no va usted como van los gentleman ingleses?».

      Toda la gente que yo conozco colabora en esta tarea de mi anglonización. ¡Hasta que yo sea una cosa completamente insignificante!

      —¡Ah, no! —le digo a mister Rousse—. Esto es demasiado fuerte. Yo no transijo.

      ¿Es que cuando llega un inglés a París ustedes le obligan a que se deje la perilla?

      Un inglés va por el mundo y en ninguna parte se le impide que sea todo lo inglés que le dé la gana. Cuando hace alguna cosa muy ridícula la gente se dice: «Es un inglés. ¡Allá él!». Nadie le trata con desconsideración porque esté todo afeitado o porque lleve un traje a cuadros. Los ingleses que han visitado España pueden decir si en algún sitio se les ha obligado a dejarse persianas, a ponerse pantalones de odalisca o a usar andares toreros. Yo creo que no.

      Éste es el país de la libertad de ideas. Yo puedo irme mañana a Hyde-Park y en plena faz de los guardias pronunciar un discurso incendiario diciendo que hay que arrasar todo Londres. No sólo tengo el derecho de decirlo, sino que, si alguien me interrumpe, los guardias lo llevarán a la cárcel. Pero en cuanto acabe de hablar, yo no podré ir despacio por la calle, porque los guardias me obligarán a ir de prisa; ni soltar una carcajada, porque la gente se escandalizará; ni comer medio panecillo con el almuerzo, porque pasaré por un hombre mal educado. Yo puedo emitir aquí todas las ideas que guste; pero a condición de que me alise el pelo con engrudo y de que no me ponga nunca el sombrero un poco ladeado. ¿No vale cien veces más la libertad de España? Ahí no existirá tal vez la libertad de hablar; pero existe la libertad de ser. Ahí le dejan a uno ser lo que quiera y como quiera; ser ruso, australiano o chino; ser triste o jovial, ingenioso o estúpido, elegante o descuidado, rubio o moreno.

      Yo le he explicado todas estas ideas minuciosamente a miss Robers, y le he dicho:

      ¡Viva España!

      —¡Ah! Usted ama a su patria? —me ha dicho ella.

      —No, señorita. Le aseguro a usted que muchas veces yo creo que España me tiene absolutamente sin cuidado.

      Psicología de la blasfemia.

      Es indudable que un hombre que jura mucho probablemente no tiene dos reales. Por eso juramos tanto los españoles. Los italianos juran de un modo bastante pintoresco; pero no tienen nuestra energía ni nuestra convicción. En cuanto a los franceses, yo recuerdo haber hecho ya un artículo acerca de su modo de jurar.

       —¡Cre nom de nom! ¡Bon Dieu de bon Dieu…! ¡Sacrée tonnerre…!

      Y al decir esto, los franceses ruedan las erres procurando darles una onomatopeya terrible.

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