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se la contaba cada diez o doce días a sus amigos. Hela aquí: Leconte de Lisle encontrábase en una posada de la costa bretona. A la hora de almorzar lo instalaron ante un gentleman inglés jonflu et rongeaud, mofletudo y colorado. El almuerzo concluía y la criada colocó sobre la mesa una fragante bandeja de fresas. Entonces el inglés, sin decir una palabra, se apoderó de la bandeja y la vació totalmente en su plato. La indignación de Leconte de Lisle estuvo a punto de alcanzar una grandeza épica.

      —Perdone usted —le dijo al inglés—: a mí también me gustan las fresas.

      —¡Oh! No tanto como a mí…

      En la mesa redonda de las naciones, cuando aparece una fuente de apetitosas fresas, Inglaterra suele también servírsela por entero. ¡Qué quieren ustedes! Las fresas le gustan mucho. Los demás comensales podrán insultarla, que ella no dirá una palabra. Se despojará de su americana y mostrará los brazos atléticos en una actitud de box.

      Sport, aire libre… Así se cultiva al lado de Europa el animal inglés. En Inglaterra, el inglés no hace más que acumular energías para derrocharlas fuera. Aquí no hay placeres. Las mujeres son frías y las camas duras. Las comidas no tienen salsas. Los establecimientos públicos se cierran a media noche. A los veinte años el inglés sale de Inglaterra lleno de ímpetus, y si cualquier cosa le apetece la toma.

      No hay más remedio que admirar la fuerza y la energía británicas; pero yo no les otorgo otra admiración que la que me inspiran los soldados de Atila. En un libro de viajes por Italia, Heine hablaba de los ingleses. «Cuando se ve este pueblo rubio— dice—, de mejillas encendidas, con sus brillantes carrozas maqueadas, sus lacayos galoneados, sus caballos de carrera espumantes y sus otros resplandecientes utensilios, descender, curioso y engaloneado, los Alpes, y atravesar toda la Italia, se cree ver una elegante emigración de bárbaros». Y realmente, el hijo de la Albión, aunque use blancas camisas y lo pague todo al contado, no es, sin embargo, más que un bárbaro civilizado, en comparación con el italiano, que anuncia más bien una civilización limítrofe de la barbarie. En Granada, en Sevilla y en Córdoba, la gente mira humillada esas turbas de excursionistas ingleses, altos, bien vestidos, que van Basdeker en mano, detrás de un representante de la agencia Coock. Algún chico desarrapado, en perfecta ignorancia de la política internacional, puede tirarles una piedra, que eso no significa nada. Generalmente, la gente se da cuenta de que esos ingleses tienen mucho dinero y de que tras ellos hay un cónsul, un embajador, un Ejército y una Marina que es la primer Marina del mundo. Se los respeta, lo cual está bien; pero se les mira como un pueblo superior y son un pueblo de bárbaros, aunque seamos analfabetos. Un ingeniero inglés capaz de construir un puente formidable, me dará siempre la idea de un bárbaro al lado de un gañán andaluz que habla a la reja con su novia.

      ¡La gimnasia! ¡El sport! En Atenas también se hacía sport. La Grecia era un pueblo sportivo, y por eso alcanzó allí un esplendor tan grande la escultura. Pero como los ingleses no tienen el menor sentimiento de arte, la gimnasia no obtiene aquí ninguna aplicación escultórica. Aquí se cultivan hermosos modelos que no utiliza nadie, y es inútil que esos modelos vayan a comparar sus formas con las de tal o cual Apolo helénico. Aquel Apolo era probablemente un hombre espiritual, porque en los gimnasios de Atenas no sólo se hacían poleas con los músculos, sino también con la inteligencia. Allí se trabajaba y se conversaba. Los filósofos iban allí a desarrollar sus teorías entre la juventud. Aquellos muchachos, si con la belleza varonil de sus formas interesaban a las muchachas, sabían luego aumentar este interés hablándolas con esa sal ática de la que no se sabe que exista un solo grano en todos los mares de Inglaterra.

      Inglaterra es grande, es fuerte, es rica, es temible, sabe leer y escribir de corrido y está muy vestida; pero le falta el alma. La España pobre, sucia y analfabeta, puede llamarle bárbara. Es un consuelo melancólico.

      Un ama de llaves constitucional.

      Yo no soy un enemigo del voto para las mujeres. Es más, yo creo que las mujeres debieran encargarse en absoluto de la gobernación del Estado. Las mujeres tienen muchísimo más desarrollada que el hombre la capacidad administrativa. El hombre produce y gasta. La mujer ahorra. La mujer es un animal conservador. Cuando se muere la señora de la casa y el papá se queda al frente de la familia, todo va de cabeza. Yo considero el cargo de jefe de Gobierno como el cargo de ama de llaves, y creo que ese cargo lo desempeñará siempre una mujer mucho mejor que un hombre. Yo soy partidario de una administración exclusivamente femenina. Tal vez la ministra de Hacienda cargase un poco la mano en la sisa; pero todo era cuestión de vigilarla. Además, ¿es que los ministros no sisan? De todos modos, no hay duda de que en un pueblo gobernado por mujeres se comerá infinitamente mejor que en los pueblos regidos por hombres. Nadie como las mujeres para confeccionar los presupuestos y para hacer las compras. Los ciudadanos aportaríamos lo que pudiéramos al fondo común y tendríamos en todo momento, buenas o malas, nuestras sopitas calientes.

      Los hombres haríamos oposición a nombre de distintos ideales románticos. El romanticismo es un sentimiento masculino. Cuando un diputado pidiese guerra, las mujeres, que son pacíficas y metódicas, le calmarían. Cuando un diputado solicitase una suma de importancia para tal o cual cosa, la ministra de Hacienda le haría ver que no estábamos para esos gastos, que era preciso pagar la escuela de los chicos y que había que hacer economías. No se le sacaría fácilmente un céntimo al presupuesto. Ahorraríamos. Engordaríamos. Nos pondríamos a flote.

      ¿Qué es eso de decir que las mujeres no sir ven para la gobernación del Estado?

      ¡Pero si ése es oficio de mujeres! Los que no sirven son los hombres. Los hombres — la fuerza productora y derrochadora— que trabajen, que alboroten, que hagan mítines y que pidan revoluciones o guerras. Las mujeres —la fuerza conservadora— que administren, que calmen, que nieguen, que resistan. Los hombres en la calle y las mujeres en casa. Los hombres de pie y las mujeres sentadas.

      Sí, sí. Yo soy decididamente feminista. Yo no creo que las mujeres se salgan de su papel pidiendo políticamente lo que han tenido siempre en privado: la lucha, la cocina, la despensa y el guardarropa. Los que no intervenimos nunca en el presupuesto, los ciudadanos honrados, es decir, los chicos de la casa, cansados de comer mal y de llevar los zapatos rotos, debiéramos pedir a gritos la tutela femenina.

      Lo más gracioso.

      Un gentleman es un hombre bien vestido y que no tiene deudas. En cuanto un inglés deja de pagar la casa ya no es un gentleman. Si un día se presenta con el traje estropeado, tampoco. ¡Qué diferencia tan grande entre el gentleman inglés y el caballero español! Porque el dinero no es condición indispensable de la caballerosidad española, y si lo fuera, España no hubiera pasado nunca por un pueblo caballeresco. El caballero español es caballero siempre, aunque no tenga dos reales. ¿Por qué? Por el alma, por el gesto. Un caballero español puede hacer todas las cosas que hace un pícaro español, sin llegar jamás a confundirse con él, y es que el caballero las hará de un modo caballeresco. No creo que en ningún otro país que España haya una manera caballeresca de pedirle dos duros a un amigo o de marcharse de la fonda sin liquidar la cuenta. No. No la hay. Esa manera es la misma con que aquellos hidalgos de Toledo, de Burgos, de Ávila, caían desfallecidos sobre los mendrugos que el criado había pedido a las almas caritativas y se los comían todos con una admirable indignación.

      —No me gusta que implores limosna, Juan, porque alguien podrá creer que la imploras para tu amo…

      Esta caballerosidad no será jamás comprendida de los ingleses, a quienes yo felicito por su incomprensión. «La moral —decía Taine—, buena o mala, es una moneda que todo el mundo debe poseer en Inglaterra». No. La moneda, mala o buena, es una moral que en Inglaterra debe poseer todo el mundo.

      Yo conozco aquí a una pareja de estudiantes rusos que el otro día se vieron obligados a hacer lo que en París se llama demenagement á la cloche de bois —una mudanza a la campana de madera—, es decir, una mudanza silenciosa, a la chita callando. Estas

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