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y los toreros iban juntos de Plaza en Plaza y se conocían entre sí a las mil maravillas. El toro sabía tanto como el torero, y muchas veces, engañado por un toque de corneta, hacía antes de tiempo todos los gestos del toro que recibe un par de banderillas. Aquellos toros embestían sin convicción, y seguían las capas porque sabían que a eso estaban; pero sabiendo perfectamente que detrás de la capa no iban a encontrarse al torero. ¿Qué emoción puede haber en una corrida así? Pues el trabajo de los domadores de leones es una cosa idéntica. Un león amaestrado no tiene interés alguno.

      Si a un león de las selvas le dijeran que en Europa un hombre le había hinchado un ojo a otro león, y que la Sociedad Protectora de animales, en nombre del león maltratado, había llevado a los Tribunales al agresor, ¡qué rugido terrible acogería la noticia! Porque en las selvas, los leones todavía tienen vergüenza y desprecian completamente esta legislación británica, que les parece ridícula.

      Psicología británica.

      De paso por una calle excéntrica entro en uno de estos bares que Poe llamaba «los templos del demonio gin». El demonio gin es pálido, flaco y sombrío, a diferencia de nuestro dios Baco, tan alegre, tan gordo, tan hablador y de una divinidad tan campechana. En la puerta, unos cuantos chicos andrajosos aguardan a sus madres, que beben dentro. Las que ya no pueden tenerse en pie, están sentadas sobre un banco de pino. En torno del mostrador, los parroquianos se disputan los taburetes. Todo el mundo está borracho y nadie dice una palabra, como no sea para pedir una consumición.

      Yo me fijo en una muchacha, muy blanca y muy rubia, que está sentada ante el mostrador, en un extremo de la sala. De cuando en cuando se hace rellenar su vaso y bebe. Tiene los ojos azules y puros, de una pureza ideal. Me acerco a ella y la oigo decir:

      —One gin, please.

      Y la voz es tan dulce, tan armoniosa, tan inocente, como lo sería la de una chica que pidiese agua.

      ¿Es posible que esta muchacha se emborrache de gin como un cargador de los docks? Porque no cabe duda de que está borracha, y si no lo estuviera, al paso que va no tardaría en estarlo. ¿Y esa mirada tan cándida? ¿Y ese aspecto angelical? Un viejo se acerca en esto a la muchacha y regatea un rato con ella. Al cabo de un momento salen juntos a la calle. La mirada de la muchacha es la misma.

      Y es que esa muchacha es realmente cándida y angelical, aunque se entregue a un comercio innoble y a una bebida degradante. Esto no se ve más que en Inglaterra. En ninguna otra parte hay estos ojos ni estas almas.

      Una muchacha inglesa confraterniza en un public-house con las gentes más abyectas del mundo. Bebe. Se emborracha. Oye proposiciones infames, y, si le convienen, las acepta. Sin embargo, esta muchacha no pierde nunca la pureza de su espíritu. ¿Es una inconsciente? Yo no trataré de explicarlo, porque yo mismo no lo entiendo. Es una inglesa, y nosotros no estamos organizados para comprender a las inglesas. Tal vez si al día siguiente se encuentra uno a la misma muchacha que salió del brazo con el viejo y le dice una cosa algo atrevida, ella quizá se escandalice, diciendo:

      —¡Schocking!

      Y, en este caso, se nos ocurra pensar que es una hipócrita. No. Se escandaliza sincera y profundamente.

      Se puede llegar a entender el inglés en más o en menos tiempo; pero a los ingleses no los entenderemos nunca.

      Hay que hacerse ruso.

      Resulta que no nos espera un gran porvenir con las inglesas casadas. Esto es tanto más lamentable cuanto que tampoco es muy halagüeño el que nos reservan las solteras. Una frase imprudente, como, por ejemplo, «yo estoy enamorado de usted», puede costarle a uno varios centenares de libras. O se casa uno o indemniza. Es admirable, ¿eh, señoritas de Caín?

      Para poder divertirse un poco en Londres yo no veo más que una solución: hacerse ruso. Los periódicos publicaron recientemente la historia de un ruso que se casó cinco veces en Inglaterra. Este ruso veía en la calle una muchacha que le gustaba, se iba a ella y le decía:

      —¿Quiere usted casarse conmigo?

      La inglesa creía, tal vez, que el ruso bromeaba; pero como estas bromas se cotizan aquí de un modo muy serio, ella le cogía la palabra.

      —¿Cuándo?

      —Ahora mismo, señorita.

      De este modo el ruso se casó con una bailarina, con una vendedora de cacahuetes, con una chica de un bar, con una enfermera y con una dactilógrafa. Últimamente volvió a casarse en París, y sus cinco mujeres anteriores entablaron, por la vía diplomática, cinco peticiones de indemnización.

      Todo fue inútil. Las autoridades rusas no le reconocen validez al matrimonio de ningún ruso como este matrimonio no se haya hecho ante un sacerdote de la religión ortodoxa. Gracias a esta circunstancia, los rusos pueden casarse a diario en Inglaterra con una perfecta impunidad.

      Por eso me parece a mí muy conveniente en Londres hacerse ruso, ya que es completamente inútil hacerse el sueco. Aquí hay un exceso enorme de mujeres, y el Estado inglés es como uno de esos padres cargados de hijas incasables. Algo así como el señor Caín de los hermanos Quintero. Hay que colocar a las chicas de un modo o de otro. Se dan reuniones, se hacen soirées musicales, se invita a los jóvenes a tomar el té, se juega a juegos de prendas… Y en cuanto el pobre extranjero se descuida, el Estado le coloca una delicada criatura de treinta y cinco o cuarenta años que parece un espárrago.

      Los mestizos aumentan.

      La población de Cardiff ha lynchado a los chinos. Ha saqueado sus tiendas, ha incendiado sus casas. Si no existiese en Inglaterra un odio nacional contra los chinos, el pueblo no los hubiese tratado con tanta violencia por haber sustituido a los huelguistas en el puerto de Cardiff.

      Los chinos son el peligro interior de Inglaterra. En Londres hay un barrio chino mucho más grande que una ciudad española. En Liverpool la población china asciende a un millón. En Cardiff el número de chinos es enorme. Los chinos se reproducen como una sarna en la piel suave de Inglaterra. No hay manera de exterminarlos. Allí donde quede un chino, un solo chino, a la vuelta de veinticinco años habrá quinientos. Trabajan mucho, comen poco y se multiplican fabulosamente. De una cazuelita de arroz, un chino es capaz de sacar una nueva china.

      Por donde pasan los chinos, la mano de obra se abarata y los salarios disminuyen. Su ocupación principal es el lavado de la ropa. En Liverpool han casi monopolizado esta industria. Amarillos como son, sienten una inclinación especial a dejar blancas las prendas de uso interior. En Cardiff, los primeros establecimientos chinos que ha incendiado la multitud han sido los talleres de lavado.

      La población de Cardiff, como la de Liverpool, acusa a los lavanderos chinos de especular clandestinamente con las inglesas pobres. Su industria, a lo que parece, no es muy limpia, por mucho jabón que inviertan en ella. El London Magazine dice francamente que los hombres amarillos se dedican a la trata de blancas.

      Todo esto sería, sin embargo, pecatta minuta. Lo peor es que los chinos se muestran directamente de una peligrosa iniciativa con las inglesas. No. Aquí los chinos no se entretienen únicamente en lo que dice el chiste. Algunas inglesas se casan, y entonces empiezan a brotar mestizos en una proporción fabulosa. Londres, Cardiff, Liverpool están llenos de mestizos. Éste es el peligro: el peligro amarillo. Inglaterra va a perder sus hermosos colores.

      Tantos esfuerzos como se han hecho para evitar la procreación de mestizos en las colonias británicas, y he aquí que los mestizos surgen, innumerables, en la propia isla de mister John Bull. ¡Ah, no! Hay que matar a los chinos. Hay que quemarlos. Que no queden ni las coletas…

      Inglaterra es un pueblo muy limpio, y esta sucia invasión

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