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me atreví a decirle que era que no le entendía.

      —Venga usted a mi casa —me dijo—. Allí se reúne todos los lunes un grupo cosmopolita de esperantistas. Se podrá usted hacer algunas relaciones interesantes.

      Mister Harvey es un inglés muy alto y muy delgado. Usa una barbita en punta que comienza a ser gris, y lleva unas gafas sujetas a las orejas. Tipo de grabador, de relojero o de iluminador de postales. Detrás de la tienda tiene una salita con una gran mesa, diez o doce sillas diferentes, un sofá cojo y una hija insignificante. Su señora, pequeña, regordeta y vivaracha, va y viene entre la tienda, la sala y las otras habitaciones de la casa.

      El relojero esperantista me presentó primero a su señora y su hija, y luego una de las sillas que le merecían más confianza.

      —Es un poco temprano —me dijo—; pero no tardarán en venir los camaradas. Hay uno que vive arriba. Es un doctor polaco, muy popular en el barrio. Voy a llamarle.

      El doctor polaco me saludó en esperanto. Hombre pequeño y mal vestido, genio vivo, buena voz. Tiene una cabeza muy gorda y lleva el pelo rizado. Cuando canta, apoya la cabeza en el hombro izquierdo, se pone una mano sobre el corazón y ladea el cuerpo acompasadamente, de una manera muy ridícula. Sus dos grandes pasiones son la Humanidad y la música italiana. Se llama Herchieff. Me destrozó una mano en una forma perfectamente cordial y me cantó un trozo de Carmen: «Toreador, toreador…». Luego me habló de la Humanidad y mandó pedir unas botellas de cerveza.

      A todo esto empezaron a llegar esperantistas. Conocí a un periodista holandés, de edad indefinible, con el pelo rubio, de un rubio cáñamo, casi blanco, la mirada incolora y un hilito de voz muy tímida; a un fotógrafo francés, muy enfático, y a una señorita danesa con anteojos. Había unos cuantos esperantistas ingleses sin personalidad ninguna. El doctor polaco hizo traer más cerveza. Observé que ningún esperantista se podía expresar en esperanto. El esperanto se producía por sí solo, de la mezcla de tantos ingleses distintos.

      —Una sola patria. Un solo idioma. ¡Viva la Humanidad! —gritaba el doctor polaco.

      Y acto continuo se llevaba la mano al corazón y dejaba caer la cabeza sobre el hombro izquierdo.

      —Voy a recitarles a ustedes una fábula en esperanto —dijo mister Harvey—. Mi hija la irá traduciendo al inglés.

      Mister Harvey se levantó y comenzó a declamar con muchos gestos. Su hija traducía. A mi me hacía mucha gracia el ver que se utilizaba un idioma tan difícil como el inglés para explicar el esperanto.

      —En torno de una mesa están sentados… —decía mister Harvey.

      —(En torno de una mesa están sentados…) —traducía su hija.

      —Un inglés, un francés, un español…

      —(Un inglés, un francés, un español…).

      —Un alemán, un ruso y un chino.

      —(Un alemán, un ruso y un chino).

      —Cada uno tiene delante un vaso de cerveza. Hace mucho calor. Una mosca cae en el vaso del inglés. Otra mosca cae en el vaso del francés. Otra mosca cae en el vaso del español. Otra mosca cae en el vaso del alemán. Otra mosca cae en el vaso del ruso y otra mosca cae en el vaso del chino.

      Mister Harvey hace una pausa y apura su propia cerveza, en la que no ha caído ninguna mosca. En seguida continúa:

      —El inglés va a beber y se encuentra con la mosca; coge su vaso, vierte la cerveza y se lo da al camarero para que le traiga más cerveza. El francés, al ver una mosca en su vaso, se pone frenético; jura, da gritos y no hace nada. El español mira su mosca, hace un gesto desdeñoso, se cala el sombrero y abandona el lugar con mucho orgullo. El alemán retira la mosca de su vaso y se bebe la cerveza tranquilamente. El ruso se bebe la cerveza y la mosca. Por último, el chino coge la mosca con los dedos, la contempla un instante y se la come. Luego apura la cerveza.

      Mister Harvey recita y acciona imitando la cólera del francés y el orgullo del español de una manera muy cómica. Su señora se muere de risa. Al final, todo el mundo aplaude.

      —¿Ve usted —le digo yo al relojero—, cómo el sueño de los esperantistas es una quimera? Aunque todos los hombres tengamos un idioma común, las moscas nos inspirarán siempre sentimientos distintos.

      Nos ponemos a discutir estos sentimientos. Yo elogio el desprecio magnífico del español.

      —Ese gesto que usted ha descrito en esperanto, mister Harvey, y que su hija de usted ha traducido ál inglés, ha hecho reír a estos señores, como si careciera en absoluto de trascendencia, y, sin embargo, ese gesto es toda España. Es una lástima que usted lo haya reproducido con un hongo inglés. Los hongos ingleses carecen de arrogancia.

      —Pero ese gesto es absurdos —interrumpe la señorita danesa—. La medida del inglés es la más práctica de todas.

      —Perdone usted, señorita. En punto a medidas prácticas ninguna lo es tanto como la del chino.

      —¡Oh! ¡Shocking! —exclaman los ingleses.

      —Shocking, pero práctico. Ustedes tienen el sentimiento de la limpieza, como nosotros tenemos el de la hidalguía; pero para práctico nadie como el chino.

      —¿Y el alemán? ¿Qué me dicen ustedes de ese sucio alemán? —pregunta el fotógrafo francés.

      Más o menos, todas las actitudes de los bebedores parecen lógicas, menos la del francés. El fotógrafo se enfada y grita.

      La verdad es que la fábula de mister Harvey tiene cierta gracia. Con ella se podría hacer un gran artículo de fondo sobre la cuestión de Marruecos.

      Se pasa a hablar de otras cosas. El doctor polaco nos lleva a su casa, encima de la relojería. Mientras la señorita danesa toca el piano, él canta. Un inglés me dice que el doctor es un loco muy divertido.

      —¿Y mister Harvey?

      El inglés tuerce el gesto.

      —Es que cuando en una reunión cosmopolita hay alguien que está loco, si es un compatriota de usted, a usted no le hace mucha gracia.

      La reunión se prolonga hasta media noche. Yo salgo cargado de papeles esperantistas y subo a la imperial de un ómnibus, con un vago sentimiento de tristeza por carecer de ilusión bastante para creer en el esperanto y en la Humanidad.

      El calor y la actualidad

      Los periódicos de Madrid se quejan, simultáneamente, del exceso de calor y de la falta de asuntos. «Ha llegado el verano. No pasa nada». En el invierno tampoco pasa nada; pero hay la política. Los periódicos españoles viven de la política, como la mayoría de los ciudadanos. Ahí los periódicos no hablan más que de política, y las gentes tampoco. En cuanto dos españoles se reúnen ya están hablando de política. Todos los españoles son políticos, y ésta es, probablemente, la causa de que España esté tan mal gobernada. En el verano se acaba la política, y es como si se acabara el mundo.

      Se habla de la elocuencia española como de una cosa meridional, efecto del sol que enardece los espíritus, y, sin embargo, toda esa elocuencia se produce durante los meses de invierno. El sol no influye casi nada en la vida española, y los periódicos lo demuestran bien a las claras. Treinta y cinco grados de calor, y los periodistas madrileños se pasan meses y meses aguardando un crimen pasional. Los periodistas, sin embargo, no pueden dirigirle reproche ninguno a los criminales, porque los criminales les dirían:

      —¿Que no hacemos nada? Inventen ustedes. ¿Cómo quieren ustedes que el sol nos enardezca la sangre cuando no ejerce el menor influjo en la imaginación de los periodistas?

      Con un verano tórrido, y en España, ni ocurre nada ni se inventa nada. Los extranjeros,

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