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y que veía en este proceso más una oportunidad que una amenaza. En aquel establecimiento en una azotea de Lavapiés se eligió el lema para la manifestación, «Democracia Real Ya», que también daría nombre a la plataforma convocante. «Una de las condiciones básicas es que éramos un grupo apartidista y asindical. Queríamos demostrar que era posible coordinar acciones al margen de sindicatos y partidos, que podíamos hacerlo los ciudadanos de a pie»[2] dice Fabio Gándara, joven abogado que provenía del prestigioso bufete Cuatrecasas. Una de las señas principales de aquel momento no fue solamente el desencanto con las estructuras políticas sino un ciudadanismo que pudo movilizar transversalmente pero que diluyó el concepto de clase, esencial para entender por qué el país y Europa estaban sumidos en una crisis económica atroz.

      Podríamos definir el ciudadanismo como la operativa política que señala los desajustes sociales como resultado de una democracia que funciona erróneamente por problemas procedimentales. En este esquema, el sistema político de la democracia liberal flota en el vacío al margen de su asiento económico, el capitalismo, no definiéndose ningún punto de origen de los problemas, pero sí un punto de llegada ideal que se alcanzará mediante la mejora de la representación y la participación. Encontramos así varias de las características definitorias de este nexo, más que ideología, en unos activistas con alta cualificación educativa, pero de escasa trayectoria política. La primera es su adanismo, ya que el pasado, incluso el más inmediato, o bien no existe, o bien no tiene consideración de importancia, estableciéndose un nuevo eje que marcará el periodo que se inicia: lo nuevo contra lo viejo. La segunda característica es la aparición de la crítica económica como uno de los pilares que sustentaban las reivindicaciones. La banca, las finanzas, la deuda, aparecen como elementos permanentes de construcción de un sujeto al que oponerse. Sin embargo, no se plantea un sistema alternativo al capitalismo, tampoco se aboga por una regulación específica al estilo socialdemócrata, sino que se pide una economía al servicio de una mayoría indefinida no porque esa mayoría sea la que aporta la fuerza de trabajo al proceso productivo, y por tanto, la que lo podría controlar inherentemente, sino porque es moralmente mayoría. Así se entienden lemas como «Somos el 99 por 100», que desde luego representan una novedad respecto a la oposición clásica entre clases, pero que difuminan mediante la ansiedad inclusiva a los protagonistas del funcionamiento económico.

      De esta forma también se entiende que el otro grupo señalado sean los políticos, sin importar demasiado su filiación ni actuaciones concretas, sino su condición de presunto estamento privilegiado que no representa a los votantes, de igual entendidos como otro grupo homogéneo independiente de sus posturas ideológicas. Libros como La casta, el increíble chollo de ser político en España, de Daniel Montero, editado en 2009, situado en un claro populismo de derecha y de gran repercusión en foros y tertulias de la misma tendencia, anticiparon lo que efectivamente sería una de las señas del 15M, que en análisis posteriores se quiso ver como una potencia destituyente, pero que en el momento no era más que un síntoma de desafección desarticulada hacia la política. En el fondo había una delgada línea que separaba la crítica del bipartidismo y la reivindicación apartidista del apoliticismo y de la antipolítica, al menos potencialmente. «No nos representan», «PSOE, PP, la misma mierda es», «Lo llaman democracia y no lo es», eran lemas que marcaron el desarrollo de aquella manifestación y de los siguientes años, que reflejaban un cansancio de lo existente, la desconexión con los mecanismos institucionales y una especie de regreso al futuro en busca de una democracia impoluta por sí misma. «No somos ni de izquierdas ni de derechas, somos los de abajo y venimos a por los de arriba» expresaba una tabula rasa que se leyó como un nuevo eje de conflicto, pero que realmente era la escisión del actor político –los de abajo, el pueblo en un sentido no nacionalista, la clase trabajadora– de la ideología que les servía como herramienta –la izquierda.

      Como bien decía la portavoz de Juventud Sin Futuro, el grupo que anticipó con su manifestación en abril la convulsión de mayo, aquella cita recogía a un sector más amplio del que de alguna manera representaba JSF, que, si bien se podía identificar de una forma más cercana con la izquierda universitaria, había rehuido conscientemente cualquier asociación estética y retórica con la misma. Democracia Real Ya no era en aquel momento más que un sumatorio de gente –gente joven, universitaria, de clase media y con profesiones liberales– que se había conocido a través de las redes sociales, que pasó de ser la Plataforma de grupos promovilización ciudadana, creada el 20 de febrero de 2011, a tener la denominación con la que luego se le conocería a partir del 16 de marzo. DRY no era una organización al uso, con unos estatutos, un programa político, una estructura organizativa o algún tipo de militancia, sino tan solo, más allá de una página de difusión en Facebook, un paraguas en el que se cobijaron distintas personas para convocar públicamente una manifestación. Entre ellas estaba una asociación de desempleados, de limitada representatividad, así como la iniciativa #Nolesvotes, surgida al calor de la oposición a la ley Sinde, promovida por empresarios y comunicadores del ámbito «internetero» como Enrique Dans, profesor de la IE Business School, Ricardo Galli, creador de Menéame, o Julio Alonso Alcaide, fundador de Weblogs. También ATTAC, la Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana, con las caras visibles en nuestro país de Juan Torres López y Carlos Martínez Blay.

      Echen por un momento el freno de mano e intenten visualizar algo que pueda incluir a enamorados de

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