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la sentencia del 28 de junio del año 2010 el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales 14 artículos y dejó otros 27 pendientes de interpretación. Además, declaró sin eficacia jurídica algo que realmente nunca la había tenido, la declaración como nación de Cataluña en el preámbulo del Estatuto. Más allá de las consideraciones jurídicas esto significó un mazazo no ya para el sentimiento nacional de millones de catalanes, sino sobre todo la sensación de que la confianza que habían depositado en una votación y en sus instituciones democráticas había resultado baldía. Los artículos legales siempre se pueden acabar recomponiendo, los pactos políticos reconstruyendo, pero, como nuestra reciente historia ha demostrado, es bastante más difícil restituir la confianza del ciudadano medio en las instituciones. Joan Puigcercós aseguró la misma jornada que la sentencia era una «estocada mortal» al Estatuto y vaticinó el crecimiento del independentismo, ya que una parte significativa de la población «no cabe en la constitución»[23].

      No hacía falta entonces ser adivino para intuir que el Partido Popular había regalado a los independentistas una oportunidad de oro que se expresó en la gigantesca manifestación del 10 de julio, que tuvo como lema «Som una nació. Nosaltres decidim». A pesar de que la protesta fue convocada por la Generalitat, además de un sinfín de colectivos y partidos políticos, su presidente, el socialista José Montilla, tuvo que abandonar la marcha precipitadamente debido a un intento de agresión. Desde ese punto ni el PSC ni el PSOE volvieron a repetir los resultados electorales que habían alcanzado en décadas anteriores, que les habían hecho conquistar la Generalitat encabezando el tripartito. En las elecciones catalanas de noviembre CiU volvió a ganar los comicios, los socialistas obtuvieron un pésimo resultado y los populares un resultado histórico. Las quiebras de los consensos siempre favorecen a los extremos.

      Más allá de la política de las identidades, que tanto nos dará que hablar más adelante, una de las marcas de agua del momento es que la economía, que siempre subyace en todos los asuntos de importancia pero que a menudo aparece confinada a las páginas salmón de los periódicos, tomó protagonismo por derecho propio. Todo lo que parecía sólido se desvanecía en el aire, la orgía especuladora de la anterior década se convirtió en una monumental resaca para los que apenas habían disfrutado de la barra libre. El público asistía al espectáculo sin entender nada, sin saber cómo aquel país que nos habían presentado brillante y atractivo ocultaba bajo el maquillaje inmundicia y descontrol. Los economistas eran los que menos lo entendían, a pesar del rictus impertérrito, ya que tenían un serio problema: cómo explicar que las recetas que recomendaban a los políticos, que afirmaban rotundos en sus columnas, que declamaban satisfechos en sus conferencias, no es que ya no sirvieran, es que justo habían sido el veneno que nos había arrastrado a aquella crisis. Hicieron lo que hacen siempre, echar la culpa a la mala gestión desde lo público y volver a pedir fuego entre bidones de gasolina.

      La noticia dejó contento a casi todo el mundo. La derecha podía atacar al Gobierno y la izquierda podía atacar a la Iglesia. Lo cierto es que no pilló a nadie por sorpresa. Un año antes, en 2009, se creó el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, un organismo para dotar de fondos, pero también mantener el control sobre los procesos de fusiones que indefectiblemente se esperaban en el panorama bancario español, especialmente en el sector de las cajas de ahorros: de 45 entidades existentes en 2010 se pasó a tan solo dos a partir del año 2015.

      Las cajas de ahorro eran una peculiar forma existente en el sistema financiero español, con una clientela fundamentalmente popular, con una implantación y una capilaridad en el territorio muy notable y con un sistema de gobierno donde teóricamente intervenían administraciones públicas locales y autonómicas, los propios clientes asociados, los empleados y los fundadores. Además, las cajas estaban obligadas a revertir parte de sus beneficios en programas de interés social. Históricamente, durante la Segunda República, el ministro de Trabajo, Largo Caballero, desarrolló el Estatuto para las Cajas Generales de Ahorro Popular, denominación que dice bastante de su moderna primera intención y naturaleza. Alrededor de la mitad de los clientes de entidades financieras tenían sus depósitos en estas instituciones, aunque nadie las consideraba así, sino tan solo ese sitio donde se iba a pagar el agua o la luz, a sacar dinero con la libreta o se pedía un crédito en condiciones claras para la apertura de un pequeño negocio, es decir, lo que la gente normal necesitaba de eso que se entendía como un banco.

      El 9 de julio de 2010, el Gobierno promulgó el decreto de bancarización de las cajas, básicamente la ley que regularía sus fusiones y su transformación en entidades bancarias convencionales. La prensa económica se deshizo en elogios hacia la medida, destacando que existía un problema de profesionalización en sus directivos, que se regían por intereses «políticos» y que el país necesitaba bancos más fuertes y grandes para salir airoso de tan difícil situación económica. Como siempre, la narrativa triunfante cargó las tintas contra lo público, contra los modelos que no encajaban en la contemporaneidad, loando la tan cacareada gestión neutra del dinero. De nuevo se impuso la fantasía neoliberal, una especialmente atrevida ya que fue capaz de ocultar las propias huellas de sus crímenes reclamando nuevas víctimas.

      Es absolutamente cierto que el carácter de apego al territorio de las cajas las hizo especialmente factibles para financiar las pequeñas y grandes corruptelas y operaciones especulativas –que suelen ser lo mismo, salvo que reciben un nombre diferente dependiendo de si el juez de turno se decide a intervenir–; es también cierto que en sus consejos de administración se dirimieron peleas políticas, como las famosas puñaladas entre los seguidores de Gallardón y Aguirre; que además mostraron el nivel de integración de la izquierda, sindical y política, que, rendida ante lo que parecía el fin de la historia, en vez de irse a su casa, se dejó arrastrar a operaciones poco claras donde se les trataba como a gente razonable. Pero no es menos cierto que de eso no tenía culpa la idea que animaba la existencia de las cajas de ahorros y que, posteriormente, la cosa incluso fue a peor cuando se transformaron ya en bancos regidos por «profesionalísimos» señores que hacían sonar la campana en la Bolsa. Pero, fundamentalmente, lo que nunca se cuenta es que el problema de las cajas vino cuando se empezaron a comportar como bancos sin serlo, a pesar incluso de la regulación que se lo impedía, cuando simplemente hicieron lo que se suponía que había que hacer: meterse de lleno en la espiral de especulación inmobiliaria y crédito rápido. A día de hoy contamos con ocho bancos surgidos de la progresiva fusión de aquellas entidades: CaixaBank, Bankia, Kutxabank, Unicaja Banco, Ibercaja Banco, Abanca, Liberbank y CajaSur Banco. Un cambio fundamental en el panorama económico español que ocupará más espacio en estas páginas y del que aún no se ha escrito la última palabra en nuestra actualidad.

      De hecho, por mucha fusión y mucha imagen corporativa que surgiera de aquel fin acelerado de las cajas, el problema fundamental seguía estando presente: aquellos bloques de viviendas vacíos, aquellos terruños recalificados que pasaron de ser las joyas de la corona a bisutería infantil, iban a seguir allí. En el año 2009, el Gobierno aprobó uno de esos cambios legislativos que apenas llaman la atención a nadie, pero que una década después marcaría el dramático ascenso de los alquileres.

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