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por la dirigencia de la protesta, de inspiración posmoderna, a lo que se identificaba como el viejo adversario comunista.

      Si las elecciones de mayo no sirvieron para advertir que la sociedad tenía unos tiempos diferentes a los del 15M, entre los días 16 y 21 de agosto tuvieron lugar en Madrid las Jornadas Mundiales de la Juventud, que convocaron a dos millones de personas llegadas de todas las partes del mundo. Les unía su devoción católica y sus ganas de ver al papa Benedicto XVI. Si la capital fue en primavera la verbena de la protesta, en el tórrido verano se convirtió en el parque temático de la cristiandad, en una demostración de la gigantesca capacidad de convocatoria que puede mostrar la Iglesia católica. Algo que empieza en Cibeles con una misa donde se dan cita 800 obispos y 8.000 sacerdotes no se puede calificar de otra manera. Las JMJ fueron todo lo pintorescas que queramos, razones quizá no faltaban ante las imágenes de los jóvenes peregrinos refrescándose en la fuente del Ángel Caído y practicando la simpática coreografía «equis, uve, palito» (de Benedicto XVI, el papa del momento), pero lo cierto es que la ciudad se vio completamente transformada por una especie de invasión tan lúdica como espiritual.

      El miércoles 17 se convocó una manifestación para protestar por los costes en dinero público derivados de la visita del pontífice. Los asistentes a la JMJ utilizaban gratis el transporte público y se habilitaron todo tipo de recursos habitacionales para acogerlos, algo que en principio puede entenderse para el buen desarrollo de un acontecimiento de grandes dimensiones, pero que en un tiempo de crisis resultaba un agravio comparativo. La manifestación tenía previsto transcurrir entre Tirso de Molina y Sol. Durante el recorrido ya se registraron algunas llamativas imágenes como la del activista Shangay Lily departiendo con unas jóvenes católicas que, en pía actitud, echaron la rodilla a tierra y se pusieron a rezar en pose de mártir. Pero el encontronazo llegó en la propia Puerta del Sol, donde, para sorpresa de los manifestantes, había organizada una encerrona: la plaza estaba tomada por un número considerable de asistentes de la JMJ. Aunque no se produjeron incidentes de gravedad más que algún intercambio de palabras gruesas, la actitud de Delegación del Gobierno, que tenía el recorrido previo de la protesta laica, fue irresponsable al no haber desalojado la plaza para evitar incidentes, como sí hizo caída la noche mediante cargas policiales contra los manifestantes laicos. Al disolverse aquel despropósito, una extraña y caótica mezcla de manifestantes y jóvenes del papa se entrecruzaron por las calles del centro sin mayor problema, a excepción de algunos elementos ultraderechistas que habían salido esa noche a ver si se podían cobrar alguna pieza. En especial llamaba la atención un individuo vestido de blanco, con dos muñequeras con la bandera rojigualda, que iba olisqueando su odio por Preciados. Noche de mundos antagónicos y a la vez paralelos, aunque fuera por unas horas. Sol como espacio de libertad y represión de ida y vuelta.

      Los lectores más atentos notarán que los acontecimientos que transitan por estas páginas se producen siempre a pares. La razón de esta extraña dualidad no tiene que ver con la cábala ni lo esotérico, sino más bien con el propio periodo que se describe. Esta es una historia sobre un gran conflicto provocado por el capitalismo de principios de siglo XXI, un sistema económico rendido a la demencia neoliberal que empezó a mostrar los síntomas más aterradores tras llevar tres décadas devorándose a sí mismo y, por ende, a todas sus expresiones asociadas, desde el sistema político hasta los valores compartidos, la construcción de identidades y su aparato cultural. En este conflicto, los eventos se agolpan en un periodo muy breve de tiempo. Los eventos, es decir, la expresión concreta de las tensiones que se acumulan. Primero llega el aviso, a modo de novedad, de irrupción de lo sucedido por primera vez. Una primera vez donde los actores son incapaces de llegar a una síntesis entre contrarios, a una solución perdurable, donde la causa queda flotante, ya presente, pero irresuelta. A continuación, la onda sísmica provoca nuevos eventos que no son más que la copia del original bajo nuevos síntomas. El volcán del inicio, erupcionando por etapas; los analistas de aquel presente, atribuyendo a cada una de esas explosiones una personalidad propia. A tiempo pasado, con la distancia del presente, es cuando todo toma apariencia de relato, de continuidad, y no simplemente de hechos dispersos tan solo unidos en el tiempo.

      Uno de estos acontecimientos a pares fue la reforma del artículo 135 de la Constitución. Si los recortes realizados por el Gobierno de Zapatero fueron el antagonista narrativo de la retirada de las tropas de Irak, el 135 fue la legalización constitucional del austericidio, la rendición de nuestra soberanía a eso llamado mercados, la expresión del dominio de la esfera de lo público por una economía basada en lo especulativo como principal divisa.

      CiU y PNV se abstuvieron. Coalición Canaria y UPyD votaron en contra. La pléyade del resto de partidos, encabezada por IU y ERC, se ausentaron de la votación. Aquel viernes de septiembre fue el día en el que lo que sucedió en 2010, la capacidad de los mercados de imponer su agenda económica a un Gobierno democráticamente elegido, se hizo ley a propuesta de ese propio Gobierno para intentar evitar la intervención de la Unión Europea sobre las cuentas de nuestro país.

      La propia votación en sí misma ya fue un acontecimiento prácticamente inédito en nuestra democracia. Tan solo existía el precedente de 1992, cuando se modificó la carta magna para adaptarla a la capacidad de voto de los extranjeros comunitarios. Lo cierto es que durante décadas se habían puesto diferentes reformas encima de la mesa, como la de la sucesión real para permitir que el heredero sea el primer nacido, independientemente de que sea o no varón, en una especie de progresismo simbólico y de conjuración de los episodios carlistas del siglo XIX. La dificultad es que cualquier reforma que afecte a lo que se consideran los principios básicos o la estructura del Estado no requiere tan solo del procedimiento ordinario, la aprobación por una mayoría de tres quintos, sino del agravado que implica varios trámites parlamentarios, unas nuevas elecciones generales y una ratificación final en referéndum. Desconocemos si la ruptura del techo de cristal para las princesas primogénitas podría tener un impacto notable en la vida de los ciudadanos, sí que la reforma del artículo 135 liquidó el espíritu social de nuestra Constitución.

      Las leyes, sobre todo las de mayor importancia, no son el producto tan solo de las intenciones de los hombres de Estado, como así narró la historia oficial nuestra Transición, sino el resultado de un complicado equilibrio de fuerzas entre actores con intereses discordantes. Así, artículos como el 128, «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general», fueron la constatación sobre el papel de que a finales de los setenta la izquierda como expresión política del movimiento obrero tenía un peso del que en 2011 carecía. La reformulación del 135, de hecho, dejaba este y otros artículos como simple arqueología legal.

      Además, en aquella votación se rompió también la mitología del consenso constitucional al dejar fuera a los nacionalistas, que aprovecharon para pedir la inclusión de una salida para la autodeterminación, y de la exigua izquierda. La explicación no entra dentro de la categoría moral, lo que se debe hacer, sino de la práctica, lo que se puede hacer, demostrando que quien ostenta el poder solo llega a acuerdos, comparte ese poder, cuando su capacidad de imponerlo está limitada por las circunstancias, a menudo sociales. En España, en 2011, asistimos a una inédita y numerosa movilización social, que sin embargo carecía de capacidad para ser un actor político. Las leyes regulan el poder, pero a la vez son la expresión del dominio del mismo.

      Si

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