Скачать книгу

      Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.

      Luis XIII ponía ya la mano sobre el pomo de la puerta; al ruido que hizo el señor de Tréville al entrar, se volvió.

      -Llegáis en el momento justo, señor - dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a cierto punto, no sabía disimular-, y me entero de cosas muy bonitas a cuenta de vuestros mosqueteros.

      -Y yo - respondió fríamente el señor de Tréville - tengo muy bonitas cosas de que informarle sobre sus gentes de toga.

      -¿De verdad? - dijo el rey con altivez.

      -Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad - continuó el señor de Tréville en el mismo tono - de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas muy estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l’Evêque, y todo con una orden que se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce favorablemente: el señor Athos.

      -Athos - dijo el rey maquinalmente-. Sí, por cierto, conozco ese nombre.

      -Que Vuestra Majestad lo recuerde - dijo el señor de Tréville-. El señor Athos es ese mosquetero que en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de Cahusac. A propósito, monseñor - continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal-, el señor de Cahusac está completamente restablecido, ¿no es así?

      -¡Gracias! - dijo el cardenal mordiéndose los labios de cólera.

      -El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente - prosiguió el señor de Tréville-. A un joven bearnés, cadete en los guardias de Su Majestad en la compañía de Des Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron varias puertas…

      El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.»

      -Ya sabemos todo eso - replicó el rey - porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.

      -Entonces - dijo Tréville-, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha vertido diez veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla todavía.

      -¡Bah! - dijo el rey, vacilando-. ¿Han pasado así las cosas?

      -El señor de Tréville no dice - dijo el cardenal con la mayor flema-que ese mosquetero inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios instructores delegados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.

      -Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo - exclamó el señor de Tréville con su franqueza completamente gascona y su rudeza militar-. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La Trémouille y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.

      El rey miró al cardenal.

      -Un atestado da fe de ello - dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda de Su Majestad - y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de presentar a Vuestra Majestad.

      -¿Atestado de gentes de toga vale tanto como la palabra de honor de un hombre de espada? - respondió orgullosamente Tréville.

      -Vamos, vamos, Tréville, callaos - dijo el rey.

      -Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros - dijo Tréville-, la justicia del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una investigación.

      -En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial - continuó el cardenal, impasible - se aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.

      -¿Vuestra Eminencia se refiere al señor D’Artagnan?

      -Me refiero a un joven al que vos protegéis, señor de Tréville.

      -Sí, Eminencia, es ese mismo.

      -No sospecháis que ese joven haya dado malos consejos…

      -¿A Athos, a un hombre que le dobla en edad? - interrumpió el señor de Tréville-. No, monseñor. Además, el señor D’Artagnan ha pasado la noche conmigo.

      -¡Vaya! - dijo el cardenal-. Todo el mundo ha pasado la noche con usted.

      -¿Dudaría Su Eminencia de mi palabra? - dijo Tréville, con el rubor de la cólera en la frente.

      -¡No, Dios me guarde de ello! - dijo el cardenal-. Sólo que… ¿a qué hora estaba él con vos?

      -¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!

      -¿Y a qué hora ha salido de vuestro palacio?

      -A las diez y media, una hora después del suceso.

      -En fin - respondió el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville, y que sentía que la victoria se le escapaba-, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle des Fossoyeurs.

      -¿Le está prohibido a un amigo visitar a otro amigo? ¿A un mosquetero de mi compañía confraternizar con un guardia de la compañía del señor Des Essarts?

      -Sí, cuando la casa en la que confraterniza con ese amigo es sospechosa.

      -Es que esa casa es sospechosa, Tréville - dijo el rey-. Quizá no lo sabíais.

      -En efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier caso, puede ser sospechosa en cualquier parte; pero niego que lo sea en la parte que habita el señor D’Artagnan; porque puedo afirmaros, sire, que de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador más profundo del señor cardenal.

      -¿No es ese D’Artagnan el que hirió un día a Jussac en ese desafortunado encuentro que tuvo lugar junto al convento de los Carmelitas Descalzos? - preguntó el rey mirando al cardenal, que enrojeció de despecho.

      -Y al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire; sí, ése es, y Vuestra Majestad tiene buena memoria.

      -Entonces, ¿qué decidimos? - dijo el rey.

      -Eso atañe a Vuestra Majestad más que a mí - dijo el cardenal-. Yo afirmaría la culpabilidad.

      -Y yo la niego - dijo Tréville-. Pero Su Majestad tiene jueces y sus jueces decidirán.

      -Eso es - dijo el rey-. Remitamos la causa a los jueces; su misión es juzgar, y juzgarán.

      -Sólo que - prosiguió Tréville - es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la vida más pura, la virtud más irrefutable no eximan a un hombre de la infamia y de la persecución. Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.

      La frase era imprudente, pero el señor de Tréville la había lanzado con conocimiento de causa. Quería una explosión, por eso de que la mina hace fuego, y el fuego ilumina.

      -¡Asuntos de policía! - exclamó el rey, repitiendo las palabras del señor de Tréville-. ¡Asuntos de policía! ¿Y qué sabéis vos de eso, señor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me rompáis la cabeza. En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un mosquetero, Francia está en peligro. ¡Cuánto escándalo por un mosquetero! ¡Vive el cielo que haré detener a diez!

Скачать книгу