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la han raptado, señor.

      -¿Os la han raptado? - prosiguió el comisario-. ¿Y sabéis quién es el hombre que ha cometido ese rapto?

      -Creo conocerlo.

      -¿Quién es?

      -Pensad que yo no afirmo nada, señor comisario, y que yo sólo sospecho.

      -¿De quién sospecháis? Veamos, responded con franqueza.

      El señor Bonacieux se hallaba en la mayor perplejidad: ¿debía negar todo o decir todo? Negando todo, podría creerse que sabía demasiado para confesar; diciendo todo, daba prueba de buena voluntad. Se decidió por tanto a decirlo todo.

      -Sospecho - dijo - de un hombre alto, moreno, de buen aspecto, que tiene todo el aire de un gran señor; nos ha seguido varias veces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer al postigo del Louvre para llevarla a casa.

      El comisario pareció experimentar cierta inquietud.

      -¿Y su nombre? - dijo.

      -¡Oh! En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo reconoceré al instante, os respondo de ello, aunque fuera entre mil personas.

      La frente del comisario se ensombreció.

      -¿Lo reconoceríais entre mil, decís? - continuo.

      -Es decir - prosiguió Bonacieux, que vio que había ido descaminado-, es decir…

      -Habéis respondido que lo reconoceríais - dijo el comsario ; está bien, basta por hoy; antes de que sigamos adelante es preciso que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra mujer.

      -Pero yo no os he dicho que le conociese - exclamó Bonacieux desesperado-. Os he dicho, por el contrario…

      -Llevaos al prisionero - dijo el comisario a los dos guardias.

      -¿Y dónde hay que conducirlo? - preguntó el escribano.

      -A un calabozo.

      -¿A cuál?

      -¡Oh, Dios mío! Al primero que sea, con tal que cierre bien - respondió el comisario con una indiferencia que llenó de horror al pobre Bonacieux.

      -¡Ay! ¡Ay! - se dijo-. La desgracia ha caído sobre mi cabeza; mi mujer habrá cometido algún crimen espantoso; me creen su cómplice, y me castigarán con ella; ella habrá hablado, habrá confesado que me había dicho todo; una mujer, ¡es tan débil! ¡Un calabozo, el primero que sea! ¡Eso es! Una noche pasa pronto; y mañana a la rueda, a la horca. ¡Oh, Dios mío! ¡Tened piedad de mí!

      Sin escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que por otra parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se lo llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano esperaba.

      Bonacieux no pegó ojo, y no porque su calabozo fuera demasiado desagradable, sino porque sus inquietudes eran demasiado grandes. Permaneció toda la noche sobre su taburete, temblando al menor ruido; y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la habitacion, la aurora le pareció haber tornado tintes fúnebres.

      De golpe oyó correr los cerrojos, y tuvo un sobresalto terrible. Creía que venían a buscarlo para conducirlo al cadalso; así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que esperaba, a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al cuello.

      -Vuestro asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre - le dijo el comisario-, y os aconsejo decir toda la verdad; porque solo vuestro arrepentimiento puede aplacar la cólera del cardenal.

      -Pero si yo estoy dispuesto a decir todo - exclamó Bonacieux-, al menos todo lo que sé. Interrogad, os lo suplico. -Primero, ¿dónde está vuestra mujer?

      -Pero si ya os he dicho que me la habían raptado.

      -Sí, pero desde ayer a las cinco de la tarde, gracias a vos, se ha escapado.

      -¡Mi mujer se ha escapado! - exclamó Bonacieux-. ¡Oh, la desgraciada! Señor si se ha escapado, no es culpa mía os lo juro.

      -¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D’Artagnan, vuestro vecino, con el que tuvisteis una larga conferencia durante el día?

      -¡Ah! Sí, señor comisario, sí, eso es cierto, y confieso que me equivoqué. Estuve en casa del señor D’Artagnan.

      -¿Cuál era el objeto de esa visita?

      -Pedirle que me ayudara a encontrar a mi mujer. Creía que tenía derecho a reclamarla; me equivocaba, según parece, y por eso os pido perdón.

      -¿Y qué respondió el señor D’Artagnan?

      -El señor D’Artagnan me prometió su ayuda; pero pronto me di cuenta de que me traicionaba.

      -¡Os burláis de la justicia! El señor D’Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese pacto, él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la ha sustraído a todas las investigaciones.

      -¡El señor D’Artagnan ha raptado a mi mujer! ¡Vaya! Pero ¿qué me decís?

      -Por suerte, D’Artagnan está en nuestras manos, y vais a ser careado con él.

      -¡Ah? A fe que no pido otra cosa - exclamó Bonacieux-, no me molestará ver un rostro conocido.

      -Haced entrar al señor D’Artagnan - dijo el comisario a los dos guardias.

      Los dos guardias hicieron entrar a Athos.

      -Señor D’Artagnan - dijo el comisario dirigiéndose a Athos-, declarad lo que ha pasado entre vos y el señor.

      -¡Pero - exclamó Bonacieux - si no es el señor D’Artagnan ése que me mostráis!

      -¡Cómo! ¿No es el señor D’Artagnan? - exclamó el comisario.

      -En modo alguno - respondió Bonacieux.

      -¿Cómo se llama el señor? - preguntó el comisario.

      -No puedo decíroslo, no lo conozco.

      -¡Cómo! ¿No lo conocéis?

      -No.

      -¿No lo habéis visto jamás?

      -Sí, lo he visto, pero no sé cómo se llama.

      -¿Vuestro nombre? - preguntó el comisario.

      -Athos - respondió el mosquetero.

      -Pero eso no es un nombre de hombre, ¡eso es un nombre de montaña! - exclamó el pobre interrogador, que comenzaba a perder la cabeza.

      -Es mi nombre - dijo tranquilamente Athos.

      -Pero vos habéis dicho que os llamabais D’Artagnan.

      -¿Yo?

      -Sí, vos.

      -Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el señor D’Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis así?» Mis guardias han exclamado que estaban seguros. Yo no he querido contrariarlos. Además, yo podía equivocarme.

      -Señor, insultáis a la majestad de la justicia.

      -De ningún modo - dijo tranquilamente Athos.

      -Vos sois el señor D’Artagnan.

      -Como veis, sois vos el que aún me lo decís.

      -Pero - exclamó a su vez el señor Bonacieux - os digo, señor comisario, que no tengo la más minima duda. El señor D’Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis alquileres, y precisamente por eso, debo conocerlo. El señor D’Artagnan es un joven de diecinueve a veinte años apenas, y este señor tiene treinta por lo menos. El señor D’Artagnan está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el uniforme.

      -Es

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