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- preguntó Su Eminencia.

      -Ella y él.

      -¿La reina y el duque? - exclamó Richelieu.

      -Sí.

      -¿Y dónde?

      -En el Louvre.

      -¿Estáis seguro?

      -Completamente.

      -¿Quién os lo ha dicho?

      -La señora de Lannoy, que es completamente de Vuestra Eminencia, como sabéis.

      -¿Por qué no lo ha dicho antes?

      -Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis en su habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.

      -Está bien, hemos perdido. Tratemos de tomar nuestra revancha.

      -Os ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad tranquilo.

      -¿Cuándo ha sido?

      -A las doce y media de la noche, la reina estaba con sus mujeres…

      -¿Dónde?

      -En su cuarto de costura…

      -Bien.

      -Cuando han venido a entregarle un pañuelo de parte de su costurera…

      -¿Después?

      -Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro cubierto, ha palidecido.

      -¡Y después! ¡Después!

      -Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.

      -¿Por qué la señora de Lannoy no ha venido a preveniros al instante?

      -Nada era seguro todavía; además, la reina había dicho: «Señoras, esperadme»; y no se atrevía a desobedecer a la reina.

      -¿Y cuánto tiempo ha estado la reina fuera de su cuarto?

      -Tres cuartos de hora.

      -¿La acompañaba alguna de sus mujeres?

      -Doña Estefanía solamente.

      -¿Y luego ha vuelto?

      -Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.

      -Y cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el cofre?

      -No.

      -¿La señora de Lannoy sabía qué había en ese cofre?

      -Sí, los herretes de diamantes que Su Majestad ha dado a la reina.

      -¿Y ha vuelto sin ese cofre?

      -Sí.

      -¿La opinión de la señora de Lannoy es que se los ha entregado a Buckingham?

      -Está segura.

      -¿Y cómo?

      -Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a la reina.

      -¿Y entonces, la reina?…

      -La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.

      -Hay que pasar por él y asegurarse si la cosa es cierta o no.

      -Ya he pasado.

      -Y bien, ¿el orfebre?

      -El orfebre no ha oído hablar de nada.

      -¡Bien! ¡Bien! Rochefort, no todo está perdido, y quizá… , quizá todo sea para mejor.

      -El hecho es que no dudo de que el genio de Vuestra Eminencia…

      -Reparará las tonterías de mi guardia, ¿no es eso?

      -Es precisamente lo que iba a decir si Vuestra Eminencia me hubiera dejado acabar mi frase.

      -Ahora, ¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa de Chevreuse y el duque de Buckingham?

      -No, monseñor, mis gentes no han podido decirme nada positivo al respecto.

      -Yo sí lo sé.

      -¿Vos, monseñor?

      -Sí, o al menos lo creo. Estaban el uno en la calle de Vaugirard, número 25, y la otra en la calle de La Harpe, número 75.

      -¿Quiere Vuestra Eminencia que los haga arrestar a los dos?

      -Será demasiado tarde, habrán partido.

      -No importa, podemos asegurarnos.

      -Tomad diez hombres de mis guardias y registrad las dos casas.

      -Voy monseñor.

      Y Rochefort se abalanzó fuera de la habitación.

      El cardenal, ya solo, reflexionó un instante y llamó por tecera vez. Apareció el mismo oficial.

      -Haced entrar al prisionero - dijo el cardenal.

      Maese Bonacieux fue introducido de nuevo y, a una seña del cardenal, el oficial se retiró.

      -Me habéis engañado - dijo severamente el cardenal.

      -¡Yo! - exclamó Bonacieux-. ¡Yo engañar a Vuestra Eminencia!

      -Vuestra mujer, al ir a la calle de Vaugirard y a la calle de La Harpe, no iba a casa de vendedores de telas.

      -¿Y adónde iba, santo cielo?

      -Iba a casa de la duquesa de Chevreuse y a casa del duque de Buckingham.

      -Sí - dijo Bonacieux echando mano de todos sus recursos-, sí, eso es, Vuestra Eminencia tiene razón. Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha echado a reír. ¡Ah, monseñor! - continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la Eminencia-. ¡Ah! ¡Con cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el hombre de genio al que todo el mundo reverencia!

      El cardenal, por mediocre que fuera el triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar como era Bonacieux, no dejó de gozarlo durante un instante; luego, casi al punto, como si un nuevo pensamiento se presentara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la mano al mercero, le dijo:

      -Alzaos, amigo mío, sois un buen hombre.

      -¡El cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he tocado la mano del gran hombre! - exclamó Bonacieux-. ¡El gran hombre me ha llamado su amigo!

      -Sí, amigo mío, sí - dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que sólo engañaba a quien no le conocía ; y como se ha sospechado de vos injustamente, hay que daros una indemnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y perdonadme.

      -¡Que yo os perdone, monseñor! - dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin duda que aquel don no fuera más que una chanza-. Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo no tendría la más minima palabra que decir. ¿Perdonaros, monseñor? ¡Vamos, no penséis más en ello!

      -¡Ah, mi querido Bonacieux! Sois generoso ya lo veo, y os lo agradezco. Tomad, pues, esa bolsa. ¿Os vais sin estar demasiado descontento?

      -Me voy encantado, monseñor.

      -Adiós, entonces, o mejor, hasta la vista, porque espero que nos volvamos a ver.

      -Siempre que monseñor quiera, estoy a las órdenes de Su Eminencia.

      -Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra conversación.

      -¡Oh, monseñor!

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