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embargo posterior al porvenir y los de Saenz, escritos a media tarde en el patio de un manicomio, excepto por La noche, que le parecía definitivamente escrito en el futuro.

      –Pero un futuro que se acerca a pasos agigantados –dijo.

      Para entonces, sin embargo, yo ya sabía (porque él de pronto se había vuelto locuaz, como ocurre con los chicos tímidos cuando llegan a cierta edad, y no paraba de hablar del tema) que su verdadera pasión no era la poesía, sino el cine. Te hablo de una época en la que no se podían comprar películas así nomás, no había formatos caseros, excepto las Súper 8, pero no había películas normales en Súper 8, no había películas por cable ni servicios domésticos, excepto uno que no llegaba a Maine. Ni siquiera había cineclubes en nuestra zona y el único cine del pueblo pasaba la misma película durante semanas y a veces meses y otras veces años (o al menos esa era mi impresión). Pero George, en sus incursiones en busca de lo prohibido (los libros de poesía), se había dado de bruces con un mundo más enigmático y más atractivo para él. Hasta entonces, veía las películas de la biblioteca pública de Brunswick, que tenía un catalejo más bien modesto de cintas que solo se podían ver en proyecciones programadas. Muchas veces Hilda, Clay y yo tuvimos que llenar un formulario, organizar una sesión, anunciarla y llevar espectadores solo para que George viera lo que quería. Pero luego descubrió el catálogo de películas del college (perdón, hace un rato dije catalejo queriendo decir catálogo), que era una cueva de las maravillas, singular e idiosincrásica, crecida a la diabla con las películas que los profesores hacían comprar para sus clases. Quien lo hacía con más frecuencia era un profesor del Departamento de Alemán, un jovencito judío de Nueva York llamado Steve Steinberg, flaquito de pelo prematuramente entrecano y anteojos de alambre (que tenía un novio semisecreto escondido en un departamento en Queens), hombre amable y jovial cuyos cursos, sin embargo, no eran ni amables ni joviales, porque se especializaba en cine de vanguardia y películas del Holocausto. George comenzó a fagocitar ese archivo en 1974, y gracias a esa forma suya, maniática, medio maniática, o más bien monomaniática de sumergirse en las cosas que lo atraían, para 1975 ya se había transformado en un incipiente connoisseur de las películas más raras que te puedas imaginar. (Aunque no tú. A ti, ahora que lo pienso, no te parecerán raras, porque tú sabes mucho de cine, tú eres profesor de cine). A mí me parecían raras y a decir verdad, en aquel tiempo, me parecían raras de oídas porque la mayoría no las había visto nunca: solo las conocía porque George, apenas veía una, corría a contarme su descubrimiento. Yo recién las vi a fines de los setenta, a principios de los ochenta, porque George me hizo verlas, cuando ya se podían comprar en videocasetes. Pero no me adelanto: en 1975 era George el que las veía y venía y me contaba; pero incluso en la emoción con que me hablaba de ellas había un resabio de melancolía, como si sus pasajeras felicidades fueran producto de una pena que nunca se podía sacar de encima o sacar de adentro: yo sabía que eso tenía que ver con su padre, pero no sabía de qué manera y nunca imaginé en qué monstruosa dimensión.

      Como Hilda trabajaba en el college, él podía usar la biblioteca y sacar libros pero no podía reservar una sala ni un proyector. Para eso se valía de Clay o del mismo Steve Steinberg, fascinado con su minúsculo discípulo. La metamorfosis de George comenzó con películas de Eisenstein, Pudovkin y Kuleshov, que vio y no comprendió. De inmediato vio películas de Etting y Vorkapich y pensó que no comprendía, lo cual –se imaginó– era un paso adelante. Entonces vio una película de Maya Derin y Alexander Hammid y pensó que no sabía qué pensar pero que algo tenía que pensar y se mordió los dedos. Luego vio películas de Man Ray y pensó que eran piezas de metal que se movían solas y se dio cuenta de que había pensado en algo. Vio una película de Luis Buñuel y Salvador Dalí y pensó que el mundo tenía que terminar en el acto, no sin violencia. Vio películas de René Clair (Un sombrero de paja italiano, Dos almas tímidas) y pensó que la vida podía continuar, a nuestro propio riesgo y con ojo avizor. Vio películas de Hans Richter y pensó que no las había visto. Vio películas de Jean Cocteau y German Dulac y Viking Eggeling y pensó que las de Cocteau eran insuperables, las de Dulac las superaban y las de Eggeling representaban o bien un paso atrás o bien un salto al vacío. Vio películas de Dudley Murphy y decidió que el cine no era para él y cayó en una profunda depresión. Cuando se le pasó, vio películas de John Grierson y pensó que eran películas de Alberto Cavalcanti. Entonces volvió a ver las películas de Alberto Cavalcanti y pensó que no se parecían a nada que hubiera visto jamás. Vio películas de Walter Ruttmann y pensó que Walter Ruttmann era él. Vio dieciocho películas de Dziga Vertov y después descubrió que Dziga Vertov solo había filmado diecisiete. Vio películas de Oskar Fischinger y pensó en dejarlo todo y huir de Maine con la colección de tijeras de su padre. Pero de inmediato vio películas de los impresionistas franceses –Abel Gance, Jean Epstein, Marcel L’Herbier– y pensó en mí y me preguntó qué hacía yo viviendo en un lugar como ese y me llevó a la biblioteca y me mostró una película de Marcel L’Herbier (Lo inhumano) y le di la razón. Vio películas de los letristas, de Isidore Isou, por ejemplo, y pensó que el cine era una extensión de la poesía, o quizás viceversa. Vio un cortometraje de Guy Debord y pensó que el cine debía cesar por completo pero a la semana siguiente vio películas de Dimitri Kirsanoff y dejó de pensar y quiso hacer él mismo sus propias películas y pasó semanas maquinando cómo, tramando historias, presintiendo desenlaces, evocando personajes, reduciéndolos a objetos y formas. Al final siempre pensaba en formas. Decía que cada emoción, en una película, debía cobrar una forma más o menos definida, o una forma abstrusa, pero que al fin y al cabo fuera comprensible con los ojos: el odio, la incomodidad, la depresión, la soledad: tenían formas. Él quería descubrirlas.

      –¿Cuándo comienzas tu carrera de cineasta? –le pregunté esa tarde en el hospital.

      Dijo que primero se había puesto de malhumor pensando en la plata que le faltaba para comprar una Súper 8 y que después había pensado en las cámaras de su padre, que no tenían rollos pero funcionaban, y que por último había tenido una revelación, cuando se dio cuenta de que, entre esas cámaras, había algunas que eran como las que usaron los vanguardistas en los años veinte y en los años treinta, y que ahora estaba elucubrando cómo conseguir rollos tan antiguos. Sin hacer una pausa me habló de Dimitri Kirsanoff. Dijo que, después de su inmersión en la vanguardia, se dio cuenta de que el cine de verdad había comenzado en 1926, con un mediometraje de 37 minutos hecho en París por ese genio estonio, así dijo, ese genio estonio-ruso llamado Dimitri Kirsanoff, un impresionista, me explicó, que al principio no era cineasta sino un músico que tocaba el cello en teatros donde se proyectaban películas ajenas, hasta que comenzó a hacer las suyas, y la primera que hizo fue la primera película en la historia del cine, dijo George, al menos la primera que valía la pena llamar así. Su título era Ménilmontant.

      Estaba por contarme el argumento cuando llegaron los padres del otro niño y me fui un rato con ellos a explicarles lo que había pasado (me dijeron que su hijo tenía leves bajas de presión de vez en cuando, que no era grave. Me agradecieron y me fui). Cuando salí, George me esperaba sentado sobre el capó de la Volvo, mirando el hospital, con una libreta sobre las piernas. A lo lejos me pareció que estaba dibujando la fachada del edificio pero cuando estuve cerca me di cuenta de que tomaba notas.

      –¿Para qué? –le pregunté.

      –El hospital tiene solo dos pisos, pero tiene tres sótanos –dijo.

      –¿Y qué hay con eso?

      –Le puede interesar a mi papá.

      Su padre estaba en Bolivia desde hacía meses. George le escribía cartas a diario. A mí, ya te imaginas, escucharle eso hizo que se me vinieran las lágrimas a los ojos. Tuve que fingir que una basurilla se me había metido a ambos. Para disimular me subí al carro y le pregunté si quería que pasáramos a recoger a Hilda: podíamos cenar juntos en mi casa. Me dijo que Hilda estaba en cama y que mejor lo dejara con ella, para cuidarla. Hicimos el viaje en silencio. Contamos dos ardillas atropelladas y un mapache atropellado y una gaviota atropellada y llegamos.

      Cuando detuve la camioneta para que bajara, dijo que el estonio Kirsanoff nació en 1899 y a principios de los años veinte se estableció en Francia, casado con una actriz rusa que salía en películas de Jean Renoir. (Lo

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