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(yo siempre leo los gafetes, por si acaso), me dejó ante la puerta de la habitación de Larry Atanasio.

      En el cuartito, aupados sobre un catre, estaban los pies desmesurados, las manos peludas, la cabeza casi calva y los ojos abiertos de Larry Atanasio, fijos en la pared del fondo (intuí).

      –Hola, Luane –dijo. Él llamaba Luane a Lucy.

      Le expliqué que no me llamaba Luane, que yo era la esposa de Clayton Richards.

      –La esposa de Clay murió hace años –dijo.

      Pensé en decir que yo era la otra, pero me sonó mal y le dije mi nombre. Miraba la pared con tal concentración que sentí que lo estaba interrumpiendo y que debía esperar a que cambiara de postura antes de volver a abrir la boca. Al cabo de unos minutos me pidió que tomara asiento. Busqué una silla, que no encontré, y me senté en el borde de la cama. En el piso había un cenicero limpio, la tela de un paraguas sin arboladura y un par de zapatos demasiado chicos para ser suyos. Vi una repisa vacía. La habitación no tenía ventanas. Larry preguntó qué año era con el tono de quien pregunta la hora. Le dije que era el 23 de junio de 1976 y que eran las cuatro de la tarde.

      –No pasa el tiempo –se quejó–. Cada vez que pregunto es 1976.

      Quiso saber por qué estaba ahí. Le dije que Clay andaba de viaje y que, como Lucy estaba en Maryland, yo había pensado que a él no le vendría mal una visita, aunque fuera de una desconocida. Me preguntó quién era Lucy. Le recordé que Lucy era su hija.

      –Ah, Luane –dijo–. ¿Y qué tiene que ver Clay?

      –Clay viene a verte todos los jueves. Esta semana está en México. Por eso he venido yo.

      –¿Qué pasa en México? –dijo–. ¿Hay guerra?

      Le dije que Clay había viajado a Guadalajara a hablar sobre unos fósiles falsificados por un científico alemán en la pampa argentina.

      –No cambian –dijo Larry.

      –¿Los alemanes? –tanteé.

      –Los malditos mexicanos –dijo–. Siempre buscando guerra.

      Hablaba de espaldas a mí, mirando la pared. Yo le miraba la nuca y lo miraba mirar la pared. Estuvo un rato en silencio. Luego preguntó qué sabía Clay sobre fósiles falsificados. Le hablé del libro sobre Karl Hermann Konrad Burmeister. Me preguntó desde cuándo a Clay le interesaban esas cosas y por qué no estaba escribiendo un libro sobre pájaros. De inmediato me dijo que Clay no iba a verlo los jueves y que, de hecho, no lo había visto en años. Se rio bajito y puso una de esas caras que uno ve en los manicomios, cara que yo, sin embargo, no pude ver, porque Larry seguía dándome la espalda. Dejé que pasara ese momento y al llegar el siguiente le pregunté cuándo era la última vez que había visto a Clay.

      –Meses después de tu muerte –dijo.

      Le expliqué que yo era la segunda esposa de Clay.

      –Igual da –dijo–. Por esa época lo vi, después ya no. Ya nada más lo veo cuando me acuerdo de la guerra.

      Se agachó. Puso un pie en el piso. Tenía las uñas largas y un chichón en el empeine.

      –¿Cuándo te acuerdas de la guerra en Yugoslavia? –pregunté.

      –Sí –dijo–. Clay estuvo en mi patrulla en Yugoslavia. Ahí nos conocimos. Yo era sargento, él era soldado, tenía veinticuatro años. Eso fue en 1944. Yo era el jefe de la patrulla, sargento mayor, él era soldado raso y el jefe del pelotón era el teniente Atticus Johnson. Atticus Johnson murió cuando lo iban a castrar los nazis –dijo.

      –¿Un hombre se muere cuando lo castran? –pregunté.

      –Depende –dijo.

      Me quedé pensando en eso. Larry bajó el otro pie.

      –Pero Atticus Johnson no murió cuando lo castraron, sino cuando lo iban a castrar –dijo Larry, con tono enigmático–. Lo que implica otra clase de tragedia –estiró el cuello en dirección a la pared, pareció mirarla con detenimiento, aunque tal vez tenía los ojos cerrados: difícil decirlo.

      Después me dio la impresión de que miraba la pared como si fuera un espejo y desde ese momento empecé a cuidar mis gestos, con la sospecha de que Larry me veía.

      –¿Cómo es eso? –pregunté.

      –¿Cómo es qué?

      –¿Cómo es que se murió cuando lo iban a castrar?

      –La única forma de responder a tu pregunta sería contarte qué hacíamos nosotros en Yugoslavia en 1944, cuando todos saben que Estados Unidos nunca invadió Yugoslavia.

      –Yo se lo he preguntado a Clay un montón de veces pero siempre encuentra una manera de no responder –dije.

      –Pregúntale de nuevo ahora que estás muerta –dijo Larry. Rozó la pared con la nariz–. Siempre es más difícil no contarles a los muertos las cosas que quieren saber.

      Le expliqué que yo era la segunda esposa de Clay.

      –Igualdad –dijo. O algo semejante.

      Absurdamente, pensé en pedir la cuenta e irme. Volteé a buscar a un mozo pero vi a Larry que miraba la pared. Le pedí que me contara la historia de Atticus Johnson.

      –Ah, eso es realmente hilarante –dijo, pero no se rio.

      O tal vez sonrió pero cómo saberlo.

      Después me contó la historia. Habló de una misión secreta para rescatar las reliquias de una santa. Dijo que el pelotón estaba bajo el mando del teniente Atticus Johnson y se rio y levantó un pie y después levantó una mano y dejó de sonreír. Dijo que ya habían rescatado la reliquia de la santa y habían pasado dos veces por un pueblo habitado por niños armenios y fosas comunes y cuando estaban de regreso a la costa montenegrina durmieron una noche en otro pueblo no menos fantasmal. Clay está de guardia entremetido en el bosque y al volver ve luz en una de las casas, la casa donde se queda el teniente Atticus Johnson, la casa de una mujer que tiene tres hijas y donde (pero esto Clay no lo sabe) unos alemanes ebrios y embozados por la noche han aparecido hace unos minutos y han maniatado a la mujer y a las niñas y al teniente.

      Cuando está cerca, Clay ve la puerta entreabierta.

      Lo esconde la penumbra de la ruina superior.

      Empuña su ametralladora, que es una Johnson M1941.

      Se acerca a la ventana y mira adentro. Ve a los tres alemanes que ríen a vozarrones y se dan palmadas en la espalda y se contorsionan de manera histérica.

      Asoma un poco más y está seguro de que los alemanes se encuentran solos (no alcanza a ver a Atticus Johnson, que está tendido en el suelo, demasiado cerca de la ventana, fuera de la mirada de Clay. La mujer y las niñas están maniatadas en el piso, contra el muro al lado de la puerta, igualmente invisibles para Clay).

      Duda entre disparar o buscar al resto del pelotón. Un alemán se acerca a la ventana, produce un gorgorito flemático y escupe a través de un hueco en el vidrio roto.

      Clay piensa en los niños armenios y en una calle de Boston y recuerda la cara de una mujer en una librería en la que nunca ha estado y enristra la ametralladora y dispara por la ventana, con los ojos cerrados, veinte o treinta segundos.

      Después pone un pie bajo el marco de la puerta y sigue disparando en cualquier dirección y aprieta el gatillo hasta que no quedan balas.

      El resto del pelotón corre hacia la casita. Freedman toma a Clay del cuello. Larry Atanasio lo jala por la correa del casco y lo tumba al piso. Inocencio Márquez se arrodilla en su pecho y le dice

      –Tranquilo, ya pasó.

      Larry enciende una linterna, entra en la casa y ve ocho cadáveres: un alemán ensartado en el marco de la ventana con los ojos colgándole de las cuencas, otro en medio de la habitación con el cráneo abierto, una mujer con

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