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horas, pero en la casa de Harpswell tampoco encontró a nadie y ahora él estaba ahí, con sus zapatos y sus árboles de palabras y una cicatriz desprendida de su piel sobre el piso, entre los zapatos, creía yo, aunque ya la había perdido de vista, y dijo que un agente del FBI llamado Jim White, hasta entonces a cargo de rastrear el origen de los niños usados por la mafia de pornografía infantil, y al que Clay conocía, porque también había conducido las pesquisas del crimen de su familia, andaba ahora tras la pista de Chuck y Lucy. Como me ocurría cada vez que el gordo llegaba con noticias, en algún momento de su monólogo empecé a perderme entre las ramas del bosque, vi una silueta crepuscular precipitarse sobre un lago inestable y una bandada de pájaros mordiendo los bordes de una nube negra y ruidosa y después vi que los pájaros eran mis uñas y que la nube era yo.

      MIÉRCOLES

      En agosto del año siguiente comenzó mi trabajo como profesora de castellano en la escuela primaria de Topsham. No fue nada difícil conseguirlo porque yo tenía un grado universitario en Lingüística y Literatura y era hablante nativa de español, cosa insólita en Maine. Además, era un puesto por horas, que no exigía un certificado en educación: mi labor consistía en hablar español con chicos de entre cinco y once años, a los que dividía en dos grupos, once niños los lunes y los miércoles y doce los martes y los jueves, después de su horario regular. Me parecía graciosa la manera en que pronunciaban mi nombre de pila, aunque, debido a las reglas de la escuela, cuando estábamos en clase tenían que llamarme Mrs. Richards.

      Pasaba las mañanas como siempre, ya más habituada al campo y la soledad, con Clay metido en su trabajo: muchas horas en el campus, algunas horas en clase, mucho rato en su laboratorio escuchando cintas de pájaros de América del Sur y revisando colecciones de grabados hechos por naturalistas del siglo diecinueve. En ese tiempo comenzó a escribir su libro acerca del científico alemán Karl Hermann Konrad Burmeister y sus viajes por las pampas argentinas. Mientras tanto, a mí se me había dado por leer –en el porche o en el jardín o en la orilla, pocas veces en el cementerio, algunas veces en las rotondas de piedra, de noche en el estudio– libros de escritores que vivieron en Brunswick, lista que incluyó a Nathaniel Hawthorne (por fortuna), a Robert P. T. Coffin (que ganó un Pulitzer en 1936 por un libro anestésico pero que, en otro libro, tenía un poema extraordinario. Comenzaba con la frase «El viejo Blue era fuerte como un buey y podía caminar desde Texas hasta la eternidad» y terminaba con la frase «El viejo Blue condujo a sus bestias hasta los aniegos del Armagedón. Su nombre está escrito con su propia sangre». El viejo Blue, a todo esto, era un arriero imaginario), a Joshua Chamberlain (la pluma y la espada, o el fusil, en este caso), a Longfellow (que había sido profesor de Literatura Española en el college y cuya esposa murió en llamas, no por bruja sino por descuidada) y a Harriet Beecher Stowe (que, para mi desgracia, escribió La cabaña del tío Tom en una casa de por aquí). Brunswick, como habrás notado en estos días, es uno de esos pueblos en los que una ve constantemente camiones de bomberos desbarrancarse por las calles pero jamás ve un incendio (no sé si me explico).

      Tanto Clay como yo extrañábamos los manuscritos de las novelas incesantes, porque, tras la conversación de Clay con Miroslav Valsorim, cesaron: dejaron de llegar. Al principio Clay lo tomó como una simple casualidad (después de todo, cuando hablaron ya iban varios meses sin que recibiéramos ninguno), aunque después le pareció sospechoso y después ofensivo y por último lo llevó a fantasear o maquinar un viaje a Valparaíso (lo habían invitado a Santiago a dar una conferencia el año siguiente). A mí me parecía una buena idea, sobre todo ahora que él pasaba muchas horas solo en casa, por las tardes, cuando yo iba a la escuela a hablar español con los niños, que no me entendían ni una sílaba, y a mostrarles fotografías de lugares de América Latina y enseñarles boleros y canciones de la nueva ola. En la primera semana les pedí que trajeran álbumes familiares, para que aprendieran a decir cosas como «papá», «mamá», «abuela», «destino», «fatalidad», etc. Uno de ellos, en vez de traer fotografías de sus parientes, trajo un álbum de fotos de objetos cercenados y casas tapiadas y otro en el que solo aparecían estampas de cámaras antiguas y tijeras oxidadas forradas en plástico. Le pregunté si no tenía fotografías familiares y me dijo que no, que él y sus padres no se tomaban fotos nunca, por cautela. Me lo dijo en un castellano correcto de acento levemente andino y en verdad usó la palabra «cautela». Era alto, para un chico de no más de once años, ensimismado, muy pálido, de manos largas. Le pregunté quiénes eran sus padres. Me dijo que su madre se llamaba Hilda, que era boliviana y trabajaba en el college, y que su padre era un coronel del Ejército llamado George Bennett.

      –Igual que yo –dijo.

      Nunca descubrí por qué, desde esa primera vez, y durante los siguientes diez años, cada vez que vi a George mi primer impulso fue echarme a llorar. Quizás era algo que había adentro de mí y que su presencia (algo en su cara de víctima involuntaria o de víctima que no sabe que lo es; más bien eso: su cara de víctima ignorante) liberaba o multiplicaba o echaba a andar. Porque yo entonces no sabía que George era el niño más triste que iba a conocer en mi vida, aunque a veces tratara de ocultarlo. Esa tarde, por ejemplo, cuando terminó la clase y él salió por una puerta trasera y cruzó el campo de fútbol, el campo de fútbol me pareció el lugar más desolado de la tierra.

      En ese estado de ánimo, una noche encontré a Clay mirando un álbum familiar, cosa que nunca hacía, revisando los retratos de sus hijos y su primera esposa, con un aspecto de miseria infinita. Me mostró una foto en la que aparecían los cinco sentados en torno a una mesa junto a un río, y al lado tres personas más, un hombre mayor que él y dos muchachos de menos de veinte años. Eran Larry, Lucy y John Atanasio. La primera esposa de Clay tenía una mirada como de animal encerrado, que no parecía dirigida a nada ni a nadie. Lucy llevaba trenzas y fierros en la boca y John señalaba con un dedo una botella de cerveza y sonreía de oreja a oreja. Los niños, Marcia y Molly y el pequeño Attie, estaban sentados encima de la mesa, en orden de tamaño. Los tres se parecían a su madre: pálidos, de pelo rojizo y ojos negros, con una doble línea de ojeras minúsculas bajo el párpado inferior. Me fijé en John Atanasio. Hasta entonces, solo había visto su retrato policial, que los periódicos publicaron después de la balacera y que, ahora que el juicio había comenzado, proliferaban en las primeras planas, y su perfil en los noticieros de la televisión, con el pelo rapado y una hilera de tatuajes que le cortaba la cabeza en dos desde la frente hasta la nuca. En la fotografía parecía un chico como cualquiera.

      Clay me miró en silencio, pero con una cara que decía:

      –¿Cómo es posible, cómo es posible?

      Una cara que después preguntaba «¿Por qué?» y cuyos ojos miraban en todas direcciones buscando una respuesta pero solo encontraba techos y paredes y pájaros disecados y un armario lleno de rifles.

      –Esto fue en 1964 –dijo Clay.

      Pero yo entendí:

      –En esta foto hay ocho personas. Una soy yo y las otras siete están muertas o desaparecidas o en la cárcel o en el manicomio.

      La pena de Clay me hizo sentir fuera de lugar, y eso, a su vez, me generó una especie de desprecio hacia mí misma. Como no me vino ninguna palabra a los labios, traté de poner una cara que dijera:

      –Yo estoy aquí contigo, no estás solo. Sé qué tú preferirías que nada hubiera pasado. Yo también. Pero sí pasó. Ahora tenemos que seguir adelante.

      Clay escondió la cabeza en mi pecho.

      –Lo sé –dijo muy bajito, como si hubiera leído mis pensamientos (o más bien mi cara).

      Eso me hizo dudar de que solo lo hubiera pensado: tal vez, en efecto, lo había dicho.

      –No es justo que nadie visite a Larry en el manicomio –dijo–. Iré a verlo esta semana.

      Me miró a los ojos y siguió hablando en murmullos hasta quedarse dormido. A veces Clay me miraba como a una hija y otras veces como a una madre.

      Yo solamente soñaba los jueves y durante nueve semanas seguidas todos mis sueños fueron sobre las novelas incesantes, cada jueves una novela distinta.

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