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de anaqueles abarrotados y telarañas, sobre su cabeza una repisa con un retrato, los ojos de una melancólica mujer bosnia mirándolo ¿desde el retrato?, ¿desde el otro lado del corredor?, se preguntó Clay.

      –¿Son novelas fascistas? ¿Antifascistas? –dijo Miroslav Valsorim.

      –No me queda claro –dijo Clay.

      –¿No le queda clara la diferencia entre fascismo y antifascismo? –dijo el otro, desde lo hondo de su caverna de libros y mariposas nocturnas–. Vamos mal, vamos mal –dijo–. ¿Debo asumir que es fascista? –preguntó.

      –Nada de eso tiene que ver con nada –dijo Clay.

      –Todo tiene que ver con todo –dijo Miroslav Valsorim.

      Clay nunca se irritaba, solo abría paréntesis mentales. En este punto hizo otro para preguntarse si la mujer bosnia sería la esposa o tal vez la hermana del dueño de Armas Antárticas, y de inmediato decidió que tenía que ser la esposa.

      Entonces fue cuando yo entré a la sala desde el jardín.

      –Por ejemplo en Jajce –dijo Miroslav Valsorim, e hizo otra pausa.

      Clay lo vio, lo creyó ver: solo, sentado en un banco en la trastienda de su librería, visitado por los fantasmas de sus antepasados, partisanos socialistas con puñales en la pechera, y atrás la guerra yugoslava, una guerra pequeña metida adentro de la Segunda Guerra Mundial.

      –Por ejemplo en Jajce –repitió Miroslav Valsorim–. En Jajce, la ciudad donde nací, todo el mundo tenía clara la diferencia entre un fascista y un antifascista. Y además todo el mundo era una cosa o era la otra. Por eso nos matábamos unos a otros, nos matábamos de una manera fidedigna.

      Clay no entendió, pero vio las casas humeantes y los árboles en llamas.

      –Para matarnos bien, teníamos que saber por qué matábamos, a quién matábamos –dijo Miroslav Valsorim–. Estoy usando la primera persona del plural –dijo–, pero la verdad es que yo no maté a nadie.

      Clay me miró y se tomó la sien como si le doliera la cabeza.

      –Pero los demás sí –dijo Miroslav Valsorim–. Mataban fascistas o mataban antifascistas, es decir, mataban por razones intelectuales. También es verdad que los serbios mataban bosnios o croatas o armenios y los croatas mataban bosnios o serbios o armenios, pero esas asimismo eran diferencias, bien mirado, intelectuales. Y los Chetniks eran fascistas y los apoyaban los nazis y los partisanos eran socialistas y los apoyaban los soviéticos, todo lo cual también denota una diferencia intelectual, pero además objetable, porque los estalinistas no eran menos fascistas que los nazis. Eso es lo que yo veía cada vez que pasaban por Jajce o por las afueras de Jajce, por los llanos y las montañas y los pueblitos de Bosanska Krajina. Al día siguiente la gente veía los cadáveres y se preguntaba: «¿Fueron los Chetniks o fueron los partisanos? ¿Fueron los nazis o fueron los rusos?». Porque todos parecían lo mismo, dado que hacían lo mismo. Al menos yo no encontraba la diferencia, por eso yo no mataba a nadie y quizás por eso nadie me mató. Me salvé por ignorante.

      Clay guardó silencio: recordó los arbolitos de la calle Bolívar en Valparaíso. Poco a poco, los desvaríos del hombre lo habían entristecido.

      –Veo que no tiene nada que decir –lo increpó Miroslav Valsorim–. Vamos mal, vamos mal –dijo–. Yo me salvé por ignorante, pero no se puede vivir siempre en la ignorancia, hay que aprender a distinguir entre un fascista y un antifascista. Aquí en Chile creen que lo tienen claro. Pero no es cierto. Por eso yo trato de explicarles. Ahora que ya sé la diferencia, después de tantos años meditando sobre el tema, ahora que la vida me ha forzado a leer. Porque yo no hago otra cosa que leer, llevo cuarenta años pensando y veintidós años leyendo sobre este asunto. Solo veintidós porque, antes de llegar a Chile, yo no leía, era un chico más, ni siquiera terminé el colegio. Cuando la guerra comenzó yo tenía once años. Y mi conclusión, ahora, cuando recuerdo las cosas que vi en Jajce y en Bosanska Krajina, durante la guerra, y las veo a través del prisma de mis libros, o las veo a la distancia a través del prismático de mis libros, es que la diferencia entre un fascista y un antifascista es que los fascistas te matan en un campo de concentración y los antifascistas te matan en el camino a un campo de concentración. Y eso les digo a los chilenos: cuando los nazis toman el poder, uno tiene que elegir si quiere morir adentro del campo de concentración, como una rata, o afuera, como una cucaracha. Porque cuando los nazis llegan el mundo se parte en dos y los dos lados son iguales y solo se sobrevive si uno es idiota o si uno se hace el idiota.

      A Clay le pareció que, en medio de la rabia aparente de sus palabras, el viejo estaba sollozando, aunque tratara de esconder su llanto con unos ruidos y unas toses que parecían ¿mugidos?, ¿bufidos? Le pidió que se calmara.

      –Estoy calmado –dijo Miroslav Valsorim–. Parezco un monje budista. Parezco un poeta japonés. Ahorita mismo me pongo a escribir haikús –dijo–. La montaña el deshielo se abre la flor. Llueve mariposa alitas pa qué te quiero. Si una noche de invierno un viajero.

      Clay lo interrumpió para decirle que él había estado en Bosanska Krajina. Miroslav Valsorim se quedó callado. Clay lo escuchó respirar de cerca y toser de lejos y hacer una pausa y respirar hondo y acercar otra vez el auricular y decir, con voz de presentador de radio:

      –Ingresamos así a la parte central de nuestro relato.

      Después lo oyó preguntar, con voz humana:

      –¿Cuándo estuvo ahí?

      –En 1944 –dijo Clay–. Fueron solo unas semanas.

      Miroslav Valsorim hizo un silencio largo, entrecortado por rasguños y por el ir y venir de caballos sangrantes y mujeres y niños guarecidos tras escombros, eso le pareció a Clay.

      –Pero los americanos no entraron en Yugoslavia –dijo por fin el bosnio.

      –Lo sé, lo sé –dijo Clay.

      –Pero usted sí –escuchó.

      –Sí, yo sí –dijo Clay–. Yo estuve en toda Yugoslavia: en Bosnia, en Montenegro, en Serbia. Y en Serbia llegué a Belgrado.

      Pensó que el viejo se ponía de pie y caminaba de un lado al otro de la librería, hasta que el cable telefónico se tensaba demasiado y lo obligaba a regresar. «Ven acá, ven acá, sigue hablando», decía el cable telefónico.

      Miroslav Valsorim tosió nuevamente.

      –Y en Bosnia, en Bosanska Krajina –dijo–, ¿qué vio? ¿Vio los montes, las vacas, las luciérnagas que evolucionan de árbol en árbol y se borran bajo la luna? ¿Vio las matas de arbustos nocturnos de cuyas ramas cuelgan murciélagos y las cuevas de mandarinas y los sábados? ¿Vio los pueblos que parecen fortalezas y las murallas de piedra que entran en el monte, las lagunas de Vrbasu, los caminos floridos en Kozari?

      –Vi muchas cosas –dijo Clay.

      –¿Vio los astros, la pirotecnia, el acertijo de las estrellas en la aurora, los pechos de las mujeres cuando llega el verano, los candelabros? ¿Vio las balaustradas y las torres y las cúpulas bizantinas y las neobizantinas y las ciudades que se levantan sobre ciudades y se agachan sobre ciudades y los puentes frágilmente construidos que los caminantes de Europa cruzan para mirar el resto del planeta? ¿Vio el aleteo de los arcángeles en la Iglesia de San Josipa, en Sarajevo? ¿Vio Jajce?

      –Vi muchas cosas pero las he olvidado casi todas –dijo Clay.

      –No le gusta hablar del pasado –dijo Miroslav Valsorim–. A mí me gusta más hablar del futuro –añadió–, pero lo que yo llamo futuro es lo mismo que otros llaman pasado. Algunas veces prefiero no decir nada.

      Clay lo imaginó cruzando la calle Simón Bolívar, saludando a una señora en un quiosco, comprando el diario, buscando noticias de Yugoslavia.

      –¿Pero sí vio Jajce, no? –escuchó.

      Clay dijo que sí.

      –Yo viví en Jajce hasta 1964 –dijo Miroslav

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