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el que está raptado

      es su propio centro.

      Y grita y gime,

      y se golpea contra los muros

      de sí mismo,

      de su misma conciencia capturada

      por las garras horripilantes

      de la maldad

      escondida del modo más perfecto

      en el mismísimo signo del bien,

      al centro de la Casa de la Luz.

      Debo confesar que cuando pienso en las imágenes de la Iglesia como la posada de sanación, como una casa donde se encuentra la Vida, como un hospital de campaña, se me remueve todo por dentro. Aquí, en esta posada, en este hospital, el personal y los enfermos están expuestos a un virus intrahospitalario que reparte muerte. Hay mucha gente que llegó sana y que dentro se enferma o muere. Tengo la convicción de que no nos hemos empeñado con todo lo mejor de nosotros para encontrar la vacuna.

      Dando un paso más, vale también la pena mencionar algo sobre la experiencia de quienes han logrado escapar del abuso. Si son afortunados(as), encontrarán personas maravillosas que las contendrán y abrirán posibilidades de reparación. Pero será también inevitable tener que enfrentarse a mucho descrédito, denostación, incredulidad, juicios y sospechas generalizadas de ser un posible replicante del abuso. Esto es un hecho de la causa y provoca un inmenso y nuevo dolor. Creo que se debe, en parte, a la falta de comprensión del fenómeno. Pero pienso, también, que ha habido una gran falta de voluntad, diligencia y sentido de urgencia en tratar de comprender.

      Aunque cuesta entenderlo, hay también víctimas colaterales de esta inmensa y gravísima crisis que afecta no solo a la Iglesia chilena, sino a la Iglesia universal. Para quienes son miembros de la institución pero miran el abuso desde afuera, hay tres posibilidades: negar, empatizar o escandalizarse y salir. Desgraciadamente, para todos estos observadores externos de la tragedia del abuso, la opción de empatizar es la más escasa y la menos común. Aunque duela decirlo, a quienes más les cuesta esta empatía es a una buena parte de la jerarquía. Pero también es esperanzador que hay algunos brotes verdes. La opción negacionista es dañina porque no asume una realidad que debe ser tocada por la salvación que trae Cristo. Suele ser muy dura en los juicios hacia los sobrevivientes y ello no hace más que dañar al mismo que niega el hecho. Por último, hay un gran número de escandalizados que han optado por una religión personal, no eclesial o simplemente han perdido la fe. Habrá que tener mucho cuidado a la hora de emitir una opinión sobre estas personas porque también ellas son un tipo de víctima de los abusos ocurridos en la Iglesia.

      Como fruto de este gravísimo escándalo de abuso, negligencia y encubrimiento, muchos se ven privados de caminos de revelación y gracia para vincularse con Aquel que llena de sentido la vida y que sacia todos los anhelos más hondos del corazón humano. Velar, esconder y deformar el rostro amoroso de Dios revelado en Cristo que, amándonos hasta el extremo, dio su vida por nosotros, tiene graves consecuencias para la felicidad y la plenitud que Dios desea para el ser humano y para la cual estamos hechos. Si de verdad creemos que Cristo es la Vida, estamos privando a tantos del núcleo esencial de la vida. Eso produce víctimas. De otro tipo. Pero son víctimas indirectas del abuso eclesiástico.

      BAJO LA PUNTA DEL ICEBERG

      Hasta el momento, toda la crisis de los abusos, tanto en nuestro país como en el mundo, se ha focalizado en los abusos sexuales. Son los más visibles, los más escandalosos. Por lo mismo, son los que han concentrado toda la atención en los ámbitos de legislación, sanciones, prevención, intervenciones, cumbres, comisiones y prensa. Sin embargo, toda persona que ha experimentado el abuso o quienes han entrado profundamente en el tema saben que, de quienes han sido abusados sexualmente en la Iglesia, prácticamente el 100 % ha experimentado, primero, por parte de su abusador, el abuso de conciencia. Y para quienes hemos experimentado solo abuso de conciencia, sabemos que el porcentaje de abusados sexualmente son una fracción mínima de los abusos de conciencia y del control absoluto de nuestras vidas usando el nombre de Dios. Esto, en efecto, nos hace comprender que el problema es por lejos mucho más grande de lo que se ve. Y que todas las medidas y reflexiones en torno al tema no están apuntando al origen del problema. Mientras, hay una masa inmensa de personas que hoy están siendo abusadas y otras comenzarán a serlo año tras año en nuestra Iglesia.

      En mi opinión, la base de toda esta crisis es una distorsión estructural del uso y del ejercicio del poder en la Iglesia católica que se ha alejado del modo de Jesucristo. Ello, acompañado de gravísimas falencias en la formación humana y afectiva. Pero, para que estas falencias tengan consecuencias abusivas en su ámbito propio, se requiere primero de un uso distorsionado de la autoridad que está profundamente arraigado en la Iglesia desde tiempos muy cercanos a sus orígenes. Es un virus que contrajo en sus inicios y del cual no ha podido librarse.

      Si aceptamos que la crisis de fondo es el mal uso y ejercicio del poder, entramos en la profundidad de la crisis. Nos damos cuenta de que no es un tema solo de clericalismo. Tampoco es un tema esencialmente de machismo. Estos y otros problemas, que sin duda están presentes en la Iglesia, son solo parcelas. El abuso de poder, autoridad y conciencia puede ser ejercido por cardenales, obispos, sacerdotes, diáconos, superiores de comunidades religiosas femeninas y masculinas, laicos y laicas consagrados, catequistas e incluso agentes pastorales. En cada lugar de la Iglesia donde se ejerce la autoridad de un modo ya instalado y aprendido por demasiadas generaciones, hay un espacio estructural propicio para el abuso. Y el hecho de que esa autoridad tenga un carácter religioso hace que el abuso sea más fácil y peligroso.

      Como sobreviviente de abuso de conciencia y como sacerdote, me duele y me hiere profundamente que este gravísimo problema —que es como la gran masa de hielo debajo de lo que se ve de un iceberg en la superficie— no se asuma con claridad y no se enfrente con urgencia. Las consecuencias existenciales para tantas personas que han confiado en la Iglesia para desarrollar su vocación son profundísimas. Pero aún no reaccionamos.

      REALIDADES OCULTAS

      Teniendo en cuenta esta masa debajo del iceberg que es el abuso de autoridad y de conciencia, hay dos realidades que merecen particular atención. Creo que su invisibilidad se justifica por la acentuación de dos categorías en las que se ha centrado mucha de la reflexión y medidas adoptadas. Estas son el clericalismo y el abuso sexual a menores de edad. Como he dicho, estas son dos realidades existentes y gravísimas, pero no son la base de todo. Y por ello —desde mi punto de vista— deja puntos ciegos extraordinariamente graves.

      En primer lugar, cuando centramos la reflexión y las medidas en el clericalismo, dejamos fuera —al menos en cuanto a prioridades— a todo el vasto mundo de la vida religiosa. Y, dentro de ella,

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