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inmensos. Cristo era la respuesta. En adelante, todo era confiar en una persona que representaba a Jesucristo, que era “su voz en la Tierra”. O bien, confiar en un espacio eclesial (parroquia, movimiento, congregación, prelatura, etc.) que aseguraba ser el mejor camino, el más auténtico, el más radical dentro de la gama de espiritualidades católicas (el discurso de elite espiritual está en todos los espacios abusivos).

      La confianza se volvió exigencia, la exigencia llevó a demandar obediencia a “la voluntad de Dios” y total sumisión en el espíritu de la “humildad propia de los santos”. Esto llevó a progresivas transgresiones que se fueron agudizando y que normalizamos. Y, en un proceso lento, pero certero y perverso, se nos esclavizó, se nos abusó, se nos utilizó y se nos destruyó. ¡Tantas vidas humanas destruidas! ¡Miles! Quizás millones a lo largo de la historia. ¿Y cuál fue el arma de destrucción? La usurpación del nombre de Dios. Usaron el nombre de Dios en vano.

      En el seno de la mismísima Iglesia, entre sus ministros y consagrados —hombres y mujeres— mal usando las promesas de Vida de Jesús, la confianza que Él inspira, el amor por el ser humano que Él profesa, se creó un espacio siniestro y seguro para abusadores, para depredadores de vidas inocentes en búsqueda. ¡Es tan profundamente impactante, doloroso e indignante que tantos padres y madres, niños, adolescentes y jóvenes, llegaran a estos espacios eclesiales buscando la vida que la Iglesia —por vocación esencial— está llamada a dar… ¡y lo que encontraron fue muerte! ¡Cayeron en una trampa mortal! Impacta, duele e indigna saber que por la falta de toma de conciencia y sentido de urgencia de quienes deben tomar medidas radicales, en los próximos meses y, probablemente en muchos años por venir, tanta gente seguirá cayendo en la misma trampa.

      Una gran multitud de seres humanos por quienes Cristo dio la vida, llegaron a la Iglesia buscando vida y encontraron muerte. Y estoy seguro de que por razones que percibo y explicaré más adelante, en el estado actual de las cosas, esto seguirá ocurriendo por mucho tiempo.

      ¿Cómo no somos capaces de ver en todo esto una traición a la esencia de lo que Cristo nos ha pedido como Iglesia? ¿Cómo no afectarnos, indignarnos y reaccionar de un modo mucho más hondo y proactivo ante esta auténtica crisis humanitaria que nosotros mismos hemos provocado usando el nombre de Dios que es amor? ¡¿Cómo no ver que hemos traicionado a Jesucristo de la manera más dolorosa?!

      Vale la pena repasar el episodio de la purificación del templo para intuir cuánto duele al Señor todo este drama (Jn 2, 13-22). Es una de las escenas del Evangelio dónde se muestra más nítidamente la ira de Jesucristo y, en ella, ha quedado plasmado que por hacer de su casa una “casa de comercio” (una “cueva de bandidos” en los sinópticos), Él hace un látigo, expulsa a los comerciantes, da vuelta las mesas y desparrama el dinero de los cambistas. Lo que está detrás de esta indignación es el uso y abuso del nombre de Dios, de los ritos asociados a lo religioso y el uso del espacio sagrado para provecho personal. Esto indigna a Jesús. ¿Podríamos llegar a intuir el dolor, la rabia y la indignación de Jesucristo cuando Su casa, la Iglesia —a la que también en figuras bíblicas llama su esposa y su cuerpo— se ha convertido, en tan abundantes lugares y ocasiones, en un espacio ¿de uso y abuso de seres humanos? ¿en una cárcel siniestra donde se destruyen las vidas y los corazones de los suyos?…

      Se acercarán a Él, abatidos,

      estos guardianes del Amor,

      gritando también de angustia

      por el inefable dolor que ignoraron,

      por el inefable dolor

      de aquellos que se les confiaron

      y que tuvieron que gritar dos veces:

      una por el engaño del carcelero,

      remedo de Dios,

      y otra por la indiferencia de ellos…

      los guardianes del Amor.

      Las durísimas experiencias de quienes buscamos apoyo en la institución eclesial nos llevan a la imagen usada por Jesucristo en la figura del Buen Pastor. La comunidad comprendida como el redil seguro ha sido para tantos el espacio donde sus vidas fueron raptadas y devoradas por el ladrón. La mismísima Iglesia de Jesucristo, su redil amado, se ha transformado en tantas ocasiones en un refugio, no para la vida de las ovejas, sino en un lugar propicio y seguro para el ladrón que “solo viene a robar, matar y destruir”.

      “Y era de noche…” (Jn 13,30). Son las palabras con que Juan describe sobre todo la condición existencial del mundo cuando comienza a consumarse la traición de Judas que terminará con la muerte de Jesucristo. Hoy es de noche. Y seguimos consumando la muerte de Cristo. Con cuánta claridad el Señor se identifica con los pequeños, con los frágiles, los débiles y los vulnerables; con los pobres, sufrientes y angustiados. La escena del juicio final de Mateo 25 nos retrotrae a las palabras de la profecía de Isaías cumplida en la lectura de Jesús en la sinagoga. Pero da un paso más. Jesús no solo viene a confortar, liberar e iluminar a los afligidos. Ahora, se identifica con ellos. Él es el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el enfermo y el encarcelado. Él es el niño y el adolescente abusado. Él es el joven que en su búsqueda apasionada se hace vulnerable porque —confiado en un espacio sagrado— baja todas sus defensas y termina con su conciencia esclavizada y/o con su inocencia aniquilada. Él es el niño, el adolescente o el joven que, una vez que pudo tomar conciencia de su abuso y de la aniquilación sufrida, está hambriento y sediento de justicia. Se siente un forastero exiliado de la vida misma, ha sido bestialmente desnudado de su dignidad, está enfermo, quizás para el resto de su vida, y está preso de su angustia y de su depresión. Él es quien saca fuerzas de su flaqueza y golpea la puerta de la madre Iglesia para denunciar. Pero la respuesta ha sido por años indiferencia, incredulidad, denostación, postergación, defensas corporativas, resguardo del nombre de la institución, etc. “Les aseguro que cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, conmigo dejaron de hacerlo” (Mt 25,45).

      Es de noche porque en lugar de la vida que la Iglesia está llamada a dar por vocación esencial, demasiadas veces, en demasiados espacios hemos esparcido muerte. Es de noche, porque aún ahora, después de todo lo que ha ocurrido, no sabemos acoger al que está sumergido en esta periferia existencial, que es Cristo mismo.

      Es de noche, porque seguimos siendo parte del proceso de matar a Jesucristo en el abuso y la revictimización. Porque como Iglesia hemos traicionado la causa sagrada de Cristo y a Él mismo en los que han vivido este infierno.

      ¿Hemos dado pasos? Sí. Pero pasos muy lentos, inseguros, casi tímidos. Pasos tan privados de indignación, tan ausentes de sentido de urgencia que no se condicen con la muerte que estamos provocando en el lugar que está llamado a ser la casa de la vida. Como hijo de la Iglesia, como sacerdote y como miembro de esta institucionalidad, este hecho me causa particular dolor, interpelación y también un profundo cuestionamiento.

      ¿NO TENGAN MIEDO?

      ¡Cómo gritaba la vida constreñida!

      ¡Cómo

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