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su obra más famosa, denominada El grito, el pintor Edvard Münch ha dejado plasmada en la tela —de manera brillante— la experiencia del grito profundo de la angustia ahogada, desesperada, aniquiladora que puede llegar a invadir la existencia personal. La pintura es desgarradora y crudamente gráfica. En ella, todo está deformado. Pero es una deformación que surge desde adentro hacia afuera. El “gritante” sufre en sí mismo una terrible desarticulación esencial y una estridente desarmonía que lo deforma, tanto física como espiritualmente. A partir de él, de su desintegración vital, lo que lo circunda también se deforma, se desarticula y se torna un reflejo de su propia angustia. Los colores alterados de todo lo que lo rodea, sus formas desfiguradas, son expresión clara de su grito interior; el exterior también se vuelve angustioso, amenazante, estrecho y ácido. Y las manos en sus orejas reflejan la ambigüedad de no saber bien si se está protegiendo de su grito interior o del entorno que su misma angustia interior ha deformado…

      Con la carnada más perfecta

      y el macabro anzuelo

      deglutido hasta el fondo…

      emergió el grito,

      desde lo más profundo

      del estrangulamiento vital,

      en una atmósfera sin oxígeno,

      por un sinuoso sendero

      de destinos prometidos

      —santidad y verdadera libertad

      se les llamaba—

      que jamás llegaban

      Este es el grito de la víctima y de la revictimización eclesiástica. Otros artículos de este libro explorarán distintas aristas del tema: posibles causas, alcances, consecuencias, ámbitos, etc. Estas líneas solo quieren esbozar, con todos los límites del lenguaje, el grito ahogado de las víctimas de abuso eclesiástico. Y en mi caso que escribo el grito impotente, doloroso e hiriente, de ver a la Iglesia a la cual pertenezco no terminar de comprender la tragedia humana que esto significa y la falta de respeto a las víctimas.

      UNA ESTAFA QUE ROBA LA VIDA

      Para todos es familiar la figura de la estafa. Nos molesta conocer tantas historias de personas engañadas, que pierden todo por confiar en alguien que ofrece algo en términos que parecen reportar un beneficio dentro de los acuerdos del quehacer humano. Hemos sido testigos de desfalcos piramidales, empresas de papel, etc. Mediante ello se puede llegar a robar todo el capital económico de una persona, dejándola en la calle con gravísimas consecuencias para su vida. Pero lo que esos grandes fraudes nutridos de engaño no pueden hacer, es esclavizar y devorar la vida y la dignidad del afectado. En la estafa económica el perjudicado podrá enfurecerse con su estafador, indignarse, insultarlo, iniciar de inmediato, si es posible, acciones legales.

      El tipo de fraude que significa el abuso de poder y de conciencia y, por cierto, el abuso sexual, es radicalmente más hondo. La oferta que se acepta por parte del abusado es aquella que ofrece llenar de sentido la vida, abrirla a la trascendencia, desplegar lo mejor de lo humano en un ambiente de sólida confianza. Una vez que el abusador —usando la oferta divina y aprovechándose de la confianza que le confiere el espacio donde se mueve— consuma la estafa, lo que roba no es algo. Lo que roba, aquello de lo que se apropia, es la esencia de la persona: su ser, su libertad, su dignidad, su humanidad y su alegría.

      El clásico cuento de los hermanos Grimm Hansel y Gretel, cuenta la historia de dos niños que fueron expulsados de su hogar. Un antiguo cuento infantil nos lleva a comprender con imágenes muy vivas un modus operandi propio del abusador eclesiástico que engaña y roba la vida.

      En el cuento, los niños extraviados en el bosque encuentran una casa de dulce y chocolate que para ellos significaba la salvación de su desamparo y un verdadero paraíso. Atraídos por la promesa de lo que se les presentaba deciden acercarse y entrar. La bruja les tiende una trampa y los encierra, a la niña la esclaviza y al niño lo pone en engorda para comérselo. La bruja miente, engaña y quiere devorar. Para ello usa la carnada del dulce y el chocolate.

      La primacía del cuidado de la institución por encima de la persona, ha permitido que muchos espacios eclesiales se transformen en una gran trampa que atrae por la belleza de las promesas de Jesucristo, pero que, una vez dentro, nos deja en las manos de quienes nos encierran. Y una vez encerrados, buscan esclavizarnos, utilizarnos y devorarnos…

      Esa mente

      era un grotesco remedo de Dios.

      Un remedo

      que tomó control y señorío

      sobre ese vulnerable corazón.

      Un remedo escondido

      y agazapado como una fiera

      detrás de los más grandes anhelos

      del ser humano,

      en el mismo corazón de la Casa

      de la Luz.

      TRAICIÓN ESENCIAL

      En su Evangelio, Lucas nos narra el maravilloso episodio del comienzo del ministerio de Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).

      Estas impactantes palabras pronunciadas por Jesucristo en su lectura del profeta Isaías en la sinagoga, se las aplica a sí mismo y, con ello, define la esencia de su misión. Y no solo de su misión, sino también de aquello que apasiona su corazón: la redención del ser humano. Después de enrollar el volumen y sentarse, continúa: “Hoy se ha cumplido esta escritura que acaban de oír” (Lc 4, 21). La profecía se cumple ese día. Pero en el proyecto de Cristo, es también la profecía que anuncia lo que deberá ser la misión y la pasión de la Iglesia. Para cada ser humano que se encuentra con la Iglesia, debiera resonar ese mismo “hoy” cargado de salvación.

      Estas primeras palabras definitorias de la misión del Mesías —y de la Iglesia— se profundizan y se intensifican a lo largo de su ministerio: “Vengan a mí los que están cansados y agobiados y yo les daré descanso” (Mt 11,28); “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor, el buen pastor da la vida por sus ovejas” (Jn 10, 10-11); “Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6); “Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea completa” (Jn 15, 11).

      El corazón del ser humano, sediento de plenitud sin límites, se transforma en un buscador apasionado, particularmente en su adolescencia y juventud. ¿Dónde saciarse? ¿Dónde encontrar respuesta a esos anhelos tan altos, tan inabarcables? Todas las víctimas de abuso eclesiástico hemos caído en manos de abusadores que, para devorar vidas, se esconden detrás de estas promesas.

      Algunos —los niños y niñas— han caído en manos de sus abusadores porque sus padres confiaron en quienes eran dignos de toda confianza, buscando lo mejor, lo óptimo para sus hijos. Los adolescentes y jóvenes caímos en manos de nuestros abusadores porque escuchamos las promesas de plenitud de Jesús: a través de un sacerdote

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