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la angustia de complacer

      la caprichosa y exigente “voluntad de Dios”,

      administrada en dictadura

      por el monstruoso remedo.

      Cuando los discípulos se encuentran con Jesús mientras camina sobre las aguas, les dice: “¡Tranquilos! Soy yo. No tengan miedo” (Mt 14, 27). Cuando se aparece resucitado a las santas mujeres les dice: “No tengan miedo. Vayan y avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 10).

      Estas invitaciones explícitas de Jesucristo sobre no tener miedo y no tenerle miedo, se expresan también de otro modo en muchas otras ocasiones en los Evangelios. Una de las grandes novedades de la revelación neotestamentaria es que Dios no infunde miedo. Al contrario: infunde confianza, conforta y pacifica. La Iglesia como sacramento de Cristo está llamada a lo mismo.

      Quizás con un realismo que a muchos pueda molestar, debemos reconocer que la crisis en la que nos encontramos ha hecho que, si bien a Cristo no se le tema, a la Iglesia y a sus espacios pastorales, educacionales y de caridad infantil o juvenil sí se les teme, y con razón. Los abultados números de víctimas de abuso sexual en el mundo, las aún ni siquiera asumidas, pero exponencialmente mayores cifras de víctimas de abuso de conciencia, la abundancia de abusadores y espacios abusivos han hecho que los contextos eclesiales se perciban como de alto riesgo, peligrosos.

      Frente a este hecho se plantean dos ideas defensivas sobre las que creo necesario decir una palabra. Se suele decir que es natural que en una comunidad de personas tan grande como es la Iglesia, existan algunos que se desvíen, que se perviertan y que cometan delitos. Y ese argumento es muy razonable. Lo que no es razonable, es que la cantidad de delitos —aunque porcentualmente baja respecto de otros grupos humanos— sea muy alto para una comunidad que está llamada a iluminar el mundo con su enseñanza y su testimonio. No es razonable tampoco que personas seleccionadas, que han tenido años de formación, se perviertan a esos niveles. Y, sobre todo, no es razonable que por tantos años —y siendo aún un tema en desarrollo— la institucionalidad eclesiástica no haya enfrentado los abusos con transparencia, determinación y extrema urgencia.

      También se escucha, en defensa de la Iglesia, que si bien hay abusos y se reconocen como un drama, es mayor el bien que se hace; que las personas buenas son muchas más que las malas y que la mayoría se da por los demás en una vida de entrega y abnegación por amor a Dios y al prójimo. Cuantitativamente sin duda es así. Pero nos equivocamos gravemente si nos enfrentamos a la tragedia del abuso sacando promedios. Hemos visto que muchos abusadores aparecían sirviendo a Dios y ayudando al prójimo en algunas horas del día y, a otras, aniquilaban existencias. En el cuerpo de la Iglesia, llamada a dignificar y plenificar al ser humano, los promedios no son argumentos de salud.

      Dicho esto, debemos reconocer que, a pesar de que los porcentajes de abusos en la Iglesia son menos que en otras categorías o agrupaciones humanas y a pesar de que en muchos ámbitos hay mucha gente que hace mucho bien, la Iglesia es percibida por una gran cantidad de gente como un espacio peligroso. Y en muchos sentidos lo es. Frente al abuso sexual las precauciones van en aumento, aunque sigue faltando mucho. Pero en lo referente al abuso de autoridad y conciencia, no se ha avanzado nada, sigue siendo un lugar muy peligroso.

      Muchas víctimas de abuso sexual y también de conciencia

      —fruto de la propia experiencia— ya lo dicen de modo más o menos explícito: “¡Tengan miedo, mucho miedo! En espacios eclesiásticos encontrarán estafa, mentira, traición de sus deseos y muerte; su vida será mutilada. Aléjense porque aquí encontrarán destrucción, vulneración, encierro, angustia, depresión, culpa y desafección de los responsables”. ¡La comunidad instituida por Jesucristo para permanecer presente en la historia es considerada como un lugar peligroso! ¿No debiera esto destrozarnos el corazón? Como sacerdote, es causa de profundo dolor tomar conciencia de que, para una gran cantidad de víctimas, esa es la sensación. Previenen con fuerza porque desean evitar a toda costa que a otros les pase lo mismo.

      EL CORAZÓN DE UN ABUSADO

      Cómo gritaba el corazón

      cada vez que, después

      de cada salida,

      controlada y permitida

      por el administrador de la “voluntad de Dios”,

      había que retornar.

      Salir… la intemperie… era hogar.

      El hogar era intemperie:

      gobernada por el miedo,

      intimidante y peligrosa.

      Asomarse a un corazón humano que ha experimentado abuso sexual o de conciencia eclesial es fundamental para tratar de comenzar a entender una experiencia que muchas veces molesta, estorba y es objeto de terribles e hirientes incomprensiones. Desde lo vivido, insistiré en remarcar la experiencia existencial del abusado esbozando algunas ideas…

      El abusador realiza un proceso de control mental en el que usa de modo brillante un mosaico de verdades parciales de la espiritualidad cristiana. Con ello, se hace el vocero de la voluntad de Dios y a partir de ahí toma posesión de la persona: de su voluntad, de su capacidad de discernir y decidir, distorsionando incluso la capacidad para distinguir el bien y el mal. Desde ahí, comienza a transgredir límites, uno tras otro, hasta llegar al abuso completo. Ello varía de acuerdo con las perversiones del abusador. Puede quedarse en el ámbito del dominio del otro —que es por lejos la inmensa mayoría— o pasar también al ámbito del dinero y/o al ámbito de la vulneración sexual. Este último es el que ha sido el objeto de todos los escándalos y en el que se han concentrado todas las medidas institucionales. Da escalofríos pensar que es un porcentaje mínimo del abuso que ocurre al interior de la Iglesia.

      Cuando uno es poseído y la propia libertad ha sido robada, la vida misma comienza, de algún modo, a observarse desde afuera. Uno ya no participa en la vida. Ella, es para aquellos que no están en el microcosmos en el que uno está encerrado. Se percibe desde muy lejos como gozosa y vibrante, pero eso no es para uno. Se renuncia a la alegría honda, a los anhelos personales más profundos. Se renuncia a la felicidad. Y simultáneamente, el lavado de cerebro ha sido tan hondo, que uno se considera un privilegiado, un elegido. Debo recordar una vez más, sin miedo a ser insistente, que para ello se usó perversamente el nombre de Dios.

      En la persona abusada se produce un rapto o robo de la propia esencia vital. Pero esto no desde un dueño con quien puedo enojarme en mi fuero interno o de quien puedo hablar y compartir mi enojo con otros raptados. Quien abusa se hace omnipresente en mi vida. Es una presencia continua, está encima en todo momento. Esto lo logra a través de esa lealtad incondicional exigida que hace que cualquier cosa que se haga o se diga que dañe o engañe al abusador, genera una culpa tan grande que se hace necesario decírselo. No hacerlo es traicionarlo. Y las consecuencias de contar algo que uno hizo que pueda molestar a ese dueño pueden ser tan terribles, que es mejor simplemente evitar cualquier acto que lo contraríe. Eso lleva a que todos los actos, en todos los momentos, tengan presente al abusador. Es un dueño a quien debo querer, a quien le debo lealtad e inmensa gratitud. Alguien a quien en lo muy profundo odio, pero me prohíbo odiarlo. Y la rabia que surge ante los actos del abusador nos va cargando de una insoportable culpa.

      El proceso psicológico de estrechamiento existencial deriva en un estado permanente de angustia y depresión, las que se instalan como fieles compañeras de la vida y su cotidianidad. Las consecuencias psicológicas y físicas de esta experiencia siniestra son enormes. Y su hondura y permanencia en el tiempo dependerán de la estructura de personalidad de cada abusado o abusada. No viene aquí al caso un análisis médico de todas las enfermedades psicosomáticas derivadas del abuso. Solo enumeraré algunas para que se le tome el peso: angustia y depresión crónica, trastornos del sueño, pesadillas recurrentes, crisis de pánico, destrucción total de la autoestima, incapacidad para generar relaciones estables de pareja, diversos tipos de fobias, pérdida temporal de la voz por disfunción tenso muscular laríngea, trastornos estomacales crónicos, soriasis crónica, espondilitis anquilosante crónica, cáncer, ideación suicida y, desgraciadamente en no pocos casos, intentos de suicidio y suicidios consumados. Esta es una

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