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visto. Si puede hacerte esa lista, es parte de un club muy exclusivo.

      Ver películas eróticas (películas en las que la trama avanza con escenas de sexo) es diferente de ver fotos sueltas, ilustraciones, fragmentos, clips. El medio, la experiencia de ver completa una película de ochenta minutos, es un ejercicio completamente diferente al vistazo momentáneo, al avance rápido.

      Para probarlo, empecé a organizar visionados cinematográficos en los salones de mis amigos. Regalaba mis screeners, mis copias de evaluación, y mostraba fragmentos con mis partes favoritas. Era como si estuviera regalando billetes gratis a la luna. La audiencia de mi barrio estaba fascinada: no tenía ninguna experiencia.

      Los salones se volvieron más grandes. Creé una charla educativa con clips prácticos llamada «How to Read a Dirty Movie» y otra que se llamaba «All Girl Action: The History of Lesbian Erotic Cinema». Empecé a estrenarlo en salas de cine independientes de los barrios de Castro y Roxie. Hice un circuito por los festivales de todo el mundo, incluyendo una atrevida misión: llevar mis películas al British Film Institute, a pesar de que en el Reino Unido estaba prohibidísimo pasarlas por aduanas.

      Destaca entre todos ellos el recuerdo de un acto en una universidad concreta. Fue en Virginia, en la población rural de Blacksburg. Un estudiante gay en el armario consiguió fondos del sindicato de estudiantes para un «Friday Night Fun!» de Virginia Tech, para que presentara uno de mis famosos espectáculos con clips. Esta escuela es muy famosa por su larga historia de devoción hacia los chicos blancos del sur y el servicio militar. A los alumnos no se les permite ver películas clasificadas «r» dentro del campus.

      No averigüé toda esta historia hasta unos minutos antes de subirme al estrado. Mi joven patrocinador me miró como si hubiera detonado una bomba: tenía la cara llena de sudor. Los clips de «My Dirty Movie» empezaron, y resulta que comienza con dos cadetes del ejército besándose en un campo de tiro. Pensé que se iba a hundir el techo. Los chicos de Blacksburg salieron corriendo, haciendo sonidos de vómito y gritando.

      Los estudiantes que se quedaron en sus asientos vieron todo el espectro de la emoción sexual y humana, mostrada por los mejores autores del porno. Recibieron más educación sexual en esos cien minutos de la que habían recibido en el resto de sus vidas.

      El atónito presidente de los Jóvenes Republicanos, co-patrocinador de «Friday Night Fun!», me llevó a cenar a una cafetería de comida rápida después del acto. Me dijo que encontraba curioso que las escenas de lesbianas haciendo el amor le hubieran agradado, mientras que las escenas de hombres gays le habían dado dolor de estómago. Yo estaba impresionada por el hecho de que hubiera tenido la calma suficiente para observar sus propias reacciones.

      —No estoy en desacuerdo con lo que haces —dijo—, pero creo que es injusto que recibas cheques del gobierno por tu homosexualidad.

      Me quedé mirándole con la boca llena de patatas fritas.

      —Oh, no es para tanto —le dije—. Como soy bisexual, solo me dan la mitad.

      El éxito de los espectáculos con clips, a pesar de Blacksburg, me llevó a introducirme más profundamente en el mundo universitario. Empecé a impartir una clase llamada «Las políticas de la representación sexual» en la Universidad de California en Santa Cruz. Fue una experiencia docente muy gratificante. Los estudiantes estaban dispuestos a ver materiales que se consideraban efímeros o tabú, y a descodificarlos.

      En los círculos cinematográficos, en las escuelas de la Ivy League, entre los artistas y los historiadores del arte, esta cosa llamada «porno» se convirtió en un interés sofisticado, con muchos periodistas e investigadores siguiendo las mismas pistas que me habían inspirado a mí hacía tanto tiempo. El público desarrolló una sensación de normalidad, es más, de humor sobre el porno, que estaba ausente cuando yo empecé a escribir mi columna «Erotic Screen».

      De forma parecida a lo que ocurre con la vida gay, el «debate del porno» parece existir en dos mundos paralelos voluntarios. Por un lado, está pasado, aburre. En el otro mundo, el Planeta Puritano, el clima legal y de política pública es fundamentalista. Los políticos y los líderes religiosos amenazan con el sexo como si fuera el hombre del saco, de manera cada vez más llamativa, y consiguen apoyos tanto de liberales como de conservadores.

      La edad dorada del siglo xxi es una época de moralismo, de «avergonzar a las golfas» para el público general, mientras que para la élite lo normal es la corrupción y el libertinaje a lo Calígula. ¡Mi estreno en la «era dorada» del porno parece ahora tan utópico! Los años setenta y ochenta fueron días de esplendor para el progreso de la mujer en el periodismo, para salir del armario, para acabar con barreras que hasta entonces habían sido infranqueables tanto en los medios de comunicación como en la industria de las películas sexuales. En 1986 el San Francisco Chronicle me llamó «la Pauline Kael del porno», pero pocos años más tarde acabaría habiendo docenas de peridistas y críticos cubriendo la industria del cine erótico y su oferta. ¡Fue nuestra «primavera del porno»! El establishment artístico y académico se encaró con el deseo erótico: lo que antes había sido efímero ahora suscitaba un fuerte interés investigador. Entre los entendidos, las películas porno se convirtieron en parte de la historia. En 2002, me incluyeron en el «Fourth State Hall of Fame» de la x-Rated Critics Organization.

      Tuve la suerte de entrar, como Alicia en el País de las Maravillas cuando se encuentra el pastel que indica «Cómeme». Estoy muy contenta de haberlo hecho. Pero, a diferencia de Alicia, nunca volví a ser pequeña.

      2. Famosa crítica de cine estadounidense.

      3. Verdades emocionales y presentaciones escalofriantes: el resurgimiento del feminismo antiporno

      clarissa smith es profesora adjunta de culturas sexuales en la Universidad de Sunderland, en el Reino Unido. Su investigación se ha centrado en los textos y contextos del contenido sexualmente explícito y las prácticas sexuales. Es co-fundadora de Onscenity Network y participa en varias iniciativas centradas en juventud y salud sexual. Sus áreas de investigación concretas incluyen el uso y comprensión de la pornografía por parte de la audiencia, la producción y consumo de pornografías «amateur» y tradicionales, su estética, y los entornos legislativos en los que se dan. Smith es la autora de One for the Girls!: The Pleasures and Practices of Reading Women’s Porn, que ofrece un enfoque multidisciplinar único, centrándose en el texto, producción y consumo del porno por parte de las mujeres, desafiando algunas de las afirmaciones «de sentido común» y de los argumentos más preciados sobre la función de la pornografía en la sociedad. Actualmente, junto con Feona Attwood y Martin Barker, está llevando a cabo el análisis de los resultados obtenidos con la encuesta Porn Research: pornresearch.org.

      feona attwood es profesora de la Universidad de Middlesex, en el Reino Unido. Es la editora de Mainstreaming Sex: The Sexualization of Western Culture y de Porn.com: Making Sense of Online Pornography, y la co-editora de los siguientes números especiales: Controversial Images (con Sharon Lockyer, Popular Communication); Researching and Teaching Sexually Explicit Media (con I. Q. Hunter, Sexualities); así como Investigating Young People’s Sexual Cultures (Sex Education, con Clarissa Smith).

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