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lógico. Por parte de la derecha, como no podía dejar de ocurrir, recibidas con escándalo, con sorna, y a veces con histeria, pues, al fin y al cabo, se estaba reivindicando desde la extrema izquierda el nervio fundamental de su equipamiento conceptual: los conceptos fundamentales de la tradición liberal. El escándalo que levantó Educación para la ciudadanía (cfr. el prólogo a la segunda edición) es, en realidad, una buena prueba de que la burguesía se sentía enormemente cómoda y satisfecha considerándose la legítima propietaria del concepto de ciudadanía o de Estado de derecho. Estos conceptos le resultan imprescindibles para construir lo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han llamado la «ilusión de la ciudadanía» o el «espejismo trascendental de la mirada política contemporánea». Exigir que nos sean restituidos es la mejor forma de poner las cartas sobre la mesa y desvelar el totalitarismo económico que organiza la sociedad capitalista.

      Santiago Alba Rico, Hortichuelas Bajas, 15 de agosto de 2009.

      Introducción

      La gravedad de la crisis económica que azota al mundo entero ha obligado a todos, del modo más dramático, a recordar que vivimos en una sociedad capitalista. El capitalismo ha vuelto a ponerse sobre la mesa como tema inexcusable: la administración estadounidense defiende la necesidad de intervenir para salvar el capitalismo; varios líderes europeos proponen refundar el capitalismo; casi toda la izquierda radical, tras años de complejos, vuelve a definir sus posiciones como anticapitalistas.

      Pero ¿qué es el capitalismo? En principio, todos estamos bastante seguros de saberlo. Vivimos en ese sistema y lo padecemos; algunos incluso se mueven en él con tanta soltura que logran sacarle beneficio con enorme pericia. ¿Cómo no van a saber lo que es? Sin embargo, una vez formulada la pregunta, no podemos dejar de reconocer que no tiene una fácil respuesta. De hecho, suele hacer falta toda una facultad en la ciudad de la ciencia para hacerse cargo de preguntas de ese tipo. De un modo similar, todos estamos razonablemente seguros de saber lo que es el espacio, el tiempo, la materia, la energía o el movimiento. ¿Para qué hacen falta, entonces, las facultades de Física? Pues, en primer lugar, para descubrir que no lo sabemos y, por lo tanto, formular las preguntas adecuadas y tratar de encontrar las respuestas. Ahora bien, ¿se ocupan actualmente en las facultades de Economía de atender a esa pregunta?

      Evidentemente, todavía hay algunos economistas que sí, pero lo hacen cada vez más arrinconados por la presión que impone la ortodoxia (lo cual hace su trabajo aún más digno de elogio). En las facultades de Ciencias Económicas, que se van transformando progresivamente en escuelas de administración de empresas o de técnicas de mercado, se enseña generalmente a gestionar negocios en el marco de las sociedades capitalistas, a moverse en ellas con desparpajo, a administrar su funcionamiento, a comprar y vender en los momentos adecuados o a localizar nichos de mercado. Prácticamente ha desaparecido el espacio para preguntar qué es eso del capitalismo. Desde el punto de vista de la organización de los saberes, es como si en las facultades de Física se enseñara ahora a desplazar cosas en el espacio y en el tiempo (pongamos, por ejemplo, a tirar piedras o a montar en monopatín), pero hubiera desaparecido la posibilidad de preguntar qué son el espacio y el tiempo.

      Por eso, necesitamos más que nunca volver a leer a Marx. El capital, desde luego, no es de ninguna ayuda para saber cuándo comprar y vender; tampoco es especialmente útil para gestionar una empresa ni para administrar el capitalismo desde los poderes públicos. Por el contrario, lo único que Marx pretende es investigar qué es el capital; algo que, como ocurre en general con el trabajo teórico, suele interesar bastante poco a quienes buscan saber (o incluso ya saben) cómo manejarse con él con desenvoltura. Podría parecer de sentido común que moverse con destreza en el capitalismo es la mejor prueba de que se sabe todo lo que hay que saber al respecto, pero eso es en realidad tan absurdo como pretender que hacer ejercicio físico basta para saber física.

      Si Marx ha unido su nombre al de otros grandes autores del pensamiento universal, como Sócrates o Galileo, ha sido, precisamente, por lograr formular, respecto a un terreno que había permanecido inexplorado hasta el momento, una pregunta tan desconcertante como las preguntas de la física. En efecto, fue Sócrates el que de un modo más radical se empeñó en llamar teoría sólo a lo que cumpliese las condiciones del modo de preguntar de autores como Galileo o Marx y, con ello, fundó, por decirlo así, los cimientos de una ciudad distinta a todas las ciudades conocidas hasta el momento: la Ciudad universitaria. Actualmente –con esa ofensiva neoliberal contra la Universidad que se ha llamado en Europa Proceso de Bolonia, aunque responde en realidad a una directriz mundial dictada por la OMC–, se ha decidido desmontar piedra por piedra el edificio de la producción científica para subordinarlo por completo a los intereses del mercado. Pero eso no nos impide seguir llamando ciencia a lo que se debería hacer en los departamentos de Física teórica y no, por ejemplo, a lo que se hace en el Postgrado en Surf de la Universidad de Mondragón o en la licenciatura en Empaquetados de la Universidad de Wisconsin. Ciertamente, según el nuevo imperativo, nada ha de tener cabida en la universidad si no satisface alguna demanda mercantil, pero, gracias precisamente al modo teórico de interrogar practicado por Sócrates, Galileo o Marx, tenemos al menos derecho a decir que eso no es el nuevo modo de hacer ciencia, sino, sencillamente, el fin de la ciencia. En esta dirección, la destrucción de las facultades de Economía ha sido pionera (debido, sobre todo, a lo lucrativo del producto alternativo que podían ofrecer) y la expulsión de Marx de sus aulas no es, en efecto, demasiado sorprendente.

      Sin embargo, la pregunta por la consistencia interna del capitalismo, tal como la formula Marx, se está abriendo paso como a codazos y, de un modo inesperado, se está produciendo una significativa recuperación del interés por El capital. Detonado por la grave crisis que está sacudiendo al capitalismo, el interés por la obra de Marx se está extendiendo más allá de los propios muros de la academia (especialmente en algunos países como Francia o Alemania). De repente, se descubre con asombro que ha entrado en una grave «crisis» –con dramáticas consecuencias para todos– una cosa que no sabemos muy bien qué es y, entonces, se vuelve a recordar que hubo una vez alguien empeñado en interrogar al capital con preguntas tan insólitas como las que le valieron a Sócrates su dimensión universal y, por cierto, su condena de muerte.

      Ahora bien, volver la mirada hacia Marx para que nos ayude a entender lo que está ocurriendo exige rescatar su obra de ese corpus que generalmente se reconoce como «marxismo» (ya que así sigue estando fijado en todo tipo de manuales) y que, en realidad, no es más que el producto de una doctrina de Estado que se fue configurando al agitado ritmo de las decisiones políticas, sin hacer concesiones al sosiego, la tranquilidad y la libertad que requiere el trabajo teórico.

      Entre los no pocos efectos desastrosos que tuvo para el marxismo este modo de establecer su versión oficial, quizá el de consecuencias más dramáticas sea el haber regalado a la ideología liberal

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