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quedó supeditado a la acusación vertida sobre el derecho burgués (y después, también, sobre la ciencia «burguesa», la moral «burguesa», la filosofía «burguesa», etc.). Hablando con Carlos Fernández Liria, a menudo lo hemos comentado: sería, desde luego, una extraña casualidad que nosotros hubiéramos acertado a ver claro respecto de un problema en el que han zozobrado mentes muy lúcidas, tanto en economía como en filosofía. Sería, desde luego, altamente improbable semejante agudeza o penetración. Ahora bien, esta arrogante pretensión queda notablemente amortiguada si se atiende a algunas circunstancias importantes.

      El problema de la transformación entre valores y precios –o, lo que es lo mismo, el problema de la compatibilidad entre el Libro I y el III de El capital o, en definitiva, el problema de la consistencia interna de esta obra– ha torturado a los mejores estudiosos y empantanado centenares de libros de los mejores economistas. Pero, quizá, lo que hay que explicar es, precisamente, el motivo de tanto reiterado naufragio. Tanta zozobra podría perfectamente explicarse si la discusión se hubiera planteado en unas circunstancias en las que era imposible atisbar la solución; no, desde luego, porque faltara inteligencia o los tiempos no estuvieran maduros para ello, sino porque, sencillamente, había algún armatoste o algún trasto viejo taponando la salida. Por decirlo rápidamente: el corpus teórico del marxismo impedía entender sin prejuicios, por ejemplo, la obra de Kant. En general, impedía un diálogo con el pensamiento de la Ilustración como el que, sin embargo, han emprendido en Cataluña algunos autores ligados a la revista Sin Permiso, como Joan Tafalla, Antoni Domènech o Joan Miras; o, en Francia, Florence Gauthier.

      Carlos Fernández Liria me decía que la suerte ha consistido en encontrarse en el sitio adecuado y en el momento adecuado: «Al leer el Libro III de El capital, uno se da cuenta de que está situado en un sitio mejor para entenderlo que incluso aquel en el que estaba colocado Marx para comprenderse a sí mismo. Hemos tenido un instrumento teórico que la tradición marxista no tenía, porque era imposible en su época. Que tampoco tenían los economistas, porque es imposible en su ámbito, y que tampoco tenía Marx. ¿Cuál? Bueno, hemos tenido una buena interpretación de Kant a nuestra disposición. Lo mismo que de Sócrates, Platón o Galileo. En general, hemos tenido a nuestra disposición una interpretación de la historia de la filosofía con la que la tradición marxista nunca pudo contar. En eso ha tenido mucho que ver la obra de Felipe Martínez Marzoa o los cursos de María José Callejo. Es posible que algo se deba a la lectura heideggeriana de la historia de la filosofía. Pero no porque Heidegger sea muy importante aquí, sino porque lo que esa lectura tenía de bueno es que era, al menos, una lectura. ¡Y es que la tradición marxista jamás había leído bien a Platón, Kant o Husserl, porque ni siquiera había llegado a leerlos mal! En cualquier caso, no había entendido gran cosa. Por otra parte, la tradición marxista, con su desprecio por el pensamiento “burgués”, había tirado a la basura todo el pensamiento de la Ilustración, que se remontaba a Sócrates o a Platón».

      Hay que decir también que todos nosotros hemos tenido, al mismo tiempo, la suerte de estar situados ante un hecho histórico que servía muy eficazmente –como un vastísimo laboratorio– para confirmar la validez de esta lectura de Marx. Hemos sido contemporáneos de una revolución latinoamericana que, por primera vez, camina hacia el socialismo por vía democrática (lo que ya había ocurrido varias veces) y que por primera vez no han logrado abortar mediante invasiones, bloqueos o golpes de Estado (lo que aún no había ocurrido nunca). Así pues, una excepción, tan interesante como suelen ser, para la historia de la ciencia, las excepciones. En su libro Comprender Venezuela, pensar la Democracia, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero defendieron –y no hablaban en broma– que la revolución bolivariana era el acontecimiento más interesante de la historia de la Ilustración desde que Robespierre fue guillotinado en 1793. El libro entusiasmó a nuestra inolvidable querida amiga Eva Forest, que lo publicó en Hiru y luchó para que se conociera en Venezuela, hasta que, finalmente, la obra recibió el Premio Nacional de Ensayo «Socialismo el siglo XXI» y una mención honorífica en el Premio Libertador.

      Ahora es muy difícil hacer pronósticos sobre el camino que seguirá la revolución bolivariana en Latinoamérica. En todo caso, el golpe de Estado contra el presidente Chávez en abril de 2002 fue, en efecto, una excepción a lo que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han calificado como la ley de hierro del siglo XX: la instancia política jamás logró enfrentarse con éxito a la instancia económica, conservando al mismo tiempo el Estado de derecho. Y ello no fue por un desvarío revolucionario, sino todo lo contrario: porque –como dijo Kissinger– entre salvar la democracia o salvar la economía, se eligió siempre salvar la economía (la economía de los más poderosos, por supuesto); y se hizo mediante golpes de Estado, torturas, desapariciones y represión, a sangre y fuego.

      Lo que la revolución bolivariana en Latinoamérica ha estado a punto de demostrar (nadie puede saber si seguirá por el mismo camino o si más bien sucumbirá al pragmatismo y la socialdemocracia) ha sido que el socialismo no sólo puede llegar a ser compatible con la democracia, sino que lo es infinitamente más que el capitalismo. Éste es el verdadero motivo por el que todos los medios de comunicación se volcaron enseguida en una campaña de desprestigio contra Chávez y la Venezuela bolivariana. Lo que podía hacerse visible ahí era un ejemplo demasiado peligroso: un socialismo en Estado de derecho.

      Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero han mostrado suficientemente cómo, durante todo el siglo XX, se abortaron sangrientamente todos y cada uno de los intentos de hacer compatible el socialismo con la democracia. Cada vez que las izquierdas ganaron las elecciones y pretendieron seguir siendo de izquierdas, un golpe de Estado dio al traste con el orden constitucional (España, 1936; Guatemala, 1954; Indonesia, 1965; Chile, 1973; Haití, 1991; y un largo etcétera). Es lo que yo llamé «la pedagogía del millón de muertos»: cada cuarenta años, más o menos, se mata a casi todo el mundo y luego se deja votar a los supervivientes. Esto es lo que normalmente se conoce como «democracia».

      Así pues, al comunismo no le quedó nunca otra vía que la revolución armada. Pero no porque fuera incompatible con la democracia o el parlamentarismo, sino porque, por la fuerza de las armas, se impidió cualquier intento de que lo fuera. A este respecto, por supuesto, la revolución bolivariana es sólo a medias una excepción. En primer lugar, porque el socialismo le queda muy lejos todavía, pero, en segundo lugar, porque no es cierto que no haya sido una vía armada. Lo que ocurre es que una correlación de fuerzas absolutamente excepcional en el interior del ejército ha permitido sostener armadamente la democracia bolivariana. De lo contrario, Venezuela habría sido ya invadida o, sin más, habría triunfado el golpe de estado de 2002. Pero en esto Venezuela no ha marcado la norma, sino más bien la excepción. No se puede tomar el ejemplo bolivariano para enmendar la plana a los movimientos revolucionarios del siglo XX. Otra cosa es que, bajo el paraguas de Venezuela (y, por supuesto, de Cuba), haya sido viable una victoria electoral de Correa en Ecuador o de Evo en Bolivia (no así en Honduras).

      Ahora bien, ¿por qué, durante todo el siglo XX, no se permitió ni una sola vez la existencia de una democracia en la que hubieran ganado las izquierdas? ¿Por qué, ahora que ha resultado inevitable aguantar una excepción, la reacción de la prensa y los gobiernos occidentales ha sido tan furibunda y rabiosa? ¿Por qué tanto miedo? Por supuesto, porque lo que no se podía permitir es que se hiciera visible que el socialismo era compatible con el Estado de derecho. Pero, también, quizá, porque un socialismo en Estado de derecho sería, por primera vez, un verdadero Estado de derecho. Es decir, porque retomaría el proyecto político de la Ilustración ahí donde quedó interrumpido con el ajusticiamiento de Robespierre y el golpe de Estado de Thermidor. Y porque, de este modo, podría hacerse patente todo aquello de lo que la humanidad es capaz en Estado de derecho.

      Para plantear así las cosas había que deshacer no pocos malentendidos sobre el proyecto político de la Ilustración y todo aquello que la tradición marxista había insensatamente despreciado como «derecho burgués», cosa que Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero (en colaboración, esta vez, de Pedro Fernández Liria y Miguel Brieva) hicieron fundamentalmente en Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de derecho (Akal, 2008). Con todo, quedaba por hacer, por supuesto, lo principal: demostrar que esta postura política podía ser considerada marxista, es decir, que era compatible con una lectura posible

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