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generar en este terreno para impedir que, por culpa de haber utilizado la misma palabra, tomemos una cosa por otra, se construyen exclusivamente con palabras. Es por eso, y no por ningún otro motivo, por lo que una ciencia referida a algo histórico tiene necesariamente que comenzar por una inflación de la abstracción, mucho mayor aún de la que ya se encontró en los orígenes de la ciencia moderna. La economía protesta, entonces: todo esto no son sino «minucias y sutilezas», se le había dicho a Marx. Un siglo después, Schumpeter hace el mismo reproche: Marx parte de un presupuesto metafísico que puede interesar a la «filosofía o a la ética», pero que no es operativo en el terreno de las ciencias positivas. Ahora bien, en el texto que ahora nos ocupa hemos visto que Marx se explica muy claramente sobre la significación científica de ese punto de partida.

      2.3.2 Modelos y experiencia. La alternancia entre deducción y observación

      Así pues, Marx comienza haciendo «metafísica», apartándose así desde el primer momento del camino normal de la ciencia, o, al contrario, Marx hace «metafísica» porque es la única manera de ser un científico normal en un terreno como es el de la historia.

      Seguramente Lévi-Strauss era demasiado optimista, porque los resultados nunca fueron demasiado sólidos. Pero, aun así, resulta interesante el tipo de reacción que se suscitó. Aunque pueda parecer lo contrario, el verdadero escándalo no provenía tanto de las connotaciones que parecían ir asociadas a la noción de «estructura» (que, al fin y al cabo, en principio, no tenía nada de misteriosa o novedosa); el problema estaba, pese a que nadie quisiera reconocerlo, en la objetividad que se pretendía alcanzar mediante su utilización. Lo que se temía en el conocimiento estructuralista no era tanto lo concerniente al «estructuralismo» como al «conocimiento».

      Ahora bien, a partir de los años sesenta, en el terreno de las ciencias humanas se desencadenó, pese a todo, un verdadero ataque de histeria. Y ya hemos visto que esto no tiene por qué extrañarnos: la frontera entre ignorancia y saber nunca ha sido políticamente indiferente, pero, en el terreno histórico o social, transido de relaciones de poder, la cosa es especialmente delicada. La Apología y la Carta VII de Platón son los testigos eternos de esta dificultad que la humanidad jamás ha podido solventar. No hay poder injusto sobre la tierra que soporte con indiferencia el ser conocido. Así pues, en una polémica que tuvo mucho más de «religiosa» o de «política» que de seriedad epistemológica, se creyó necesario combatir al estructuralismo en nombre del «hombre», de la «historia» y de la «experiencia». Nos hemos ocupado ya del asunto en el artículo citado más arriba. Lo ridículo del asunto es que esta polémica no transcurrió verdaderamente entre antropólogos e historiadores, los cuales, más bien, se entendieron a las mil maravillas. Fundamentalmente fueron, por una parte, un conjunto informe de ideologías humanistas las que se rasgaron las vestiduras frente a los antropólogos; del mismo modo, en un juego a cuatro bandas, las «filosofías de la historia» (algunas de corte «marxista») se lanzaban al cuello de los historiadores que veían con simpatía el «estructuralismo», acusándoles, nada menos que a ellos, de pretender «ignorar lo histórico». Todo esto, en realidad, pese al mucho ruido que se montó, tenía muy poco interés. Pero el tercer motivo de escándalo sí nos interesa especialmente con vistas a la interpretación del texto de Marx: al estructuralismo se le acusó –como ya hemos visto– de dar la espalda a la experiencia y la observación, se le acusó de «confeccionar modelos matemáticos» y de apriorismo.

      El reproche, en este caso, también era idéntico al que los medios escolásticos del siglo XVI vertieron sobre Galileo, e igual al que se vertió desde el primer momento sobre el comienzo de Das Kapital. Lévi-Strauss, de hecho, calca su respuesta de la de Marx.