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la más rica y es, en realidad, la más pobre; se pretendía la más concreta y es, en realidad, la más abstracta.

      Ya hemos visto que este hablar de todo y de nada al mismo tiempo es lo que caracteriza al mundo de la opinión. Sócrates lo sabía muy bien, y por eso interrumpía todas las conversaciones exigiendo delimitaciones que, en principio, podrían parecer muy abstractas. Pero el caso es que lo hacía con la esperanza de que, de ese modo, el diálogo terminara por tratar de algo concreto. El interés de Sócrates por el «mundo de las ideas» no era un interés por las ensoñaciones metafísicas, sino todo lo contrario: a Sócrates le sacaba de quicio que las conversaciones trataran de todo y de nada, sin decir nada concreto. Exigía a su interlocutor que definiera bien lo que estaba diciendo, para que se supiera de qué se estaba hablando. Todo el trabajo con las ideas no se hacía sino con la esperanza de llegar a decir, por fin, algo que de verdad tratara sobre las cosas, sobre alguna cosa. Eran los atenienses del mercado, a los que Sócrates interrogaba, los que estaban siempre en las nubes, perdidos en un océano de abstracciones. Sócrates se empeñaba, más bien, en hacerlos descender a la tierra.