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central por todos los vidrios de sus vitrinas, son las habitaciones equívocas de un palacio de librecambio, en el que el comercio de los objetos, silencioso, algodonado, impregnado de privacidad, parece un pretexto y una cobertura para otro comercio, sutilmente regulado, más voluptuoso: creemos sentir, por cierto, que una confraternidad menos laxa que la que une a los comerciantes de una misma calle reúne a los servidores silenciosos de tales grutas: los sorprendemos cuando se pasan de un negocio al otro, y conversan a media voz, con la familiaridad de las proveedoras de agua y de las duchadoras que parlotean bajo las galerías de una terma.

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      23 de octubre

      El doctor Yann Lignereux, profesor de historia moderna en la Universidad de Nantes, me invitó a almorzar en un restaurante simpático frente a su facultad. Denis Crouzet, maestro de Lignereux, hizo el contacto, que resultó algo estupendo. Yann organiza un coloquio, a fines de marzo, sobre los imperios coloniales y la búsqueda de identidades locales en los siglos XVI y XVII. Me pidió que diese, desde mi perspectiva de estudioso del humanismo, la conferencia inaugural. Me siento muy honrado, pero el tema me excede. No obstante, mi cabeza empezó a maquinar un poco y pensé en una confrontación posible entre la identidad del conquistador del Perú, que se subleva contra la Corona después de las Leyes Nuevas hasta llegar al punto de plantearse la independencia de Castilla (debo consultar para ello el libro sintético y excelente de Ana María Lorandi sobre la guerra civil del Perú), y la elaboración de varias identidades pacíficas en la segunda mitad del siglo XVII en los Andes, la criolla española, la criolla mestiza y la indígena promovida por los curacas. Para la primera, cabría mencionar la historia de la canonización de Santa Rosa; para la segunda, referirme al cuadro cusqueño del matrimonio entre Martín de Loyola y Beatriz Ñusta; para la última, usar materiales clásicos de historia social y terminar con una referencia al papel de la relectura de los Comentarios Reales en ese medio cultural a principios del siglo XVIII. Un ejemplo de radicalismo violento podría brindármelo la historia del Inca Bohórquez, para lo cual recurriría otra vez a un libro, muy bello, por cierto, de Ana Lorandi, su biografía del falso Inca. Sería bueno hacer algún paralelo con el desarrollo de una cultura barroca de alto vuelo en Nueva España (Sor Juana, Sigüenza y Góngora, etc.). ¿Por qué no pensar también en referencias a procesos parecidos que pudiese encontrar en Décadas de Asia de João de Barros, un texto que conozco bien y me atrae? Nicolás tendría que ayudarme, hallar los libros pertinentes en el caos de mi librería y mandármelos con Aurora el 18 de diciembre. Pero aquí se produjo una nueva vuelta de tuerca. Porque conté al profesor Lignereux qué tipo de investigación está haciendo ahora Nico respecto de la imaginación sobre los bárbaros entre el Renacimiento y las Luces. El colega se mostró más que interesado. Prometí mandarle un PDF del último artículo de Nicolás, así como darle una respuesta definitiva a su honrosa invitación el 3 de noviembre, día en que nos encontraremos en el Instituto. Así las cosas. Quería simplificarme la existencia y me la estoy complicando demasiado.

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      24 de octubre

      El día se nubló pero está tibio. Doy vueltas por el parque magnífico de la isla Versailles en medio del Erdre, el afluente del Loira que canalizó el alemán de la historia de los cincuenta rehenes. De hecho, el paseo que conduce hasta ese paraíso otoñal lleva el nombre que rinde homenaje a las víctimas: 50 otages. La isla es un jardín japonés de árboles verdes (pinos enanos, pinos blancos, cedros, enebros, tejos, árboles pagoda o glicinas), rojos (arces de todos los tamaños), amarillos (ginkgos, cerezos), de cañaverales de bambú, cascadas, estanques y puentes curvos [08, 001-003]. Una vergüenza lo miserable que es mi conocimiento de la botánica, sobre todo si pienso que mis dos abuelos, uno por ser naturalista, el otro hombre del campo uruguayo, conocían cientos de árboles y especies vegetales. Tantos animales que puedo enseñarles a mis nietos y sólo unos pocos árboles. Debo ponerme a estudiar esa ciencia. Prometo ir mañana, si no llueve, al Jardin des Plantes, por el lado norte de la estación de trenes. En la isla, una casa nipona encierra un jardín seco como el que visitamos con Aurora en el santuario templo shinto-budista de Ryōan-ji en Kioto. Se distinguen perfectamente las dos piedras que representan islas en el mar de la que representa una montaña más allá de las nubes [08, 004-005]. Cruzo el Erdre, que es un río angosto pero transitado como una avenida para carruajes. Me dirijo hacia el Este, camino por calles desiertas, me percato de cuán provinciana es Nantes (el tout Nantes está en el centro histórico) y veo por fuera la basílica consagrada a los hermanos mártires de la ciudad, san Donaciano y san Rogaciano, muertos durante la persecución atroz de Diocleciano [08, 006-007]. Existe todavía el sarcófago marmóreo del siglo IV en el que dizque reposaron sus cuerpos. La primera iglesia, construida en el mismo lugar de la basílica actual sobre los restos de una villa romana, se levantó en el año 490. El edificio actual, obra de los arquitectos Émile Perrin y François Liberge, fue erigido entre 1872 y 1902 en un estilo neogótico de arcos románicos, una rareza. El 15 de junio de 2015, un incendio devoró la totalidad del techo. Hace exactamente cuatro días, comenzaron las obras de restauración. Está prohibido el acceso al interior. Me asombra la labilidad perenne de las bóvedas en las iglesias cristianas. Ocurre como si nuestras pretensiones de subir al cielo quedasen siempre truncas. Los incendios serían símbolos de que el proyecto de divinización que Jesús trajo al mundo se revela, una y otra vez, como la mayor de las ilusiones. Y nosotros volvemos a empezar. No nos resignamos a morir del todo.

      Sigue nublado. Camino hasta el cine Gaumont, donde veo Las pruebas, segunda parte de la saga El corredor del laberinto, una de esas películas de futuros apocalípticos muy en el fondo esperanzados, que tanto me gustan. Un grupo de jóvenes se enfrenta a la organización Wicked (¡vaya nombre!) y sale del lugar donde los tienen presuntamente protegidos, para enfrentar la posibilidad de reconstruir el afuera de la civilización hecha añicos. ¡Buenísima! Como ya escribí, espero que las princesas y los caballeros feudales de mis nietos no tengan que hacer muestras parecidas de coraje, ni tampoco los hijos de sus hijos. Por el momento, pure entertainement, que eso también es el cine.

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      25 de octubre

      Sueño: Nada tuvo que ver con las elecciones en la Argentina. Tampoco fue una pesadilla. Al contrario, me causó tanta diversión el soñarlo que me desperté riendo a carcajadas. Resulta que estaba toda nuestra familia, incluida mi suegra, en el Tigre. Llegó un alerta de tsunami y había que evacuar la casa donde nos alojábamos. Meme dijo que ella no podía irse porque estaba desnuda y le faltaba bastante para bañarse. Salió de la casilla del baño a hablar en una galería como si tal cosa. Los agentes de Defensa Civil quedaron pasmados. Yo decía: “No se preocupen, la señora es rumana y en ese país no existe el pudor de la desnudez. Muchas veces ya me dijo mi suegra, al presentarse como Dios la trajo al mundo: ‘Aj, déjame en paz, Gastón, que no verás nada extraordinario ni que no hayas visto mejores’”. Fin del sueño. Ignoro si hubo tsunami.

      Día muy soleado en Nantes. Pude cumplir con la palabra dada a mí mismo. Visité el Jardin des Plantes, una jornada completa dedicada a desasnarme, mínimamente, en el campo de la botánica. En 1687, los boticarios de la ciudad tuvieron un huerto para cultivar plantas medicinales y legumbres. Pierre Chirac, intendente de los jardines del rey, cayó pronto en la cuenta de la importancia que podía tener Nantes como lugar de ingreso y de aclimatación de especies tropicales y plantas de Oriente, transportadas por los armadores de la ciudad. En 1719, el tocayo de apellido del expresidente de la República Francesa al que todos conocemos logró transformar el jardín de los boticarios en jardín real. Es más, en septiembre de 1725, Luis XV decretó la obligación de los capitanes de los navíos franceses que recalasen en Nantes “de aportar granos y plantas de las colonias en los países extranjeros” al vivero de la ciudad. En 1793, la Convención resolvió reorganizar todos los jardines botánicos de Francia. El de Nantes encontró su lugar definitivo sólo en 1806. El primer director de esta etapa, Jean Alexandre Hectot, plantó tres años después la primera magnolia de flores grandes, llegada desde América del Norte, que todavía luce recortada contra el cielo. A partir de 1822, Antoine Noisette, un paisajista de París, se instaló en Nantes y comenzó el trabajo de parquización con vistas a abrir el lugar al público. El hombre que dio al Jardin su aspecto definitivo fue el profesor de botánica Jean-Marie Écorchard, director desde 1840 hasta 1880. A él debemos los agrupamientos de plantas sobre la

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