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Alfonsín, Ernesto Sabato y muchos de los cuadros políticos e intelectuales que diseñaron estas lógicas de explicación, así como algunos familiares de desaparecidos, Graciela Fernández Meijide entre ellos, habían condenado siempre la violencia insurgente, y al hacer esta equiparación, no traicionaban sus convicciones, no mentían ni engañaban. Pero es importante comprender que, más allá de esas posiciones personales, el objetivo central de la equiparación no era condenar a las organizaciones insurgentes, sino condenar la violencia estatal.

      En los 90 se pudo avanzar en una crítica a los argumentos principales de la teoría de los dos demonios: la explicación de las acciones represivas como producto de una reacción excesiva, desmesurada y criminal ante la existencia de organizaciones armadas de izquierda y la equiparación que hacía entre dos usos profundamente diferentes de violencias. La violencia insurgente era una herramienta para transformar la realidad en un sentido de mayor igualdad, equidad o justicia, mientras que la violencia represiva se usaba para hacer más desigual e injusta la sociedad. También eran distintas las formas en que se ejercía dicha “violencia”. En su uso contrahegemónico o popular, la violencia insurgente era acotada y esporádica, mientras que en su uso hegemónico, el ejercicio de la violencia represiva era concentrado, vertical, autoritario y sistemático. Esta violencia represiva se articuló con una violencia genocida implementada a través de un sistema de campos de concentración y un proceso de aniquilamiento de masas de población. Estas transformaciones de sentido fueron conquistas fundamentales en la disputa por el sentido común y, sin dejar totalmente de lado la lógica de los dos demonios, pudieron correr los consensos hacia miradas más complejas y matizadas de los usos de la violencia y las implicaciones de distintos sectores sociales.

      En la primera década del siglo xxi, momento de surgimiento de la versión recargada de los dos demonios, el sentido común ya había asumido la ilegitimidad de la violencia represiva. Esto no significaba, de ningún modo, unanimidad en la forma de entender el pasado. En ese repudio podían convivir versiones más o menos modificadas de la teoría de los dos demonios, que entendían la represión en términos de excesos, con visiones que interpretaban lo sucedido como un proyecto de quiebre de lazos sociales, conceptualizado como genocidio o como terrorismo de Estado.

      La versión recargada apunta, precisamente, contra ese acuerdo básico que constituía un cierto límite social. Lo que busca es minimizar o relativizar la condena a la violencia represiva, intención que no existió en la versión original de los dos demonios. Para eso, apela a un rodeo: muestra y expone a las “otras víctimas” para señalar que entre las “supuestas víctimas del genocidio” anidan asesinos y que, entonces, no todo el accionar represivo estuvo mal.

      Poner otra vez la violencia insurgente sobre la mesa no apunta a una discusión sobre estrategias o tácticas políticas en el presente (de hecho ninguna organización argentina ha planteado el uso de la violencia insurgente en el contexto de las dos primeras décadas del siglo xxi), sino tan solo a utilizar la dualidad para relegitimar la violencia represiva del pasado y, sobre todo, proyectar esa legitimidad al presente. Esto es que el objetivo estratégico del debate se vincula al intento de recomponer la legitimidad de la violencia represiva en un contexto actual en donde se la observa como necesaria, para enfrentar las posibles reacciones a un proyecto económico de fuerte redistribución regresiva del ingreso.

      La dualidad es uno de los elementos fundamentales de toda teoría de los dos demonios. La binarización, el hecho de que se trate de dos. Dos que se ponen en correlación causal. Esta dualidad no tiene el mismo sentido en ambas versiones, aun cuando algunas de sus consecuencias sean equivalentes. La dualidad comparte en ambos casos la trampa de remitir una violencia a la otra, de esconder los sentidos estratégicos de la violencia represiva, así como sus diferencias cualitativas con cualquier otra modalidad. Y de esconder, en ambos casos, la violencia estructural, que explica ambas de un modo más preciso.

      Hasta aquí, las dos versiones coinciden. Pero el contexto y la intencionalidad son diferentes. En el caso de la versión original, la equiparación era el costo a pagar para lograr la legitimidad del juzgamiento de los genocidas y la exculpación del “resto de la sociedad”. Por el contrario, en la versión recargada, la equiparación busca el juzgamiento de los sobrevivientes del genocidio y una relegitimación, por lo general implícita pero siempre asomando, de los propios represores. La equivalencia busca llevarse al plano de las responsabilidades: si unos son juzgados, también los otros deben serlo. Por lo tanto, si no aceptamos extender las responsabilidades a los autores de la violencia insurgente, tendríamos que renunciar a aplicarla a aquellos que implementaron la violencia represiva. La equiparación aquí está claramente al servicio de la minimización y relativización del genocidio y suele venir de la mano de propuestas de “reconciliación”.

      La diferencia de contexto y objetivos produce entonces dos órdenes de sentido. La versión original de la teoría de los dos demonios era un paso limitado y problemático en el intento de iluminar algunas de las características de la violencia represiva y legitimar su juzgamiento, aunque fuera parcial, limitado y se justificara en la condena dual. Su versión recargada constituye parte de una estrategia negacionista.

      Igualar ambas versiones y tratarlas con el mismo concepto indiferenciado (teoría de los dos demonios) no nos permite observar sus distintos objetivos ni confrontar con inteligencia los modos en los que inciden en las disputas por el sentido común.

      La discusión sobre las “cifras”

      Un segundo elemento a distinguir en la versión recargada de los dos demonios se basa en el cuestionamiento de las cifras estimadas de víctimas del genocidio, buscando de este modo minimizar o relativizar la condena social a los responsables de las acciones represivas.

      Entre el ataque a los elementos simbólicos construidos en más de treinta años de lucha contra la impunidad, destaca este cuestionamiento al número de víctimas estimadas hacia finales de la dictadura por algunos organismos de derechos humanos: 30 000.

      Este presunto “debate” sobre el número no busca una precisión abstracta ni se basa en razones inocentes. Su objetivo es minar muchas de las conquistas en la lucha por la construcción de la memoria colectiva, ya que se pretende sugerir que muchas víctimas no merecen ser tratadas como tales, que se “inventaron” casos, que la represión no tuvo la dimensión que se cree, y por lo tanto tampoco la gravedad. De lo que se deduce muchas veces, sin articulación argumental con lo previo, que “no hubo plan sistemático”. Y también implica plantear que hubo “otras víctimas”, que no contaron con la misma atención social. Por último, con este planteo también se busca deslegitimar el fuerte reconocimiento social de los organismos de derechos humanos, al sugerir que estarían distorsionando o manipulando la información, y que por tanto no serían organizaciones creíbles, que su prestigio debiera ser puesto en cuestión. Muy en especial en lo que hace a sus denuncias presentes, como en los casos de la desaparición de Santiago Maldonado y el asesinato de Rafael Nahuel, entre otros. Estos diversos temas se articulan, de modos más o menos fundamentados, en el cuestionamiento a las cifras estimadas de desaparecidos.

      Algunas de las expresiones más difundidas en los últimos años han sido la publicación en 2015 del libro Mentirás tus muertos (de José D’Angelo, quien se presenta a sí mismo en la solapa como “militar y periodista, carapintada y participante de la represión al intento de toma del cuartel de La Tablada”1) o las ya mencionadas declaraciones en 2016 y 2017 del ex secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido y del titular de la Aduana, Juan José Gómez Centurión. Ya desde antes, la propia Graciela Fernández Meijide venía realizando estos planteos, que volvieron a cobrar fuerza con el contexto propicio para ello. Pero ellos no han sido los únicos y la cuestión comienza, cada vez más, a ocupar los medios de comunicación masivos en el prime time, donde aparecen familiares de las “víctimas del terrorismo” o miembros de organizaciones de “asistencia a las víctimas” como el celtyv, y denuncias de “desaparecidos que no son tales”.

      El planteo es simple pero efectivo: se busca “cerrar” y acotar (por minimización) el número de víctimas de la dictadura genocida, utilizando para ello las conclusiones y los errores de los listados elaborados en 1984 por la conadep. Es importante aclarar que resulta imposible que dichos listados no contuvieran errores, dado el terror

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