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de los “escraches” a los genocidas impunes y que apareció movilizada públicamente en la conmemoración del vigésimo aniversario del golpe militar, el 24 de marzo de 1996.

      Para esta segunda generación argentina (la primera de la postdictadura), la necesidad de exculpación colectiva no era necesaria: no habían participado vivencialmente ni de los conflictos de la década de los 60 y 70 ni de la dictadura (durante la cual eran muy pequeños). De este modo, no tenía sentido una narrativa que buscara “ponerlos por fuera” del conflicto social. Por el contrario, la alienación que se hacía de la identidad de las víctimas creaba un relato con demasiados agujeros, que desterraba la causalidad a la locura o maldad de los militares y no permitía comprender el sentido del pasado trágico.

      La recuperación de la identidad de sus padres llevaba a estos hijos no solo a rescatar elementos cotidianos (fotos, recuerdos familiares, apodos, gustos), sino también su propio involucramiento político en las luchas, intentando conectarse con aquellos miembros de la generación previa que continuaban reivindicando esa identidad, cuyo núcleo más homogéneo se encontraba precisamente entre los sobrevivientes.

      Esta necesidad e interés por el pasado de sus padres jugó también su rol en la posibilidad de corroer lentamente los principios fundamentales de la teoría de los dos demonios y a replantear las preguntas sobre las estrategias de lucha contra la injusticia, más aún en un contexto de impunidad con respecto a los crímenes cometidos y de profundo ajuste económico, con sus consecuencias en los rápidos incrementos de los niveles de pobreza e indigencia y en la destrucción del conjunto de indicadores sociales. Consecuencia de ello fue la implementación de las acciones directas contra la impunidad de los genocidas, bajo la consigna “si no hay justicia, hay escrache”.

      Esta irrupción generacional se concatenó con toda otra serie de factores que fueron generando obstáculos para la continuidad de la versión original de los dos demonios, habilitando la emergencia y visibilidad de todos aquellos miembros de la primera generación para quienes la condena abstracta a la violencia, el olvido de las luchas e identidades de las décadas de los 60 y 70 y la angelización de los desaparecidos resultaba indigerible. Entre ellos destacaban la mayoría de los sobrevivientes, pero también muchos cuadros políticos e intelectuales de la época (exiliados, insiliados, presos políticos), que encontraron el espacio para expresar su mirada crítica.

      Si bien en ningún momento se logró abrir explícitamente la discusión sobre la lucha armada contra las dictaduras previas (muy en especial frente a la extensión en el tiempo de la llamada “Revolución Argentina”, comandada por el ejército bajo la figura de Juan Carlos Onganía), comenzó a disolverse la idea dominante de que los desaparecidos eran “quienes figuraban en una agenda” o “jóvenes sensibles” y a recomponerse la identidad militante de las víctimas en procesos que atravesaron a los espacios gremiales, universitarios, barriales, con iniciativas como la construcción de baldosas de conmemoración, de secretarías de derechos humanos en sindicatos o centros de estudiantes, de eventos en cada vez más lugares del país donde la población intentaba recuperar esa memoria colectiva de lucha y conectarla con un presente de ajuste, resistencia y piquetes y, muy en especial, articular todo ello en la lucha común contra la impunidad de los genocidas.

      La teoría de los dos demonios comenzaba a erosionarse, en un proceso lento y paulatino, aunque nunca dejó de resultar un elemento importante en la conformación de los relatos colectivos sobre el pasado.

      El kirchnerismo y la asunción estatal del cuestionamiento a “los dos demonios”

      El triunfo electoral de Néstor Kirchner condensó este proceso, que tuvo a diciembre de 2001 como uno de sus puntos más emblemáticos. El nuevo gobierno encontró en la lucha por los derechos humanos un puntal para la construcción de una legitimidad imprescindible, al asumir el poder en un contexto de una profunda crisis social, política y económica y con apenas el 22 % de los votos, ya que no contó ni siquiera con la oportunidad de resultar triunfante en el ballotage frente a Carlos Menem, quien decidió retirarse de la contienda.

      Los primeros gestos del gobierno de Kirchner fueron más que claros en este sentido y le valieron el apoyo de muchas organizaciones y sectores de la sociedad que no lo habían acompañado electoralmente. La modificación y democratización de la Corte Suprema, la anulación de las leyes de impunidad previamente derogadas y la reapertura de los juicios a los genocidas, la recuperación de la esma y el ingreso al predio acompañado por los sobrevivientes, el desalojo de los marinos y el difundido “descuelgue” de los cuadros de Videla y Bignone del Colegio Militar fueron hechos de enorme contundencia alrededor de los cuales comenzará a tejerse una narrativa que expresaba, desde el poder político, el cuestionamiento que había ido erosionando los argumentos principales de la teoría de los dos demonios.

      Si el discurso del primer prólogo planteaba una sociedad ajena al conflicto social y agredida por dos violencias simétricas, el segundo prólogo centra su análisis en el accionar estatal y ubica a la sociedad como su víctima, eludiendo cualquier posicionamiento sobre las características de la lucha insurgente.

      Tal como ocurriera con el prólogo de Sabato en relación con el sentido común reinante en 1984, el prólogo de Duhalde y Mattarollo condensa el estado de ánimo predominante en 2006, veintidós años después. En 1984, la generación que había vivido el conflicto social y la represión en los años 60 y 70 elegía ponerse por fuera de todo ello, como espectadores y víctimas de una confrontación que no asumían como propia. La “gente común” había sido agredida por “la violencia”. Más de veinte años después, la segunda generación encontraba en los organismos de derechos humanos (y en los propios Duhalde y Mattarollo) una versión que se articulaba mucho mejor con sus propios deseos, intereses y necesidades: los militares eran los responsables de desmembrar una lucha legítima que se parecía mucho más a la propia (la de los años 90) que a la que efectivamente se había librado y que por lo tanto debía eludir un solo tema: el de la lucha armada y su proyecto revolucionario.

      Pero es en el espacio que deja este silencio elusivo donde comenzarán a anidar las nuevas disputas por el sentido. Alrededor de este silencio se nuclearán las fracciones más inteligentes de los perpetradores del genocidio y sus cómplices para resistir los avances logrados en los procesos de memoria colectiva. No les llevaría mucho tiempo comenzar a permear el sentido común, tanto en la primera generación (aún procesada por las funcionalidades de la teoría de los dos demonios) como, cada vez más, en la segunda y particularmente la tercera generación (ya

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