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contexto cultural, como el relato de la «salida del armario» o el de la «narrativa de la víctima». De nuevo, esas historias pueden ser útiles para dar sentido a nuestras vidas, pero también es bueno no aferrarse demasiado a ellas y que lleguen a restringir nuestro futuro. Si has tenido una «salida del armario», ¿qué aspecto tendría la historia de tu vida si te concentrases en un aspecto diferente de tu identidad? Si has sido víctima, ¿puedes contar también historias usando partes de tu vida como persona que salva a otra, como persona heroica, como superviviente o incluso la que causa el daño?

      Convertirnos en algo fijo

      Por supuesto, deseamos volvernos algo fijo porque vivimos bajo la ilusión de que somos capaces de ser siempre la mejor persona en sus mejores momentos. Además, ser algo fijo da la sensación de ser algo cierto y controlable: esto es quien soy y así es como hago las cosas. Y si podemos presentar un yo fijo y bueno al resto del mundo, esperamos que no vean nuestros defectos. Pero como no somos algo fijo, nuestra fluida vida sigue avanzando. El yo al que intentamos aferrarnos desesperadamente ya no encaja, o surge otra de nuestras facetas y rompe ese objeto cuidadosamente fijado.

      Además, convertirse en algo fijo es peligroso porque podríamos terminar fijando las facetas de nuestra personalidad que menos nos gustan, o que nos parecen más defectuosas. Si reconocemos nuestra pluralidad y fluidez, esas cosas ya no resultan tan amenazantes: sabemos que solo es una de nuestras facetas y que inevitablemente variará y cambiará con el tiempo porque evolucionamos. Solo cuando nos convertimos en algo fijo sentimos que nos han congelado y estancado en alguien que no queremos ser: esa insoportable sensación de que esto es todo lo que siempre hemos sido y lo que siempre seremos. No es cuestión de cambiar por cambiar, sino de abrirse al cambio y ser conscientes de nuestros yoes como un proceso de cambio constante.

      Convertir nuestros cuerpos en algo fijo

      Algo que intentamos fijar a menudo, por supuesto, es nuestro cuerpo, cuando intentamos parecernos a los ideales estéticos limitados que mencioné antes. Esto resulta especialmente doloroso porque estamos definiéndonos sobre la base de algo que, inevitablemente, va a cambiar. Incluso si tenemos la suerte de evitar accidentes o enfermedades que modifiquen nuestro aspecto de repente, no seremos capaces de evitar el envejecimiento por el que pasa todo el mundo. La forma en la que solemos tratar nuestros cuerpos —poniéndonos a dieta, forzándonos a hacer ejercicios que odiamos, deseando tener un aspecto diferente, y la cultura de los cambios de imagen— está enraizada en la idea de fijar nuestros cuerpos como objetos.

      Me encanta esta cita del libro Tongue First de Emily Jackson sobre cómo nuestro cuerpo, como cualquier otra faceta nuestra, es plural y siempre cambiante:

      Cuando oscilamos entre el trato duro y el trato frágil a nuestro cuerpo, resulta útil vivirnos como corpóreos, o en armonía con nuestros cuerpos. A menudo tenemos esa sensación cuando estamos en acción y en movimiento; a veces, cuando estamos a solas: no nos está monitorizando nadie y podemos ensimismarnos en lo que estemos haciendo. Piensa en los momentos en que te sucede esto: si es cuando bailas en una discoteca, cuando flotas en el mar o cuando te sientas en un banco del parque. ¿Sería posible cultivar esos momentos de forma que trates a tu cuerpo cada vez menos como un objeto ajeno?

      Una alternativa a la idea de aprender a quererte, con la que comenzamos este capítulo, es que podríamos aprender a amar nuestros relatos en construcción permanente. Eso supondría mirar atrás en nuestras vidas y reconocer que eso construyó lo que somos hoy día, del mismo modo que podemos mirar hacia delante y reconocer nuestro rol como quienes escriben qué va a suceder a continuación. Es complicado querernos sin convertir nuestro yo en algo fijo, y puede ser difícil aceptar realmente los diferentes yoes que somos. Pero podemos reflexionar sobre nuestro relato en construcción con todos sus altibajos, sus triunfos y tragedias, y reconocer que al menos compone una historia realmente única.

      Hemos visto que las reglas que-damos-por-sentadas sobre nuestro yo tienden a tratarnos como un yo único, fijo. Las reglas sugieren que debemos escrudiñar y vigilar nuestro yo para asegurarnos de que solo revela determinadas facetas. Debemos compararnos con otras personas y perfeccionarlo para erradicar todos nuestros defectos. Eso nos deja oscilando caóticamente entre esas formas duras y frágiles de tratarnos de las que hablábamos anteriormente.

      En lugar de buscar reglas definitivas sobre cómo debemos ser, podríamos aceptar que esta es un área incierta e incontrolable de nuestra vida, que diferentes facetas de nuestro yo surgirán en diferentes situaciones y relaciones, y que todo el mundo varía y cambia con el tiempo. Si cuestionamos las reglas pensándonos como plurales en lugar de singulares y en cambio constante más que como algo fijo, ¿qué sucede con las formas duras y frágiles de relacionarnos con nuestro yo?

      Quizá terminemos oscilando el péndulo más suavemente entre algo parecido a la bondad y la firmeza, en lugar de la dureza y la fragilidad. Cuando nos tratamos con bondad, nos decimos: «Estoy bien y debo ir poco a poco»; cuando somos firmes, decimos: «Estoy bien, y lo tengo bajo control».

      Fig. 2.5. El péndulo de la bondad y la firmeza.

      Te habrás dado cuenta de que, en el diagrama de dureza y fragilidad, he colocado la dureza primero y la fragilidad después, mientras que en esta versión pongo la bondad en primer lugar y la firmeza después. Lo hago porque creo que la dureza es la base de tratarnos con dureza y fragilidad. Empezamos por la dureza: intentamos forzarnos con severidad para ser como creemos que deberíamos ser. Y, o bien nos mantenemos así, cayendo en la fragilidad porque la dureza es, simplemente, demasiado dura, o nos mantenemos oscilando de un lado a otro entre ambos extremos.

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