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      -¿Ha dicho usted que seremos libres a bordo?

      -Totalmente.

      -Quisiera preguntarle, pues, qué es lo que entiende usted por libertad.

      -Pues la libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aquí -salvo en algunas circunstancias excepcionales-, la libertad, en una palabra, de que gozamos aquí mis compañeros y yo. Era evidente que no nos entendíamos.

      -Perdón, señor –proseguí-, pero esa libertad no es otra que la que tiene todo prisionero de recorrer su celda, y no puede bastarnos.

      -Preciso será, sin embargo, que les baste.

      -¡Cómo! ¿Deberemos renunciar para siempre a volver a ver nuestros países, nuestros amigos y nuestras familias?

      -Sí, señor. Pero renunciar a recuperar ese insoportable yugo del mundo que los hombres creen ser la libertad, no es quizá tan penoso como usted puede creer.

      -Jamás daré yo mi palabra -intervino Ned Land -de que no trataré de escaparme.

      -Yo no le pido su palabra, señor Land -respondió fríamente el comandante.

      -Señor -dije, encolerizado a mi pesar-, abusa usted de su situación. Esto se llama crueldad.

      -No, señor, esto se llama clemencia. Son ustedes prisioneros míos después de un combate. Les guardo conmigo, cuando podría, con una sola orden, arrojarles a los abismos del océano. Ustedes me han atacado. Han venido a sorprender un secreto que ningún hombre en el mundo debe conocer, el secreto de toda mi existencia. ¿Y creen ustedes que voy a reenviarles a ese mundo que debe ignorarme? ¡jamás! Al retenerles aquí no es a ustedes a quienes guardo, es a mí mismo.

      Esta declaración indicaba en el comandante una decisión contra la que no podría prevalecer ningún argumento.

      -Así, pues, señor -dije-, nos da usted simplemente a elegir entre la vida y la muerte, ¿no?

      -Así es, simplemente.

      -Amigos míos -dije a mis compañeros-, ante una cuestión así planteada, no hay nada que decir. Pero ninguna promesa nos liga al comandante de a bordo.

      -Ninguna, señor -respondió el desconocido.

      Luego, con una voz más suave, añadió:

      -Ahora, permítame acabar lo que quiero decirle. Yo le conozco, señor Aronnax. Si no sus compañeros, usted, al menos, no tendrá tantos motivos de lamentarse del azar que le ha ligado a mi suerte. Entre los libros que sirven a mis estudios favoritos hallará usted el que ha publicado sobre los grandes fondos marinos. Lo he leído a menudo. Ha llevado usted su obra tan lejos como le permitía la ciencia terrestre. Pero no sabe usted todo, no lo ha visto usted todo. Déjeme decirle, señor profesor, que no lamentará usted el tiempo que pase aquí a bordo. Va a viajar usted por el país de las maravillas. El asombro y la estupefacción serán su estado de ánimo habitual de aquí en adelante. No se cansará fácilmente del espectáculo incesantemente ofrecido a sus ojos. Voy a volver a ver, en una nueva vuelta al mundo submarino (que, ¿quién sabe?, quizá sea la última), todo lo que he podido estudiar en los fondos marinos tantas veces recorridos, y usted será mi compañero de estudios. A partir de hoy entra usted en un nuevo elemento, verá usted lo que no ha visto aún hombre alguno (pues yo y los míos ya no contamos), y nuestro planeta, gracias a mí, va a entregarle sus últimos secretos.

       No puedo negar que las palabras del comandante me causaron una gran impresión. Habían llegado a lo más vulnerable de mi persona, y así pude olvidar, por un instante, que la contemplación de esas cosas sublimes no podía valer la libertad perdida. Pero tan grave cuestión quedaba confiada al futuro, y me limité a responder:

      -Señor, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo sentimiento humano. Somos náufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no lo olvidaremos. En cuanto a mí, me doy cuenta de que si el interés de la ciencia pudiera absorber hasta la necesidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me ofrecería grandes compensaciones.

      Pensaba yo que el comandante iba a tenderme la mano para sellar nuestro tratado, pero no lo hizo y lo sentí por él.

      -Una última pregunta -dije en el momento en que ese ser inexplicable parecía querer retirarse.

      -Dígame, señor profesor.

      -¿Con qué nombre debo llamarle?

      -Señor -respondió el comandante-, yo no soy para ustedes más que el capitán Nemo, y sus compañeros y usted no son para mí más que los pasajeros del Nautilus.

      El capitán Nemo llamó y apareció un steward. El capitán le dio unas órdenes en esa extraña lengua que yo no podía reconocer. Luego, volviéndose hacia el canadiense y Conseil, dijo:

      -Les espera el almuerzo en su camarote. Tengan la amabilidad de seguir a este hombre.

      -No es cosa de despreciar -dijo el arponero, a la vez que salía, con Conseil, de la celda en la que permanecíamos desde hacía más de treinta horas.

      -Y ahora, señor Aronnax, nuestro almuerzo está dispuesto. Permítame que le guíe.

      -A sus órdenes, capitán.

      Seguí al capitán Nemo, y nada más atravesar la puerta, nos adentramos por un estrecho corredor iluminado eléctricamente. Tras un recorrido de una decena de metros, se abrió una segunda puerta ante mí.

      Entré en un comedor, decorado y amueblado con un gusto severo. En sus dos extremidades se elevaban altos aparadores de roble con adornos incrustados de ébano, y sobre sus anaqueles en formas onduladas brillaban cerámicas, porcelanas y cristalerías de un precio inestimable. Una vajilla lisa resplandecía en ellos bajo los rayos que emitía un techo luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y ejecución.

      En el centro de la sala había una mesa ricamente servida. El capitán Nemo me indicó el lugar en que debía instalarme.

      -Siéntese, y coma como debe hacerlo un hombre que debe estar muriéndose de hambre.

      El almuerzo se componía de un cierto número de platos, de cuyo contenido era el mar el único proveedor. Había algunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente desconocidas. Confieso que estaban muy buenos, pero con un gusto particular al que me acostumbré fácilmente. Me parecieron todos ricos en fósforo, lo que me hizo pensar que debían tener un origen marino.

      El capitán Nemo me miraba. No le pregunté nada, pero debió adivinar mis pensamientos, pues respondió a las preguntas que deseaba ardientemente formularle.

      -La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin temor, pues son sanos y muy nutritivos. Hace mucho tiempo ya que he renunciado a los alimentos terrestres, sin que mi salud se resienta en lo más mínimo. Los hombres de mi tripulación son muy vigorosos y se alimentan igual que yo.

      -¿Todos estos alimentos son productos del mar?

      -Sí, señor profesor. El mar provee a todas mis necesidades. Unas veces echo mis redes a la rastra y las retiro siempre a punto de romperse, y otras me voy de caza por este elemento que parece ser inaccesible al hombre, en busca de las piezas que viven en mis bosques submarinos. Mis rebaños, como los del viejo pastor de Neptuno, pacen sin temor en las inmensas praderas del océano. Tengo yo ahí una vasta propiedad que exploto yo mismo y que está sembrada por la mano del Creador de todas las cosas.

      Miré al capitán Nemo con un cierto asombro y le dije:

      -Comprendo perfectamente que sus redes suministren excelentes pescados a su mesa; me es más difícil comprender que pueda cazar en sus bosques submarinos; pero lo que no puedo comprender en absoluto es que un trozo de carne, por pequeño que sea, pueda figurar en su minuta.

      -Nunca usamos aquí la carne de los animales terrestres -respondió al capitán Nemo.

      -¿Y eso? -pregunté, mostrando un plato en el que había aún algunos trozos de filete.

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