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hechas con un tejido cuya naturaleza no pude reconocer. Me apresuré a ponerme esas prendas y mis compañeros me imitaron.

      Mientras tanto, el steward mudo, sordo quizá había dispuesto la mesa, sobre la que había colocado tres cubiertos.

      -¡Vaya! Esto parece serio y se anuncia bien -dijo Conseil.

      -¡Bah! -respondió el rencoroso arponero-, ¿qué diablos quiere usted que se coma aquí? Hígado de tortuga, fidete de tiburón o carne de perro marino…

      -Ya veremos -dijo Conseil.

      Los platos, cubiertos por una tapa de plata, habían sido colocados simétricamente sobre el mantel. Nos sentamos a la mesa. Decididamente, teníamos que vérnoslas con gente civilizada, y de no ser por la luz eléctrica que nos inundaba, hubiera podido creerme en el comedor del hotel Adelhi, en Liverpool, o del Gran Hotel, en París. Sin embargo, debo decir que faltaban por completo al pan y el vino. El agua era fresca y límpida, pero era agua, lo que no fue del gusto de Ned Land. Entre los platos que nos sirvieron reconocí diversos pescados delicadamente cocinados, pero hubo otros sobre los que no pude pronunciarme, aunque eran excelentes, hasta el punto de que hubiera sido incapaz de afirmar si su contenido pertenecía al reino vegetal o al animal. En cuanto al servicio de mesa, era elegante y de un gusto perfecto. Cada utensilio, cuchara, tenedor, cuchillo y plato, llevaba una letra rodeada de una divisa, cuyo facsímil exacto helo aquí:

      MOBILIS N IN MOBILE

       ¡Móvil en el elemento móvil! Esta divisa se aplicaba con exactitud a este aparato submarino, a condición de traducir la preposición in por en y no por sobre. La letra N era sin duda la inicial del nombre del enigmático personaje al mando del submarino.

      Ned y Conseil no hacían tantas reflexiones, devoraban, y yo no tardé en imitarles. Estaba ya tranquilizado sobre nuestra suerte, y me parecía evidente que nuestros huéspedes no querían dejarnos morir de inanición.

      Todo tiene un fin en este bajo mundo, hasta el hambre de quienes han permanecido sin comer durante quince horas. Satisfecho nuestro apetito, se dejó sentir imperiosamente la necesidad de dormir. Reacción muy natural tras la interminable noche que habíamos pasado luchando contra la muerte. -Me parece que no me vendría mal un sueñecito -dijo Conseil.

      -Yo ya estoy durmiendo -respondió Ned.

      Mis compañeros se tumbaron en el suelo y no tardaron en sumirse en un profundo sueño. Por mi parte, cedí con menos facilidad a la imperiosa necesidad de dormir. Demasiados pensamientos se acumulaban en mi Cerebro, acosado por numerosas cuestiones insolubles, y un tropel de imágenes mantenía mis párpados entreabiertos. ¿Dónde estábamos? ¿Qué extraño poder nos gobernaba? Sentía, o más bien creía sentir, que el aparato se hundía en las capas más profundas del mar, y me asaltaban violentas pesadillas. Entreveía en esos misteriosos asilos todo un mundo de desconocidos animales, de los que el barco submarino era un congénere, como ellos vivo, moviente y formidable… Mi cerebro se fue calmando, mi imaginación se fundió en una vaga somnolencia, y pronto caí en un triste sueño.

      Capítulo 9

       Los arrebatos de Ned Land

      Índice

      Ignoro cuál pudo ser la duración del sueño, pero debió ser larga, pues nos libró completamente del cansancio acumulado. Yo me desperté el primero. Mis compañeros no se habían movido todavía y permanecían tendidos en su rincón como masas inertes.

      Apenas me hube levantado de aquel duro «lecho», me sentí con el cerebro despejado y las ideas claras, y reexaminé atentamente nuestra celda.

      Nada había cambiado en su disposición interior. La prisión seguía siéndolo y los prisioneros también. Sin embargo, el steward había aprovechado nuestro sueño para retirar el servicio de mesa. Nada indicaba, pues, un próximo cambio de nuestra situación, y me pregunté seriamente si nuestro destino sería el de vivir indefinidamente en ese calabozo.

      Esa perspectiva me pareció tanto más penosa cuanto que, si bien mi cerebro se veía libre de las obsesiones de la víspera, sentía una singular opresión en el pecho. Respiraba con dificultad, al no bastar el aire, muy pesado, al funcionamiento de mis pulmones. Aunque la cabina fuese bastante amplia, era evidente que habíamos consumido en gran parte el oxígeno que contenía. En efecto, cada hombre consume en una hora el oxígeno contenido en cien litros de aire, y el aire, cargado entonces de una cantidad casi igual de ácido carbónico, se hace irrespirable.

      Era, pues, urgente renovar la atmósfera de nuestra cárcel, y también, sin duda, la del barco submarino. Esto me llevó a preguntarme cómo procedería para ello el comandante de aquella vivienda flotante. ¿Obtendría el aire por procedimientos químicos, mediante la liberación por el calor del oxígeno contenido en el clorato de potasa y la absorción del ácido carbónico por la potasa cáustica? En ese caso, debía haber conservado alguna relación con los continentes para poder procurarse las materias necesarias a tal operación. ¿O se limitaría únicamente a almacenar en depósitos el aire bajo altas presiones para luego distribuirlo según las necesidades de su tripulación? Tal vez.

       Quedaba también el procedimiento, más cómodo y económico, y por tanto más probable, de emerger a la superficie de las aguas para respirar, como un cetáceo, y renovar así su provisión de atmósfera para un período de veinticuatro horas. Fuera cual fuese el método adoptado, me parecía prudente que se empleara sin más tardanza.

      En efecto, mis pulmones se sentían ya obligados a multiplicar sus inspiraciones para extraer de la celda el escaso oxígeno que contenía. De repente, me sentí refrescado por una corriente de aire puro y perfumado de emanaciones salinas. Era la brisa del mar, vivificante y cargada de yodo. Abrí ampliamente la boca y mis pulmones se saturaron de frescas moléculas. Al mismo tiempo, sentí un movimiento de balanceo, de escasa intensidad, pero perfectamente determinable. El barco, el monstruo de acero, acababa evidentemente de subir a la superficie del océano para respirar, al modo de las ballenas. La forma de ventilación del barco quedaba, pues, perfectamente identificada.

      Tras absorber a pleno pulmón el aire puro busqué el conducto, el aerífero que canalizaba hasta nosotros el bienhechor efluvio y no tardé en encontrarlo. Por encima de la puerta se abría un agujero de aireación que dejaba pasar una fresca columna de aire para la renovación de la atmósfera de la cabina.

      Me hallaba concentrado en esa observación cuando Ned y Conseil se despertaron casi al mismo tiempo, bajo la influencia de la revivificante aeración. Ambos se restregaron los ojos, desperezaron los brazos y se pusieron en pie en un instante.

      -¿Ha dormido bien el señor? -preguntó Conseil con su cortesía consuetudinaria.

      -Magníficamente -respondí-. ¿Y usted, Ned?

      -Profundamente, señor profesor. Pero, si no me engaño, me parece que estoy respirando la brisa marina.

      Un marino no podía engañarse. Conté al canadiense lo que había ocurrido durante su sueño.

       -Bien -dijo-. Eso explica perfectamente los mugidos que oímos cuando el supuesto narval se halló en presencia del Abraham Lincoln.

      -Así es, señor Land, era su respiración.

      -No tengo la menor idea de qué hora pueda ser, señor Aronnax. ¿No será la hora de la cena?

      -¿La hora de la cena? Debería decir la hora del almuerzo, pues con toda seguridad nuestra última comida data de ayer.

      -Lo que demuestra -dijo Conseil -que hemos dormido por lo menos veinticuatro horas.

      -Ésa es mi opinión -respondí.

      -No voy a contradecirle -manifestó Ned Land-, pero cena o almuerzo, el steward sería bienvenido, ya trajera una u otro.

      -Una y otro -corrigió Conseil.

      -Justo -replicó el canadiense-, pues tenemos derecho a dos comidas, y por mi parte haría honor a ambas.

      -Pues

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