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y de los ruidos del viento y del mar, se oían claramente los formidables coletazos del animal y hasta su jadeante y poderosa respiración. Se diría que en el momento en que el enorme narval ascendía a la superficie del océano para respirar, el aire se precipitaba en sus pulmones como el vapor en los vastos cilindros de una máquina de dos mil caballos.

      «¡Hum!, una ballena con la fuerza de un regimiento de caballería sería ya una señora ballena», pensé.

      Permanecimos alertas hasta el alba. Se iniciaron los preparativos de combate. Se dispusieron los aparejos de pesca a lo largo de las bordas. El segundo de a bordo hizo cargar las piezas que lanzan un arpón a una distancia de una milla y las que disparan balas explosivas cuyas heridas son mortales hasta para los más poderosos animales. Ned Land se había limitado a aguzar su arpón, que en sus manos se convertía en un arma terrible.

      A las seis comenzó a despuntar el día, y con las primeras luces del alba desapareció el resplandor eléctrico del narval. A las siete era ya de día, pero una bruma matinal muy espesa, impenetrable para los mejores catalejos, limitaba considerablemente el horizonte, ante la cólera y la decepción de todos.

      Subí hasta la cofa de mesana. Algunos oficiales estaban ya encaramados en lo alto de los mástiles. De repente, y al igual que en la víspera, se oyó la voz de Ned Land:

      -¡La cosa en cuestión por babor, atrás!

      Todas las miradas convergieron en la dirección indicada. A una milla y media de la fragata, un largo cuerpo negruzco emergía de las aguas en un metro, aproximadamente. Su cola, violentamente agitada, producía un considerable remolino. Jamás aparato caudal alguno había batido el mar con tal violencia. Un inmenso surco de blanca espuma describía una curva alargada que marcaba el paso del animal.

      La fragata se aproximó al cetáceo, y pude observarlo con tranquilidad. Los informes del Shannon y del Helvetia habían exagerado un poco sus dimensiones. Yo estimé su longitud en unos doscientos cincuenta pies tan sólo. En cuanto a su grosor, no era fácil apreciarlo, pero, en suma, el animal me pareció admirablemente proporcionado en sus tres dimensiones.

      Mientras observaba aquel ser fenomenal, vi cómo lanzaba dos chorros de agua y de vapor por sus espiráculos hasta una altura de unos cuarenta metros. Eso me reveló su modo de respiración, y me permitió concluir definitivamente que pertenecía a los vertebrados, clase de los mamíferos, subclase de los monodelfos, grupo de los pisciformes, orden de los cetáceos, familia… En este punto no podía pronunciarme todavía. El orden de los cetáceos comprende tres familias: las ballenas, los cachalotes y los delfines, y es en esta última en la que se inscriben los narvales. Cada una de estas familias se divide en varios géneros, cada género en especies y cada especie en variedades. Variedad, especie, género y familia me faltaban aún pero no dudaba yo de que llegaría a completar mi clasificación, con la ayuda del cielo y del comandante Farragut.

      La tripulación esperaba impaciente las órdenes de su jefe Tras haber observado atentamente al animal, el comandante llamó al ingeniero, quien se presentó inmediatamente.

      -¿Tiene suficiente presión? -le preguntó el comandante.

      -Sí, señor -respondió el ingeniero.

      -Bien, refuerce entonces la alimentación, y a toda máquina.

      Tres hurras acogieron la orden. Había sonado la hora del combate. Unos instantes después, la dos chimeneas de la fragata vomitaban torrentes de humo negro y el puente se movía con la trepidación de las calderas.

      Impelido hacia adelante por su potente hélice, el Abraham Lincoln se dirigió frontalmente hacia el animal. Éste le dejó aproximarse, indiferente, hasta medio cable de distancia, tras lo cual se alejó sin prisa, limitándose a mantener su distancia sin tomarse la molestia de sumergirse.

      La persecución se prolongó así durante tres cuartos de hora, aproximadamente, sin que la fragata consiguiera ganarle al cetáceo más de dos toesas. Era evidente que con esa marcha la fragata no le alcanzaría nunca.

      El comandante Farragut se mesaba con rabia su frondosa perilla.

      -¡Ned Land! -gritó.

      Acudió a la orden el canadiense.

      -¿Me aconseja todavía que eche mis botes al mar?

      -No, señor -respondió Ned Land-, pues esa bestia no se dejará atrapar si no quiere.

      -¿Qué hacer entonces?

      -Forzar las máquinas si es posible. Si usted me lo permite, yo voy a instalarme en los barbiquejos del bauprés y si conseguimos acercarnos a tiro de arpón, lo arponearé.

      -De acuerdo, Ned, hágalo -respondió el comandante Farragut-. ¡Ingeniero -gritó-, aumente la presión!

      Ned Land se dirigió a su puesto. Se forzaron las máquinas. La hélice comenzó a girar a cuarenta y tres revoluciones por minuto. El vapor se escapaba por las válvulas. Lanzada la corredera, se comprobó que el Abraham Líncoln había alcanzado una velocidad de dieciocho millas y cinco décimas por hora.

      Pero el maldito animal corría también a dieciocho millas y cinco décimas por hora.

      Durante una hora aún, la fragata se mantuvo a esa velocidad, sin conseguir ganarle una toesa al animal, lo que era particularmente humillante para uno de los más rápidos navíos de la marina norteamericana. Una ira sorda embargó a la tripulación, que injuriaba al monstruo, sin que éste se dignara responder. El comandante Farragut no se retorcía ya la perilla, se la comía.

      El ingeniero se vio convocado de nuevo.

      -¿Ha llegado usted al máximo de presión? -le preguntó el comandante.

      -Sí, señor -respondió el ingeniero.

      -¿Y están cargadas las válvulas?

      -A seis atmósferas y media.

      -Pues cárguelas a diez atmósferas.

      Una orden bien norteamericana, ciertamente. No se hubiera llegado más allá en el Mississippi en las competiciones de velocidad a que se entregan los vapores fluviales.

      -Conseil -dije a mi buen sirviente, que se hallaba a mi lado-, ¿te das cuenta de que muy probablemente vamos a saltar por los aires?

      -Como el señor guste -respondió Conseil.

      Pues bien, debo confesar que, en mi excitación, no me importaba correr ese riesgo.

      Se cargaron las válvulas, se reforzó la alimentación de carbón y se activó el funcionamiento de los ventiladores sobre el fuego. Aumentó la velocidad del Abraham Lincoln hasta el punto de hacer temblar a los mástiles sobre sus carlingas. Las chimeneas eran demasiado estrechas para dar salida a las espesas columnas de humo. Se echó nuevamente la corredera.

      -¿Y bien, timonel? -preguntó el comandante Farragut.

      -Diecinueve millas y tres décimas, señor.

      -¡Forzad los fuegos!

      -El ingeniero obedeció. El manómetro marcó diez atmósferas.

      Pero el cetáceo acompasó nuevamente su velocidad a la del barco, a la de diecinueve millas y tres décimas.

      ¡Qué persecución! No, imposible me es describir la emoción que hacía vibrar todo mi ser.

      Ned Land se mantenía en su puesto, preparado para lanzar su arpón.

      En varias ocasiones, el animal se dejó aproximar.

      -¡Le ganamos terreno! -gritó el canadiense.

      Pero en el momento en que se disponía al lanzamiento de su arpón, el cetáceo se alejaba, con una rapidez que no puedo por menos de estimar en unas treinta millas por hora. Y en alguna ocasión se permitió incluso ridiculizar a la fragata, impulsada al máximo de velocidad por sus máquinas, dando alguna que otra vuelta en torno suyo, lo que arrancó un grito de furor de todos nosotros.

      A mediodía nos hallábamos, pues, en la misma situación que a las ocho de la

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