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cogido todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado a mi búsqueda.

      -Comprendo, capitán, comprendo la alegría de pasearse en medio de tales riquezas. Es usted de los que han hecho por sí mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo que posea una semejante colección de productos del océano. Pero si agoto aquí mi capacidad de admiración ante estas colecciones, ¿qué me quedará para el barco que las transporta? No quiero conocer secretos que le pertenecen, pero, sin embargo, confieso que este Nautilus, la fuerza motriz que encierra, los aparatos que permiten su maniobrabilidad, el poderoso agente que lo anima, todo eso excita mi curiosidad… Veo en los muros de este salón instrumentos suspendidos cuyo uso me es desconocido. ¿Puedo saber… ?…

      -Señor Aronnax, ya le dije que sería usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna parte del Nautilus le está prohibida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es para mí un placer ser su cicerone.

      -No sé cómo agradecérselo, señor, pero no quiero abusar de su amabilidad. Únicamente le preguntaré acerca de la finalidad de estos instrumentos de física.

      -Señor profesor, esos instrumentos están también en mi camarote, y es allí donde tendré el placer de explicarle su empleo. Pero antes voy a mostrarle el camarote que se le ha reservado. Debe usted saber cómo va a estar instalado a bordo del Nautilus.

      Seguí al capitán Nemo, quien, por una de las puertas practicadas en los paneles del salón, me hizo volver al corredor del barco. Me condujo hacia adelante y me mostró no un camarote sino una verdadera habitación, elegantemente amueblada, con lecho y tocador.

      Di las gracias a mi huésped.

      -Su camarote es contiguo al mío -me dijo, al tiempo que abría una puerta-. Y el mío da al salón del que acabamos de salir.

      Entré en el camarote del capitán, que tenía un aspecto severo, casi cenobial. Una cama de hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el mobiliario, reducido a lo estrictamente necesario.

      El capitán Nemo me mostró una silla.

      -Siéntese, por favor.

      Me senté y él tomó la palabra en los términos que siguen.

      Capítulo 12

       Todo por la electricidad

      Índice

      -Señor -dijo el capitán Nemo, mostrándome los instrumentos colgados de las paredes de su camarote-, he aquí los aparatos exigidos por la navegación del Nautilus. Al igual que en el salón, los tengo aquí bajo mis ojos, indicándome mi situación y mi dirección exactas en medio del océano. Algunos de ellos le son conocidos, como el termómetro que marca la temperatura interior del Nautilus, el barómetro, que pesa el aire y predice los cambios de tiempo; el higrómetro que registra el grado de sequedad de la atmósfera; el storm glass, cuya mezcla, al descomponerse, anuncia la inminencia de las tempestades; la brújula, que dirige mi ruta; el sextante, que por la altura del sol me indica mi latitud, los cronómetros, que me permiten calcular mi longitud y, por último, mis anteojos de día y de noche que me sirven para escrutar todos los puntos del horizonte cuando el Nautilus emerge a la superficie de las aguas.

      -Son los instrumentos habituales del navegante y su uso me es conocido -repuse-. Pero hay otros aquí que responden sin duda a las particulares exigencias del Nautilus. Ese cuadrante que veo, recorrido por una aguja inmóvil, ¿no es un manómetro?

      -Es un manómetro, en efecto. Puesto en comunicación con el agua, cuya presión exterior indicaba también la profundidad a la que se mantiene mi aparato.

      -¿Y esas sondas, de una nueva clase?

      -Son unas sondas termométricas que indican la temperatura de las diferentes capas de agua.

      -Ignoro cuál es el empleo de esos otros instrumentos.

      -Señor profesor, aquí me veo obligado a darle algunas explicaciones. Le ruego me escuche.

      El capitán Nemo guardó silencio durante algunos instantes y luego dijo:

      -Existe un agente poderoso, obediente, rápido, fácil, que se pliega a todos los usos y que reina a bordo de mi barco como dueño y señor. Todo se hace aquí por su mediación. Me alumbra, me calienta y es el alma de mis aparatos mecánicos. Ese agente es la electricidad.

      -¡La electricidad! -exclamé bastante sorprendido.

      -Sí, señor.

      -Sin embargo, capitán, la extremada rapidez de movimientos que usted posee no concuerda con el poder de la electricidad. Hasta ahora la potencia dinámica de la electricidad se ha mostrado muy restringida y no ha podido producir más que muy pequeñas fuerzas.

      -Señor profesor, mi electricidad no es la de todo el mundo, y eso es todo cuanto puedo decirle.

       -Bien, no insisto, aun cuando me asombre tal resultado. Una sola pregunta, sin embargo, que puede no contestar si la considera usted indiscreta. Pienso que los elementos que emplee usted para producir ese maravilloso agente deben gastarse pronto. Por ejemplo, el cinc ¿cómo lo reemplaza usted, puesto que no mantiene ninguna comunicacion con tierra?

      -Responderé a su pregunta. Le diré que en el fondo del mar existen minas de cinc, de hierro, de plata y de oro, cuya explotación sería ciertamente posible. Pero yo no recurro a ninguno de estos metales terrestres, sino que obtengo del mar mismo los medios de producir mi electricidad.

      -¿Del mar?

      -Sí, señor profesor, y no faltan los medios de hacerlo. Yo podría obtener la electricidad estableciendo un circuito entre hilos sumergidos a diferentes profundidades, a través de las diversas temperaturas de las mismas, pero prefiero emplear un sistema más práctico.

      -¿Cuál?

      -Usted conoce perfectamente la composición del agua marina. En cada mil gramos hay noventa y seis centésimas y media de agua, dos centésimas y dos tercios aproximadamente, de cloruro sódico, y muy pequeñas cantidades de cloruros magnésico y potásico, de bromuro de magnesio, de sulfato de magnesio y de carbonato cálcico. De esa notable cantidad de cloruro sódico contenida por el agua marina extraigo yo el sodio necesario para componer mis elementos.

      -¿El sodio?

      -En efecto. Mezclado con el mercurio forma una amalgama que sustituye al cinc en los elementos Bunsen. El mercurio no se gasta nunca. Sólo se consume el sodio, y el mar me lo suministra abundantemente. Debo decirle, además, que las pilas de sodio deben ser consideradas como las más enérgicas y que su fuerza electromotriz es doble que la de las pilas de cinc.

      -Comprendo bien, capitán, la excelencia del sodio en las condiciones en que usted se halla. El mar lo contiene. Bien. Pero hay que fabricarlo, extraerlo. ¿Cómo lo hace? Evidentemente, sus pilas pueden servir para tal extracción, pero, si no me equivoco, el consumo de sodio necesitado por los aparatos eléctricos habría de superar a la cantidad producida. Ocurriría así que consumiría usted para producirlo más del que obtendría.

      -Por esa razón es por la que no lo extraigo por las pilas, señor profesor. Simplemente, empleo el calor del carbón terrestre.

      -¿Terrestre?

      -Digamos carbón marino, si lo prefiere -respondió el capitán Nemo.

      -¿Acaso puede usted explotar yacimientos submarinos de hulla?

      -Así es y habrá de verlo usted. No le pido más que un poco de paciencia, puesto que tiene usted tiempo para ser paciente. Recuerde sólo una cosa: que yo debo todo al océano. Él produce la electricidad, y la electricidad da al Nautilus el calor, la luz, el movimiento, en una palabra, la vida.

      -Pero no el aire que respira…

      -¡Oh!, podría fabricar el aire que consumimos, pero sería inútil, ya que cuando quiero subo a la superficie del mar. Si la electricidad no me provee del aire respirable, sí acciona,

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