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cosas, le llamé la atención porque lo conocía lo suficiente como para sentirme más asustado que divertido, pero él era un fanático y me arrojó de su casa. Ahora, no se expresaba menos fanático, pero su deseo de hablar se había antepuesto a su molestia y me había escrito categóricamente, con una letra que yo apenas reconocía. Al entrar en la vivienda de mi amigo, tan repentinamente transformado en una gárgola temblorosa, me sentí envenenado del terror que parecía vigilar en todas las sombras. Las convicciones y palabras declaradas diez semanas antes parecían haberse cristalizado en la oscuridad que reinaba más allá del halo de luz de la vela y sentí un sobresalto al oír la voz cavernosa y alterada de mi amigo. Quise tener cerca a alguno de los criados y me inquietó cuando me dijo que todos se habían marchado hacía tres días. Era muy raro que el viejo Gregory, hubiese dejado a su señor sin decírselo al menos a un amigo cercano como yo. Él era quien me tenía al tanto sobre Tillinghast desde que me echara con tanta furia.

      Sin embargo, no tardé en someter todos mis temores a mi creciente fascinación y curiosidad. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast de mí, pero no ponía en duda que tenía algún secreto maravilloso o algún descubrimiento que comunicarme. Antes, lo había censurado por sus inauditas incursiones en lo inconcebible, pero ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía con él su estado de ánimo, aunque fuera terrible el precio del éxito. Lo seguí escaleras arriba en la oscuridad de la casa vacía, siguiendo la llama vacilante de una vela que soportaba la mano de esta temblorosa caricatura de hombre. Parecía que la electricidad estaba desconectada y al preguntarle a mi amigo me dijo que era por un motivo concreto.

      —Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió susurrando.

      Noté particularmente su nueva costumbre de susurrar, ya que no era habitual en él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático y vi la infame máquina eléctrica irradiando una apagada y aciaga luminosidad violácea. Estaba conectada a una batería química muy potente, pero no recibía ninguna corriente. Yo recordaba que en su etapa experimental chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento. Le pregunté a Tillinghast y en respuesta murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo pensaba. A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que esta quedaba a mi derecha y conectó un artefacto que había debajo de una gran cantidad de lámparas. Comenzaron los conocidos chisporroteos, luego se convirtieron en un rumor y finalmente en un zumbido tan sutil que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Mientras tanto, había aumentado la luminosidad, disminuido otra vez y obtenido una pálida y rara coloración —o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome y distinguió mi expresión alterada.

      —¿Reconoces qué es eso? —susurró— ¡son rayos ultravioleta! —ante mi sorpresa se rio de forma extraña—. Tú creías que eran invisibles y, en efecto lo son, pero ahora pueden verse igual que muchas otras cosas también invisibles. ¡Oye! Las ondas de este aparato están despertando los miles de sentidos adormecidos que hay en nosotros, sentidos que obtuvimos durante los cientos de años de evolución que median desde la etapa de los electrones autónomos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad y tengo el propósito de enseñártela. ¿Quisieras saber cómo es? Pues te la mostraré. Tillinghast se sentó frente a mí en ese momento, apagó la vela de un soplo y me miró atentamente a los ojos. Tus órganos sensoriales, creo que tus oídos en primer lugar, captarán numerosas impresiones ya que están directamente relacionados con los órganos adormecidos. Luego lo harán los demás. ¿Has oído mencionar la glándula pineal? Me dan risa los endocrinólogos superficiales, colegas de los advenedizos y tramposos freudianos. Esa glándula es el más importante de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la vista, que transmite representaciones visuales al cerebro. Si eres una persona normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Estoy hablando de casi todo el testimonio del más allá.

      Miré la enorme habitación del ático, con su pared sur inclinada, ligeramente iluminada por los rayos que los ojos normales son incapaces de captar. Los rincones estaban bañados en sombras y todo el lugar había adquirido una irrealidad brumosa que alteraba su naturaleza y provocaba que la imaginación volara. Durante el instante que Tillinghast estuvo callado, me imaginé en medio de un fabuloso y extraordinario templo de dioses desaparecidos hace mucho tiempo y en un indefinido edificio con incontables columnas de piedra negra que se elevaban desde un suelo de húmedas lápidas hacia unas brumosas alturas que la vista no alcanzaba a fijar. Durante un rato, fue una representación muy vívida, pero, gradualmente, comenzó a dar paso a un pensamiento terrible, el de la soledad total y absoluta en el espacio infinito, donde no existen visiones ni sensaciones sonoras.

      Era como el vacío. Solo eso, pero sentí un miedo infantil que me estimuló a sacarme del bolsillo el revólver que siempre llevo conmigo cada noche desde la vez que me asaltaron en East Providence. Luego, el ruido de las regiones más remotas, fue cobrando gradualmente realidad. Era muy suave, sutilmente vibrante, definitivamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable ímpetu, que sentí su huella como una fina tortura por todo mi cuerpo. Experimenté esa sensación que nos produce el arañazo inesperado sobre un vidrio esmerilado. Al mismo tiempo, sentí algo así como una corriente de aire frío que pasó a mi lado, al parecer en dirección hacia el ruido distante. Permanecí con el aliento contenido y sentí que el ruido y el viento iban en aumento, dándome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos rieles por los que se acercaba una tremenda locomotora. Comencé a hablarle a Tillinghast y de inmediato se disiparon todas estas anormales impresiones. Volví a ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió con desagrado al ver el revólver que yo había sacado de manera instintiva, pero por su expresión, percibí que había visto y escuchado lo mismo que yo, si no más. Le describí en voz baja lo que había experimentado y me pidió que me estuviese lo más sereno y receptivo posible.

      —No te muevas —me indicó—, porque con estos rayos pueden vernos igual que nosotros podemos ver. Te he mencionado que los criados se han ido pero no te he contado cómo. Fue por culpa de esa necia ama de llaves, encendió las luces de abajo después de indicarle que no lo hiciera y los hilos captaron oscilaciones simpáticas. Debió de ser aterrador. A pesar de que estaba atento a lo que veía y oía en otra dirección, pude escuchar los gritos desde aquí. Después de eso, me quedé espantado al descubrir montones de ropa vacía por toda la casa. La ropa de la señora Updike estaba en el recibidor al lado del interruptor de la luz... por eso sé que fue ella quien la encendió. Pero no correremos peligro mientras no nos movamos. Recuerda que afrontamos un mundo espantoso en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas!

      El impacto combinado de tal declaración y la áspera orden me produjo una especie de parálisis y, aterrorizado, mi mente se abrió una vez más a las alteraciones procedentes de lo que Tillinghast llamaba “el más allá”. Me encontraba ahora en una vorágine de ruido y movimientos acompañados de imprecisas representaciones visuales. Distinguía los contornos borrosos de la habitación, pero a mi derecha, desde algún lugar del espacio, parecía brotar una humeante columna de nubes o formas imposibles de identificar que atravesaban el sólido techo por encima de mí. Después volví a experimentar la impresión de que estaba en un templo, pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano volátil de luz, del que bajaba un rayo deslumbrador a lo largo de la brumosa columna que había visto antes. Luego, el escenario se volvió casi totalmente caleidoscópico y en la mezcolanza de imágenes, sonidos e impresiones sensoriales indescriptibles, sentí que estaba a punto de esfumarme o de, alguna manera, perder mi forma sólida. Siempre recordaré esa visión deslumbrante y efímera.

      Por un instante, me pareció ver un raro fragmento de cielo nocturno poblado de esferas resplandecientes que giraban sobre sí y mientras desaparecía, pude ver que unos soles radiantes formaban una constelación o galaxia de trazado muy bien definido, dicho trazado correspondía al desfigurado rostro de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí deslizarse unos seres animados y formidables, a veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo teóricamente sólido, y me pareció que Tillinghast los percibía como si sus sentidos, más experimentados, pudieran captarlos visualmente. Recordé lo que me había dicho de la glándula pineal y me pregunté qué estaría

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