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a través de los expertos golpes en la bruta piedra que las aprisionaban desde los principios del mundo.

      Al igual que antes, Musides frecuentaba de noche los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos paseaba a solas por el olivar. Pero, mientras pasaba el tiempo, la gente notó cierta falta de alegría en el antes brillante Musides. Comentaban entre sí, que era muy raro que ese desánimo hubiera hecho presa a quien tenía tantas oportunidades de lograr los más altos honores artísticos. Siguieron pasando los meses, pero en el rostro apagado de Musides se percibía una afanosa tensión que debía estar provocada por la situación.

      Entonces, un día, Musides habló sobre la enfermedad de Calos. Después de eso, nadie volvió a asombrarse ante su tristeza ya que el afecto entre los dos escultores era ampliamente conocido como un afecto profundo y sagrado. Por tanto, muchos fueron a visitar a Calos, notando en efecto la palidez de su rostro, aunque se notaba en él una serena felicidad que hacía su mirada más brillante que la de Musides quien se hallaba visiblemente sumergido en la ansiedad, y que retiraba a los esclavos en su deseo por cuidar y alimentar a su amigo con sus propias manos. Mientras, las dos figuras inacabadas de Tycho se encontraban ocultas tras pesados cortinajes, apenas tocadas últimamente por el convaleciente y por su fiel enfermero.

      Mientras, inexplicablemente, empeoraba más y más a pesar de las atenciones de los turbados médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos con frecuencia solicitaba que le trasladaran a su tan amada arboleda. Allí solicitaba que lo dejasen solo, ya que deseaba dialogar con seres invisibles. Musides complacía invariablemente sus deseos, aunque con lágrimas en los ojos al creer que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Poco tiempo después, el fin estuvo cerca y Calos mencionaba cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió una sepultura aún más hermosa que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Solamente un deseo se amparaba en el pensamiento del moribundo, que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran enterradas en su sepultura y colocadas junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.

      Hermoso más allá de cualquier narración resultaba el sepulcro de mármol que el desconsolado Musides cinceló para su bien amado amigo. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido hacer aquellos bajorrelieves, donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.

      Cuando los primeros tormentos de la tristeza cedieron ante la resignación, Musides trabajó con ahínco en su figura de Tycho. Ahora le pertenecía todo el honor, ya que el tirano no deseaba sino su obra o la de Calos. Dio cauce a sus emociones a través del esfuerzo y trabajaba más duro cada día, absteniéndose de los placeres que una vez disfrutara. Mientras, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un joven olivo había brotado cerca de la cabeza del difunto. El crecimiento de este árbol fue tan rápido, y su forma era tan inaudita, que quienes lo contemplaban se desataban en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía descubrirse fascinado y repelido por él al mismo tiempo.

      Tres años después de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la gran estatua estaba terminada. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado extraordinarias proporciones y sobrepasaba al resto de los de su clase, desarrollando una rama particularmente pesada sobre el lugar en el que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a observar el prodigioso árbol tanto como para admirar el arte del escultor, razón esta por la que Musides casi nunca se hallaba solo. Pero a él no le interesaba esa cantidad de invitados, más bien parecía tener miedo de quedarse a solas ahora que había terminado su absorbente trabajo. El suave viento de la montaña susurrando a través del olivar y el árbol de la tumba, recordaba de forma extraña ciertos rumores vagamente pronunciados.

      El cielo había oscurecido la tarde en que llegaron a Tegea los emisarios del tirano. Era sabido de sobra que llegaban para hacerse cargo de la gran escultura de Tycho y para brindar imperecederos honores a Musides, por los que los próxenos les dedicaron un recibimiento sumamente caluroso. Ya, al caer la noche, sobre la cima del Menalo se desató una violenta ventisca, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder reposar a gusto en la ciudad. Hablaron sobre su ilustrado tirano y del esplendor de su ciudad, regocijándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la humanidad de Musides y de su honda tristeza por la pérdida de su amigo, así como de que ni las inminentes recompensas del arte lograrían animarlo ante la ausencia del Calos que podría haberlas disfrutado en su lugar. También mencionaron el árbol que crecía en la tumba junto a la cabeza de Calos. El viento comenzó a aullar aún más pavorosamente y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.

      Al día siguiente, los próxenos condujeron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había ejecutado extrañas proezas. Los gritos de los esclavos se alzaban en una terrible escena de desolación, los patios humildes y las tapias lucían solitarios y estremecidos, y en el olivar ya no se levantaban las brillantes columnas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Sobre la suntuosa galería mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del insólito árbol nuevo, reduciendo absolutamente a un montón de ruinas espantosas, aquel poema de mármol.

      Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande y siniestro árbol cuyo talante resultaba tan inexplicablemente humano y cuyas raíces alcanzaban de manera tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y su vértigo aumentaron al buscar entre el derribado aposento, ya que no pudo hallarse resto alguno del noble Musides ni de su imagen maravillosamente cincelada de Tycho. Entre aquellas espantosas ruinas no moraba sino el caos y los representantes de ambas ciudades se vieron desilusionados. Los siracusanos porque no tuvieron estatua para trasladar a casa y los tegeanos porque ya no tenían un artista al que conceder los laureles.

      Sin embargo, los siracusanos lograron obtener una espléndida estatua para Atenas y los tegeanos se consolaron levantando en el ágora un templo de mármol para evocar los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.

      Pero el olivar sigue allí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano ovejero me contó que a veces en las noches ventosas las ramas murmuran entre sí, diciéndose una y otra vez, “¡yo sé! ¡yo sé! ¡yo sé!”

       The Tree: escrito en 1920 y publicado en 1921.

      Los admiradores del horror suelen buscar los sitios lejanos y llenos de misterio como las catacumbas de Ptolomeo o los fastuosos mausoleos de cualquier parte. Se entregan a trepar las arruinadas torres de los castillos del Rin preferiblemente a la luz de la luna o a transitar inseguros entre las tenebrosas escaleras llenas de telarañas que aún existen entre los restos de algunas ciudades asiáticas. Sus templos son los bosques embrujados o las montañas escabrosas, y sus reliquias están dadas por los horribles monolitos que se alzan en islas deshabitadas. Sin embargo, para el verdadero amante del horror, aquel que puede llegar a sentir justificada toda su existencia ante un nuevo estremecimiento, son especialmente atractivas las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra, puesto que es allí donde se produce la combinación perfecta de elementos tales como la fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de fuerzas oscuras, que unidas en conjunto, pueden alcanzar altos vértices de lo tenebroso.

      Los paisajes más sugestivos, en este sentido, son necesariamente aquellos que se hallan a gran distancia de los caminos más recorridos, donde se levantan pequeñas viviendas sin pintar, casi siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna tosca ladera o algún peñasco gigantesco. A veces, han estado allí por más de doscientos años percibiendo continuas generaciones de inmensos árboles o de serpenteantes enredaderas. En la actualidad ha vencido la vegetación, que casi las ha devorado envolviéndolas con su verdosa sombra, sin embargo, sobreviven algunas ventanas pequeñas, por lo general de guillotina, como si fueran ojos que abren y cierran agobiados por la dificultad de expresar todo lo que saben. En esas casas han vivido decenas de personas de las más diversas naturalezas y de los más variados

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