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Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
Читать онлайн.Название Las tribulaciones de Richard Feverel
Год выпуска 0
isbn 9788417743949
Автор произведения George Meredith
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Creí que era su deber que fuera—observó.
—¡Lo era! —enfatizó el baronet.
—Y ya ve el resultado, señor —contestó Adrian—. Es difícil lidiar con estos agricultores. Por mi parte, preferiría estar en manos de un policía. La verdad es que Blaize nos tiene atrapados. ¿Cuáles fueron sus palabras, Ricky? Dilo con sus propias palabras.
—Dijo que haría deportar a Tom Bakewell.
Adrian se frotó las manos y volvió a sonreír. Entonces podían permitirse desafiar al señor Blaize, les informó, e hizo una misteriosa alusión al elefante púnico, rogando a sus parientes que estuvieran tranquilos. Estaban dando, en su opinión, demasiada importancia a la complicidad de Richard. El acusado era un idiota, y un extraordinario pirómano, por lo que no necesitaba un cómplice. Habría sido lo nunca visto en los anales de los incendios de pajares. Pero había que ser más severo que la ley para sostener que un niño de catorce años había instigado a un hombre adulto a cometer un crimen. Dicho así, parecería que el chico había sido «el padre del hombre» para vengarse, y lo siguiente que se oiría sería que «el bebé era el padre del chico». El sentido común gobernaba con más benevolencia que la metafísica poética.
Cuando terminó, con su acostumbrada franqueza, Austin preguntó qué quería decir.
—Confieso, Adrian —dijo el baronet, oyéndole protestar por la estupidez de Austin—, que por una vez me encuentro perdido. Por lo visto, este hombre, Bakewell, ha decidido no inculpar a mi hijo. Rara vez he escuchado algo que me haya gratificado tanto. Es una exhibición de nobleza innata en un hombre sencillo del que muchos caballeros deberían tomar ejemplo. Tenemos la obligación de hacer todo lo posible por ese hombre.
Tras anunciar que visitaría Belthorpe otra vez para conocer las razones del repentino rencor del granjero, sir Austin se levantó.
Antes de dejar la habitación, Algernon le preguntó a Richard si el granjero le había dado alguna razón de su decisión, y el chico dijo que los acusaba de sobornar testigos, y que el Gallo Enano no había jurado sobre la Biblia, lo que hizo que a Adrian se le saltaran las lágrimas de risa. Hasta el baronet sonrió ante la astuta diferencia entre jurar y jurar sobre la Biblia.
—¡Qué poco se conocen los campesinos! —exclamó—. Exageran las diferencias de manera natural. Se lo señalaré a Blaize. Verá que la idea es infundada.
Richard vio partir a su padre. Adrian también estaba incómodo.
—El que va a Belthorpe lo estropea todo —dijo—. El asunto terminará mañana: Blaize no tiene testigos. Ese viejo sinvergüenza solo quiere más dinero.
—No, no —le corrigió Richard—. No es así. Estoy seguro de que cree que han sobornado a los testigos, como él dice.
—¿Y qué pasa si es así, chico? —intervino Adrian con osadía—. Ha perdido la batalla.
—Blaize me dijo que si mi padre le daba su palabra de que no era así, la aceptaría. Mi padre dará su palabra.
—Entonces —dijo Adrian— será mejor que lo detengas.
Austin clavó la vista en Adrian y le preguntó si creía que las sospechas del granjero estaban justificadas. El joven sabio no iba a caer en la trampa. Había dado a entender que los testigos son inestables, y, como el Gallo Enano, están dispuestos a jurar con descaro, pero no sobre la Biblia. Cómo había llegado a ese dictamen, prefirió no explicarlo, pero insistió en que no permitieran que sir Austin fuera a Belthorpe.
Sir Austin estaba camino de la granja cuando oyó que corrían detrás de él. Era de noche, y sacó la mano de su capa para estrechar la mano de alguien a quien le costó reconocer. Era su hijo.
—Soy yo, señor —dijo Richard, jadeando—. Perdóneme. Es mejor que no vaya.
—¿Por qué no? —dijo el baronet, rodeándolo con un brazo.
—Ahora no —siguió el chico—. Esta noche se lo contaré. Debo ir yo a ver al granjero. Fue culpa mía, señor. Le mentí y los mentirosos deben comerse sus mentiras. Perdóneme por deshonrarle, señor. Mentí para salvar a Tom Bakewell. Déjeme ir y decir la verdad.
—Ve, y yo te esperaré aquí —dijo su padre.
El viento que doblaba las ramas de los viejos olmos haciendo temblar las hojas en el aire tenía su propia voz en la media hora en la que el baronet se paseó en la oscuridad arriba y abajo, esperando el regreso del joven. El solemne gozo de su corazón le otorgó voz a la naturaleza. A través de la desolación que le rodeaba —el lamento de la madre naturaleza por la tierra yerma—, captó señales inteligibles del orden benefactor del universo con un corazón cuya creencia en la bondad humana volvía a confirmarse, como se había manifestado en su querido niño, convencido de que el bien termina triunfando, pues sin él la naturaleza no tiene música ni sentido y es piedra, roca, árbol y nada más.
En la oscuridad, con las hojas golpeándole el rostro, escribió en su cuaderno: «Nada le vale a la mente, salvo la comprensión de la felicidad en la alta cumbre de la sabiduría, desde la que vemos el buen proyecto del mundo».
Capítulo XI
De los principales actores de la comedia de Bakewell, Ripton Thompson aguardaba pesaroso la temible mañana en que se decidiría el destino de Tom, y padecía horribles angustias. Adrian, al despedirse, había aprovechado para comentarle el lugar del criminal en la Europa moderna, asegurándole que el Tratado Internacional se ocupaba ahora de lo que antes promulgaba el Imperio Universal, y que, entre los bárbaros del Atlántico actual, como entre los escitas, un delincuente no encontraría refugio perseguido por un delegado.
En el hogar paterno, bajo el techo de la ley, fuera de la influencia de su joven e inconsciente amigo, la dudosa índole de su acto y el terrible aspecto del delito abrumaban a Ripton. Ahora lo veía por primera vez. «¡Es casi un asesinato!», decía su alma alucinada, y vagaba por la casa con un hormigueo de terror en el cuerpo. Su trastornada mente le llevaba a pensar en empezar una nueva vida en América como un caballero inocente. Le escribió a su amigo Richard, proponiéndole recaudar fondos y embarcar en caso de que Tom rompiera su palabra o fueran descubiertos de manera accidental. No se atrevía a confiarse a su familia, pues su líder le había desaconsejado cualquier debilidad de ese estilo, y, siendo de natural honesto y comunicativo, la restricción era dolorosa y la melancolía se apoderó del chico. Mamá Thompson lo atribuyó al amor.
Las cotillas de la casa aturullaban a la señorita Clare Forey. Las cartas que enviaba cada hora a Raynham y el silencio que de allí provenía, los nervios y su inusitada propensión a inflamársele las mejillas, se tomaban por signos de pasión. La señorita Letitia Thompson, la más bella y menos indiscreta, destinada por su padre al heredero de Raynham, consciente de su brillante futuro, había ensayado, desde la partida de Ripton, su forma de vestir y hablar, y había practicado bailes (estos con tanto éxito que, aunque no tenía quince años, hacía languidecer a su criada y derretía al pequeño lacayo). La señorita Letty, cuya sed insaciable de insinuaciones del joven heredero Ripton no alcanzaba a satisfacer, lo atormentaba vengativamente todos los días, y una vez, de modo inconsciente, le dio un buen susto al muchacho. Después de cenar, cuando el señor Thompson, antes de acostarse, leía el periódico junto al fuego, y mamá Thompson y su prole femenina se atareaban, sentadas, con el complejo arte de la aguja, la señorita Letty se puso detrás de Ripton y dejó caer, entre él y el libro, la letra P, grande y luminosa, del asunto que imaginaba le absorbía tanto como a ella. La inesperada visión acusatoria, la resplandeciente y acechante letra hizo que Ripton saltara de la silla, y con su tradicional indecisión sobre qué color asumir, la culpa en sus mejillas cambió del rojo al blanco y del blanco al rojo. Letty rio triunfal. «Pasión»,