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a los habitantes de la abadía de Raynham, pues era su obligación, y lamentaría verlos metidos en problemas. Solo pedía que no sobornaran a los testigos. Era un hombre de ley. La clase era importante, y el dinero también, pero la ley era aún más importante. La ley, en este país, estaba por encima del soberano, y el soborno es una traición al reino.

      —Vengo personalmente —explicó el baronet— a contarle con franqueza cómo me he enterado del terrible lío en que se ha metido mi hijo. Le prometo una indemnización por su pérdida, y una disculpa que complacerá sus sentimientos. Le aseguro que sobornar testigos no es propio de los Feverel. Lo que le pido a cambio es no presentar la acusación. Ahora la cuestión está en sus manos. Yo estoy obligado a hacer cuanto sea preciso por ese hombre apresado. Cómo y por qué mi hijo sugirió o participó en tal acto no puedo explicarlo, porque no lo sé.

      —¡Hum! —dijo el granjero—. Yo sí.

      —¿Conoce el motivo? —Sir Austin lo miró fijamente—. Le ruego que me lo haga saber.

      —Al menos creo estar bastante cerca de adivinarlo —dijo el granjero—. Su hijo y yo no somos amigos, sir Austin, por decirlo de manera cortés. Soy un hombre al que no le gusta que los jóvenes caballeros cacen en mis tierras sin mi permiso. En especial cuando hay muchas aves. Parece que al joven Richard sí le gusta. En consecuencia, tuve que sacar el látigo, como en las carreras de caballos. ¡Esto es mío! Es lo que tengo que decir, y el que avisa no es traidor. Lo siento, pero es lo que pasó.

      Sir Austin se marchó en busca de su hijo, para hablarle del asunto.

      En su entrevista, Algernon se desvivió en promesas y cerveza. También le aseguró al granjero que ningún Feverel se vería afectado por sus condiciones.

      Austin Wentworth no fue menos displicente. El granjero estaba satisfecho.

      —El dinero está asegurado —se dijo—; ahora ¡a por la disculpa! —Blaize se reclinó en su butaca.

      El granjero creyó, como era natural, que las tres visitas habían sido planeadas conjuntamente. Aun así, le sorprendía la franqueza del baronet, que no hubiera esperado al tercer juicio. Estaba considerando si eran sinceros o fútiles cuando se anunció la llegada del joven Richard.

      Una bella joven con las rosas de trece primaveras en las mejillas y abundantes tirabuzones rubios tropezó al ver al chico, y se recogió tímidamente tras el sillón del granjero para hurtar una mirada al apuesto recién llegado. Blaize informó al visitante de que era su sobrina, Lucy Desborough, hija de un coronel de la Marina Real y, aun mejor, aunque no lo dijo en voz alta, muy buena chica.

      Ni la excelencia de su carácter ni su clase tentaron a Richard a inspeccionar a la joven damita. Hizo una torpe reverencia.

      El granjero lanzó una mirada pícara.

      —Su padre —dijo— luchó y murió por el país. Un hombre que lucha por su país puede ir con la cabeza bien alta. ¡Los Desborough de Dorset! ¿Conoce esa familia, muchacho?

      Richard no la conocía y, por su aspecto, no parecía querer conocer a ninguno de sus descendientes.

      —Sabe hacer natillas y tartas —continuó el granjero, sin apreciar el semblante serio de su oyente—. Es una señorita tan buena como la mejor. No me importa que sean católicos; los Desborough de Dorset son caballeros. Se le da bien el piano. Lo toca para mí por las noches. Yo prefiero las canciones tradicionales; ella, las modernas. Conmigo aprenderá cosas útiles. Sabe hablar francés bastante bien, pues estuvo en Francia un par de años. Aunque yo prefiero que cante a que hable. ¡Ven, Lucy! ¡Anímanos con una canción! ¿No quieres? Esa sobre Viffendeer, una mujer —tradujo el título de la canción— que lleva puesto… ¡Ya sabes qué! Y se pasa el rato con los soldados franceses: una desvergonzada de las buenas.

      Mademoiselle Lucy corrigió el francés de su tío, pero se negó a hacer nada más. El apuesto joven se sentía tan impresionado que no podía hablar, y menos cantar en su presencia; se quedó de pie, sosteniéndose con una mano en una silla para no caerse, mientras decía «no» una docena de veces de manera diferente, y movía la cabeza mirando al granjero con atención.

      —¡Ja! —rio el granjero, haciendo caso omiso—. Aprenden pronto la diferencia entre los jóvenes y los viejos. ¡Vamos, Lucy! Ve a estudiar la lección de mañana.

      Reticente, la hija del coronel de la Marina Real desapareció. La cabeza de su tío la siguió hasta la puerta, donde se demoró un instante para echar un último vistazo al cabizbajo visitante. Y luego se marchó a toda velocidad.

      El granjero Blaize rio entre dientes.

      —¡No le tiene cariño ni nada a su tío! No es mala enfermera: tiene el alma más bella que se pueda encontrar. Te lee, te da de beber y te canta, si quieres y no está cansada. Es una buena cabezota. ¡Dios la bendiga!

      El granjero quizá planeaba, con los elogios a su sobrina, dar tiempo a su visitante a recobrar la compostura, y establecer un tema de interés común. Sin embargo, sus comentarios irritaron y confundieron al joven carcomido por la vergüenza. La intención de Richard era llegar al umbral del granjero, llamarle y, con voz alta y orgullosa, echarse la culpa de la acusación contra Tom Bakewell. Había recobrado, de camino a Belthorpe, su anterior naturaleza, y verse forzado a entrar en la casa de su enemigo, apoyarse en la silla y aguantar que le presentara a su parentela, era más de lo que podía soportar. Comenzó a parpadear muy rápido preparándose para recibir la horrible dosis, cuyo retraso por la cordialidad del granjero añadía una amargura inconcebible. El granjero Blaize se sentía a gusto; no tenía prisa. Habló del tiempo y de la cosecha, de las recientes reformas de la abadía, comentó por encima los resultados de cricket del año y deseó que ningún Feverel volviera a perder una pierna cazando. Richard veía y oía «pirómano» en cada palabra. Parpadeó más deprisa según se acercaba la amarga copa. En un momento de silencio, la agarró y soltó un grito ahogado.

      —¡Señor Blaize! He venido a decirle que yo prendí fuego a su pajar la otra noche…

      Una extraña consternación se formó en la boca del granjero. Cambió de postura y dijo:

      —¿Sí? Así que, ¿es eso lo que ha venido a decirme, señor?

      —Sí —dijo Richard con firmeza.

      —¿Y eso es todo?

      —¡Sí! —reiteró Richard.

      El granjero volvió a cambiar de postura.

      —Entonces, muchacho, ha venido a contarme una mentira.

      Miró directamente al chico, impertérrito ante la descarga de ira que acababa de provocar.

      —¡Se atreve a llamarme mentiroso! —gritó Richard.

      —¡He dicho —el granjero renovó su primer énfasis, y se golpeó el muslo para demostrarlo— que eso es mentira!

      Richard extendió el puño.

      —¡Me ha insultado dos veces! ¡Me ha golpeado! ¡Se ha atrevido a llamarme mentiroso! Me habría disculpado. Le habría pedido perdón para sacar a ese tipo de la cárcel. ¡Sí! Me habría rebajado para que otro hombre no sufriera por mis actos.

      —¡Bastante correcto! —replicó el granjero.

      —Y aprovecha esta oportunidad para insultarme de nuevo. ¡Es usted un cobarde, señor! Nadie salvo un cobarde me habría insultado en su propia casa.

      —Siéntese, siéntese, señorito —dijo el granjero, señalando la silla y aplacando el estallido con la mano—. Siéntese. No tenga prisa. Si no hubiera tenido prisa el otro día, habríamos quedado como amigos. Siéntese, señor. Siento haberle creído un mentiroso, señor Feverel, o a cualquiera con su nombre. Respeto a su padre, aunque sea de la oposición. Estoy dispuesto a pensar bien de usted. Lo que digo es que eso que afirma no es verdad. Que sepa que por ello no pienso mal de usted. Pero insisto en que no es así. ¡Eso es todo! Lo sabe tan bien como yo.

      Richard, negándose a mostrarse apaciguado, volvió a sentarse

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