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sus vecinos, y a través de ellos conquistar buena parte del mundo, para bien o para mal. Sir Austin poseía ese don. Hablaba como portador de verdad, y persistía tanto en ella que le concedían autoridad los que no le entendían y dejaba en silencio a los que le entendían.

      —Ya veremos —fue el argumento del doctor Clifford y de otros no creyentes.

      Hasta ahora el experimento había tenido éxito. No se podía encontrar un joven más hermoso, cordial y bueno. Su promesa era innegable. La embarcación, también, aunque ahora estaba atracada en el puerto, sin haber sufrido los elementos del gran océano; había tenido un viaje de prueba, y se las había arreglado dignamente en aguas tormentosas, como mostraba la comedia Bakewell presenciada en Raynham. Ningún augurio podía dar mejores esperanzas. ¡El destino debía de ser duro, la prueba severa, la suerte oscura para destruir tan brillante primavera! Pero, aun siendo tan brillante, el baronet no relajaba su vigilancia. Les dijo a sus amigos más íntimos:

      —Cada acto, cada inclinación fomentada, cada pensamiento planta una semilla para el futuro en el momento de florecer. El nuevo brote requiere ahora incesantes cuidados.

      Y de ese modo lo vigilaba sir Austin. El joven se sometía a examen cada noche antes de acostarse, supuestamente para dar cuenta de sus estudios, pero el objetivo era recapitular las experiencias morales del día. Podía hacerlo, pues era puro. Su padre percibía cada extravagancia, lo desusado o vivaz de su imaginación, y lo adjudicaba a su desarrollo. No hay nada como una teoría para atar a los sabios. Sir Austin, a pesar de su rígida custodia, conocía menos a su hijo que el sirviente de su casa. Y era sordo, además de ciego. Adrian creyó su deber informarle de que el joven consumía papel. Asimismo, la señora Blandish destacó sus tendencias lunares. Sir Austin, desde su noble torre de control del sistema, lo había previsto. Pero, cuando se enteró de que el joven escribía poesía, su herido corazón encontró la ocasión para perturbarse.

      —¿Me imagino —dijo la señora Blandish— que ya sabías que escribía?

      —Sí, pero escribir es distinto a escribir poesía —dijo el baronet—. Ningún Feverel ha escrito nunca poesía.

      —No creo que sea signo de degeneración —comentó la dama—. Rima muy bien, a mi parecer.

      Un frenólogo de Londres y un profesor de poesía de Oxford tranquilizaron el pavor de sir Austin.

      El frenólogo dijo que el muchacho carecía de habilidad para imitar; el profesor, que estaba negado para la rítmica, y lo ejemplificó con varios reconfortantes ejemplos de las pocas efusiones literarias que examinó. Sumado a esto, sir Austin le dijo a la señora Blandish que Richard había hecho, por su bien, lo que ningún poeta había sido capaz: con sus propias manos, a sangre fría, había condenado su manuscrito a las llamas, lo que hizo que la señora Blandish suspirara: «¡Pobrecillo!».

      Matar a un hijo querido es una imposición dolorosa. Para un joven en flor que se cree poeta, pedirle que destruya a su primogénito sin motivo (aunque fingir un motivo convincente para justificarlo habría sido una farsa) es un despotismo aborrecible, y las flores de Richard se marchitaron. Un ser extraño atravesó y cortó su cráneo con dedos sagaces y rígidos, aplastó su alma y, con una voz infalible, ¡le declaró el animal que le hacía sentirse tan animal! No solo sus flores se marchitaron; se retrajeron sus brotes y ramitas. Y cuando, al quedarse solos (tras haberse marchado el frenólogo), y con toda ternura, su padre le dijo que le complacería ver esos escritos precoces y sin valor en las cenizas, las últimas flores de su mente cayeron al instante. La naturaleza de Richard quedó desnuda. No protestó. ¡Era suficiente desearlo! No perdería un minuto. Le pidió a su padre que lo siguiera, fue hacia un cajón de su cuarto, y de una cómoda de sábanas limpias, que no habría sospechado sir Austin, el hermético joven sacó un fardo tras otro, cada uno bien atado, titulado y numerado, y los lanzó a las llamas. Y así dijo adiós a su ambición. Y, con ello, a la verdadera confianza entre padre e hijo.

      Capítulo XIII

      Era el momento, como había escrito sir Austin, de la edad magnética: la edad de la atracción violenta, cuando oír hablar del amor es peligroso, y verlo, la transmisión de la enfermedad. Los habitantes de Raynham fueron avisados por el baronet, y criticaron duramente su reputación de sabio por las órdenes que creyó adecuado difundir con el mayordomo y el ama de llaves a los demás criados, para evitar que su hijo contemplara algún indicio de pasión. Despidieron a un criado y a dos criadas cuando Benson informó que estaban inmersos o inclinándose hacia ese estado, tras lo cual renunciaron una cocinera y una lechera, aseverando que «no es que desearan hombres jóvenes, sino que era intolerable ser vigiladas por un vejestorio», refiriéndose a que el mayordomo «era demasiado para una cristiana», y se mostraron muy mezquinas al desviarse a la calamidad marital de Benson, dando a entender que algunos hombres dan con la horma de su zapato. La vigilancia de Benson se volvió tan insoportable que Raynham se habría quedado sin sus mujeres si Adrian no hubiera intervenido, advirtiendo al baronet de la mano dura que ejercía el mayordomo. Sir Austin lo reconoció con desánimo.

      —¡Solo demuestra —dijo, con su espíritu de justicia— que es imposible legislar donde hay mujeres!

      —Sí —dijo Adrian, cuya discreción era maravillosa.

      —No pasear en parejas —siguió el baronet—, no besarse en público. Ningún chico debería ser testigo de esas cosas. Cuando los dos sexos están juntos, se comportan como idiotas, y cuando están sobrealimentados, maleducados y desocupados hay que tomar cartas en el asunto. Que se sepa que solo quiero discreción.

      Se ordenó, por tanto, que la discreción reinara en la abadía. Bajo la tutela de Adrian hasta las más bellas criadas adquirieron esa virtud.

      La discreción también se mantenía en la parte superior de la casa. Sir Austin, que parecía no darse cuenta del caso del vicario de Lobourne, había pedido a la señora Doria que prohibiera, o al menos lo disuadiera de sus visitas, pues el hombre era un mar de suspiros.

      —¡De verdad, Austin! —dijo la señora Doria, sorprendida de encontrar a su hermano más despierto de lo que suponía—. Nunca le di esperanzas.

      —Házselo ver, entonces —respondió el baronet—, házselo ver.

      —Es que me entretiene —dijo la señora Doria—. Sabes que las criaturas inferiores tenemos aquí pocos pasatiempos. Confieso que preferiría un organillo; me recuerda la ciudad y la ópera, y toca más de una melodía. Sin embargo, ya que piensas que mi compañía es mala para él, no vendrá más.

      Con la devoción propia de una mujer, esperaba paciente el momento en que se hablara de su hija Clare y de su futuro. El corazón maternal de la señora Doria ya había prometido a los dos primos, Richard y Clare; los veía casados y con hijos. Por eso cedía el paso a los placeres, por eso se encerraba en Raynham, por eso soportaba un millón de tonterías, exacciones, inconvenientes, cosas abominables para ella, y Dios sabe qué formas de tortura y abnegación, con la sonrisa de la más voluntariosa mártir: una madre con una hija que casar. La señora Doria, una viuda agradable, se habría casado de no ser por su hija Clare. Tenía un pelo que a cualquier mujer le encantaría tener. Era el tema de su criada: la aureola natural de su cabeza. Era feliz, ingeniosa y lo suficientemente joven para exigir un destino, ¡y renunciaba a todo por su hija! Sacrificaba, con unas tijeras heroicas, pelo, ingenio, alegría… ¡No conviene enumerar más, pero podríamos seguir! Y era única entre un millón, un millón que no obtenía recompensa del héroe, pues estima el aplauso, la condolencia, la compasión y el honor. ¡Ellas, pobres esclavas, solo deben buscar la oposición de su sexo y el desprecio del nuestro! ¡Oh, sir Austin! ¡De no haber estado tan ciego, qué aforismo podría haber redactado con ese punto de vista! A la señora Doria le dijo con frialdad, de hermano a hermana, que en la edad magnética su hija no era bienvenida en Raynham. En lugar de ofenderse, su pensamiento fue la montaña de prejuicios contra los que tenía que luchar. Hizo una reverencia y dijo que Clare necesitaba el aire del mar; no se había recuperado de aquella aciaga noche. ¿Cuánto, quería saber la señora Doria, iba a durar el peculiar período?

      —Eso

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