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Ciro.

      –¿No vas a entrar? –preguntó Dante al cabo de unos segundos.

      –Esto no es una broma, ¿verdad? Vives aquí, ¿no?

      –No, no es ninguna broma –dijo él, clavando en ella sus ojos verdes–. Anda, pasa de una vez. No tienes nada que temer.

      Aislin entró, y lo que vio la dejó boquiabierta.

      –¿No es lo que esperabas?

      Ella sacudió la cabeza, mirando las preciosas molduras de los altos techos.

      –Pues espera a ver lo demás –continuó él.

      –Dios mío…

      –¿Te gusta?

      –No sé qué decir –admitió ella.

      Dante siempre disfrutaba de la reacción de la gente al ver su hogar. Había comprado la planta entera del edificio y la había convertido en una sola casa, pero sin usar las típicas tácticas marrulleras de tantos hombres poderosos. No había tenido que presionar a nadie para que le vendiera su propiedad. Sencillamente, había pagado el doble de lo que valían y, como una pareja de ancianos se negaba a vender, solucionó el problema mediante el procedimiento de contratarlos.

      En cuanto al resto del edificio, lo compró de la misma forma y lo dividió en apartamentos para sus empleados, que vivían allí. De ese modo, estaba constantemente protegido sin tener que compartir su espacio personal.

      –¿No tienes jardín? –preguntó ella, mirando por un balcón.

      Dante la miró con asombro. Era la primera vez que le preguntaban eso.

      –No, no tengo.

      –¿Ni siquiera en la azotea?

      –No, ni siquiera –respondió Dante–. La azotea es un patio con una piscina.

      –Ah –dijo ella, nuevamente sorprendida–. Es una buena idea, pero ¿qué haces en invierno?

      –Depende del tiempo que haga. Está climatizada; pero, si hace mucho frío, uso la de la planta baja, que está dentro.

      –¿Tienes dos piscinas y ningún jardín?

      –Nunca he sentido la necesidad de tener un jardín.

      –¿Y qué pasará si tienes niños?

      –Tampoco siento el deseo de tenerlos.

      Aislin frunció el ceño.

      –¿Eso es lo que vamos a decir a la gente?

      –¿De qué demonios estás hablando?

      –De que les vamos a decir que nos hemos comprometido y, si los italianos se parecen a los irlandeses, querrán saber cuántos niños tendremos.

      –Bueno, si te preguntan eso, di que no lo hemos pensado todavía –contestó Dante–. Y, ahora, permíteme que te enseñe tu habitación… Espero que te guste más que el resto de la casa.

      –Yo no he dicho que no me guste. Es que estoy abrumada con su tamaño –declaró ella–. Vivo en una casucha ridícula, que comparto con Orla y Finn.

      Aislin no estaba exagerando. Vivía en una minúscula casa de dos habitaciones, lo único que les había dejado su madre cuando hizo las maletas y se fue, decidida a recuperar su juventud perdida. Pero, al menos, había tenido la decencia de transferirles la propiedad.

      Habían pasado cinco años desde entonces, y Aislin empezaba a pensar que había salido definitivamente de sus vidas. A fin de cuentas, si Sinead O’Reilly no había vuelto tras el terrible accidente de Orla y el nacimiento prematuro de su nieto, no había nada que la pudiera hacer volver.

      Fuera como fuera, también era cierto que el tamaño y la belleza del domicilio de Dante la tenían desconcertada. La luz del sol daba un tono alegre a los oscuros muebles de madera, que de otro modo habrían resultado sombríos, y todo tenía un aire tan vibrante y suntuoso como su sexy dueño.

      –¿Cómo vamos a convencer a nadie de que vivo en tu mundo? –preguntó ella, repentinamente ansiosa.

      Él la miró un momento y sonrió.

      –Esa es precisamente la razón de que seas perfecta para interpretar el papel de mi novia. Eres distinta a las demás. No te pareces en nada a mis amantes habituales. Eres tan diferente que Riccardo te va a adorar.

      –¿Quién es Riccardo?

      –Riccardo d’Amore es el hombre al que debemos engañar.

      –¿Y por qué tenemos que engañarlo? Discúlpame, pero aún no me has explicado por qué quieres que finja ser tu prometida.

      Dante la estaba llevando por una sala llena de obras de arte, desde cuadros hasta esculturas; y, al llegar a otro salón, dijo:

      –He estado negociando con el hijo de Riccardo, Alessio. Tiene un programa informático que me ayudaría a entrar en el mercado estadounidense, pero la muerte de mi padre provocó un bombardeo de noticias negativas. La prensa hablaba continuamente de su adicción al juego y las mujeres y, como Riccardo es un hombre conservador, tuvo miedo de que yo haya salido a él y saboteó el acuerdo que Alessio y yo estábamos a punto de alcanzar.

      –¿Puede hacer eso?

      Dante asintió.

      –Me temo que sí. Alessio dirige la compañía, pero Riccardo es el accionista mayoritario.

      –¿Y fingirnos novios cambiará la situación?

      –Mira… Riccardo cree que el juego es cosa del diablo y que el sexo fuera del matrimonio es pecado. Imagínate lo que pensará de mí, teniendo en cuenta que mi padre era ludópata y mi madre se divorció de él –respondió Dante–. Pero puede que me gane su confianza si me ve contigo. Eres una mujer inteligente, trabajadora y completamente leal a tu familia.

      –Lo entiendo, pero ¿cómo lo vamos a convencer de que estamos comprometidos? Acabas de romper tu última relación y, por muy rápido que seas, nadie creería que te hayas embarcado en otra.

      Dante clavó la vista en sus labios y se preguntó a qué sabrían. Aislin le gustaba tanto que casi no se podía controlar. Se sentía como si volviera a ser un adolescente, como si no fuera un adulto que se había acostado con docenas de mujeres.

      –Nos atendremos a la verdad en todo lo que podamos –replicó él–. Diremos que nos conocimos cuando viniste a Sicilia para hablarme de tu hermana, lo cual es cierto.

      –De nuestra hermana –puntualizó Aislin.

      –De nuestra hermana –repitió Dante con un suspiro–. En cuanto a lo demás, nos limitaremos a decir que fue un flechazo, que nos enamoramos a simple vista. Eres tan diferente que me quedé prendado de ti en cuanto nos vimos, y supe que quería casarme contigo y vivir para siempre a tu lado.

      Cuando terminó su declaración, Dante se dio cuenta de que estaba hablando en voz baja y de que había avanzado hacia ella sin ser consciente. De hecho, estaba tan cerca que sintió el impulso de alzar un brazo y acariciarle la mejilla, aunque se refrenó.

      –¿Porque soy diferente? ¿Solo por eso? –preguntó ella, en un tono tan bajo como el suyo.

      –Sí –respondió él, deseándola con toda su alma.

      –¿Y diremos la verdad sobre Orla?

      El recordatorio del gran secreto de su padre le sentó como si le hubieran echado un cubo de agua fría, así que carraspeó y dio un paso atrás.

      –Las mentiras tienden a complicar las cosas. Como ya he dicho, nos atendremos a la verdad cuando sea posible, sin inventar nada más que nuestra decisión de casarnos. Y ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.

      –Ah.

      –Tu habitación está al final de ese pasillo, a la izquierda –le informó–. Acomódate y explora todo lo que

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