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que yo soy una mujer de fiar y que intentaré ser la mejor novia que el dinero pueda comprar. Haré todo lo que me digas durante la celebración de la boda, y me aseguraré de que Riccardo crea que estamos profundamente enamorados.

      La imaginación de Dante se desbocó, y empezó a pensar en todas las formas posibles de tomarle la palabra, empezando por tumbarla en la mesa y penetrarla.

      –Solo tienes que ser tú misma –replicó, haciendo un esfuerzo por contenerse–. Pero tendremos que comprarte ropa adecuada.

      –¿Qué quieres decir con «adecuada»?

      –Algo que esté a la altura del acontecimiento y con lo que te sientas cómoda.

      –Umm… No sé si la ropa que a mí me parece cómoda sería precisamente adecuada –afirmó ella.

      –Bueno, hay tiendas con profesionales que sabrán ayudarte a elegir. Si te parece bien, mañana iremos de compras.

      Ella frunció el ceño.

      –Tendrás que prestarme dinero, porque no tengo ni un céntimo.

      Dante arqueó una ceja. Todas las mujeres con las que salía daban por sentado que los gastos corrían de su cuenta, pero Aislin también era distinta en ese sentido.

      –Mientras trabajes para mí, no tendrás que pagar nada.

      –Vaya, ¿ahora eres mi jefe?

      –Te pago por un servicio, de modo que sí, soy tu jefe.

      –No juegues con tu suerte, Moncada –replicó ella, entrecerrando los ojos.

      –¿Cómo?

      –Ni tú eres mi jefe ni yo tu empleada. Sencillamente, tenemos un acuerdo que es beneficioso para los dos. No estropees mi agradecimiento, por favor.

      –Si te has sentido insultada, perdóname –dijo Dante, desconcertado–. Solo quería decir que estás en mi casa y en mi mundo, un lugar donde la vida es bastante cara. Y lo estás por mi culpa, así que es lógico que asuma los gastos.

      Aislin volvió a sonreír.

      –Dicho así, suena mejor.

      Incómodo, Dante se levantó del sillón y alcanzó la cazadora, que había dejado en el respaldo.

      –Es hora de comer –anunció.

      –¿Vamos a salir?

      Él asintió. Había hablado con su chef para que preparara algo de comer, pero tenía miedo de lo que pudiera pasar si se quedaban en la casa. El deseo de tocarla era tan intenso que casi no se podía controlar.

      ¿Cómo iba a sobrevivir a cinco días con ella? Solo se le ocurría una forma: un montón de duchas frías. Pero, de momento, podía empezar por comer con ella en un local público y evitarse tentaciones innecesarias.

      –¿Te apetece algo en particular? –le preguntó.

      Aislin sonrió un poco más.

      –Sí, pizza.

      Cuando salieron a la calle, Aislin miró el despejado cielo azul y se quitó el jersey, aprovechando que debajo llevaba una camiseta negra. La caricia del sol resultaba muy agradable tras el largo invierno.

      Un segundo después, se anudó el jersey a la cintura y, al ver que Dante la estaba mirando como si fuera un bicho raro, dijo:

      –Aún no estamos con tus amigos de la alta sociedad.

      –No, pero ¿no tendrás frío en camiseta?

      –¿Frío? Comparado con el clima de Irlanda, esto es una maravilla. No había visto el sol desde septiembre del año pasado.

      Aislin no podía estar más contenta. El dinero estaba en la cuenta de Orla, y el resto llegaría con la prueba de ADN; pero, por mucho que se alegrara de ello, sus pensamientos no estaban en Finn y su hermana, sino en Dante. Se había portado maravillosamente bien. En lugar de echarla de su casa de campo, le había ofrecido la solución de sus problemas. Y estaba decidida a devolverle el favor.

      Mientras caminaban por las empedradas calles, seguidos a escasa distancia por dos guardaespaldas, Aislin se dedicó a admirar la ciudad. Había puestos de flores, tiendas de frutas y verduras y terrazas donde la gente fumaba, charlaba y tomaba café.

      –Palermo es tan vibrante… –dijo al cabo de un rato–. No se parece a ninguno de los sitios que conozco.

      –¿Has viajado mucho?

      –Fuera de Irlanda, no. Estuve en Londres un par de veces, y pasé un verano en la campiña francesa, trabajando en la vendimia –respondió ella–. Pero llevaba tres años sin salir de Kerry, y esto es completamente distinto.

      –¿En qué sentido?

      –¡Para empezar, en que no llueve! –exclamó Aislin con entusiasmo–. Aunque no quiero ser injusta con mi tierra, es un lugar precioso, y el sol se digna a salir de vez en cuando. Además, nuestro pueblo está junto a un bosque lleno de animales, que ocasionalmente se acercan a las casas. Cuando tenía diez años, vi un ciervo en el jardín. Orla se puso a gritar, y el ciervo salió corriendo.

      Dante escuchó sus explicaciones con una sonrisa en los labios. La transferencia bancaria había servido para que dejara de estar a la defensiva y se mostrara tal como era, una chica encantadora que adoraba hablar.

      Al llegar a la pizzería, se preguntó cómo era posible que se hubiera equivocado tanto. La había sacado de la casa pensando que el paseo enfriaría su tórrida imaginación, pero Aislin estaba tan sexy con sus botas, sus leggings y su jersey atado a la cintura que tuvo que meterse las manos en los bolsillos para no tocarla.

      Su amigo Gio, que era el dueño del local, lo saludó con un abrazo y dos besos en las mejillas. Dante se los devolvió y le presentó a Aislin, quien recibió el mismo tratamiento cariñoso, como si se conocieran de toda la vida.

      Tras sentarse, ella miró a Dante con curiosidad y preguntó:

      –¿Todos los sicilianos son tan besucones?

      –¿Besucones? No sé qué quieres decir.

      –Bueno, te ha besado en las dos mejillas. Y tú has hecho lo mismo.

      Él se encogió de hombros.

      –Es algo típicamente siciliano. A los mediterráneos nos gusta el contacto.

      –Pues yo no conozco a ningún irlandés que no se liara a puñetazos si otro hombre le diera un beso.

      Dante rompió a reír.

      –Me encanta tu sentido del humor –dijo.

      –Qué quieres que le haga… Soy irlandesa. Será cosa de la tierra.

      Aislin pidió una cerveza al camarero y, al darse cuenta de que Dante parecía sorprendido, se sintió en la necesidad de tranquilizarlo.

      –No te preocupes. Cuando estemos en la boda, pediré vino. No te dejaré en mal lugar.

      –De ninguna manera. Quiero que seas tú misma durante todo el fin de semana. Si quieres tomar vino, tómalo; pero, si prefieres cerveza, toma cerveza.

      –Oh, vamos, no puedo hacer eso si todos los demás toman champán o cosas así –alegó ella–. Además, lo que dices no es cierto. ¿Cómo puedo ser yo misma si quieres que lleve ropa de una boutique?

      –Ropa que elegirás tú y nadie más que tú –puntualizó él–. Lo digo en serio. Quiero que estés relajada y que seas como eres.

      Aislin alzó su cerveza a modo de brindis.

      –Me alegra saberlo, porque el vino no me sienta muy bien.

      –¿Por eso bebes cerveza?

      –No, bebo cerveza porque es lo que me puedo permitir. Soy una estudiante en la ruina, ¿recuerdas? Es eso o pedir algún alcohol barato que probablemente lleve limpiacristales.

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