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de comer y con las cosas de usar, mientras que sólo algunos puedan tener acceso a las maravillas (y al tiempo libre y al espacio público en el que las maravillas pueden aparecer). Y habría que decir también que la injusticia en el reparto desigual del pan y del arado puede convertirse también en “cosa de mirar” o en “cosa de estudiar” (puede ponerse a distancia y ante los ojos) y, por tanto, en algo sobre lo que hablar, pensar y juzgar en común.

      Podríamos decir, entonces, que lo que hace la escuela al convertir cualquier cosa en materia de estudio no es otra cosa que educar el juicio y el gusto. O, por decirlo de otra manera, que la escuela, en tanto que presenta las cosas suspendiendo su utilidad, no para consumirlas o para usarlas sino para estudiarlas “porque son interesantes en sí mismas”, para hacerlas presentes en su “mundaneidad”, lo que hace es presentar las cosas “estéticamente”, es decir, disponerlas para el libre uso público y en público de los sentidos, las palabras, los juicios y los pensamientos. Algo no muy alejado de lo que Friedrich Schiller elaboró como “educación estética del hombre”, trabajando también, como Arendt y Alba, en la estela de lo que Kant llamaba “juicio”.

      Tomar distancia

      La segunda escena escolar será la transcripción de una historia muy bella que cuenta Freire en un texto sobre las campañas de alfabetización en África:

      Entre los innumerables recuerdos que guardo de la práctica de los debates en los Círculos de Cultura de São Tomé, me gustaría referirme a uno que me toca de modo especial. Visitábamos un Círculo en una pequeña comunidad de pescadores llamada Monte Mário. Estaba como generadora la palabra “bonito”, nombre de un pez, y como codificación un expresivo dibujo del poblado con su vegetación, sus casas típicas, con barcos de pesca en el mar y un pescador con un bonito en la mano. El grupo de alfabetizandos miraba en silencio la codificación. En cierto momento se levantaron cuatro de ellos, como si lo hubieran acordado, y se dirigieron hacia la pared donde estaba fijada la codificación (el dibujo del poblado). Observaron la codificación de cerca, atentamente. Después se dirigieron a la ventana de la sala donde estábamos. Miraron el mundo de fuera. Se miraron entre ellos, con los ojos vivos, casi sorprendidos, y mirando otra vez la codificación dijeron: “Es Monte Mário. Monte Mário es así y no lo sabíamos”. A través de la codificación, aquellos cuatro participantes del Círculo “tomaban distancia” de su mundo y lo reconocían. En cierto sentido era como si estuvieran “emergiendo” de su mundo, “saliendo” de él para conocerlo mejor. En el Círculo de Cultura, aquella tarde, estaban teniendo una experiencia diferente: “rompían” su estrecha ‘intimidad’ con Monte Mário y se ponían delante de su pequeño mundo cotidiano como sujetos observadores. (Freire, 2015: 57)

      Me parece que esta escena puede ilustrar una de las frases más conocidas de Freire, esa que dice “nadie educa a nadie, así como nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí por la mediación del mundo” (2012: 72). Podría objetarse, seguramente con razón, que Freire no habla de una relación estética con el mundo, con lo que él llama, en esa misma página, los “objetos cognoscibles”. Freire insiste constantemente en una relación crítica y transformadora. Pero esa relación también supone la palabra, el juicio y el pensamiento. Y sólo puede constituirse cuando eso que llama mundo deja de ser el mundo vivido y comienza a ser el mundo escrito, dibujado, gramatizado, distanciado, mirado, observado y, en definitiva, estudiado.

      Un hogar mundano

      En el párrafo de Hannah Arendt con el que he comenzado este texto, la educación se relaciona con un doble amor: el amor al mundo y el amor a la infancia. Es ese doble amor el que permite pensar la escuela como un lugar no sólo de preparación para la vida sino, sobre todo, como un espacio y un tiempo separado para hacer posible la transmisión, la comunización y la renovación del mundo. Pero ese doble amor supone también una doble protección: hay que proteger a los niños del mundo y hay que proteger también al mundo de los niños. Para que el mundo (de la economía y de la sociedad, del hambre y la utilidad, de las cosas de comer y las cosas de usar) no se coma a los niños y a los jóvenes, instrumentalizándolos, y para que los niños y los jóvenes no devoren el mundo (el de las cosas de mirar, el de las maravillas), consumiéndolo o usándolo. O, dicho de otra manera, hay que mantener una cierta distancia tanto entre el mundo y los niños como entre los niños y el mundo:

      El pequeño requiere una protección y un cuidado especiales para que el mundo no proyecte sobre él nada destructivo. Pero también el mundo necesita protección para que no resulte invadido y destruido por la embestida de los nuevos que caen sobre él con cada nueva generación. (Arendt, 1990c: 197-198)

      La palabra mundo significa dos cosas en esta cita. Algo que puede ser destructivo para los niños y para los jóvenes. Y algo que debe ser transmitido a las nuevas generaciones (para su renovación) y, a la vez, protegido de ellas (para que no lo destruyan). En este último sentido, una de las formas del mundo es lo que en otros tiempos se llamaba cultura, y una de las formas de destrucción del mundo es lo que hoy se llama consumo y utilidad.

      La cultura es, para Arendt, un conjunto de cosas tangibles (libros y cuadros, estatuas, edificios, música, ideas, teoremas), sustraído a la erosión del tiempo (por una decisión de conservación y preservación), sustraído también a cualquier uso o utilidad, destinado apenas a “captar nuestra atención y conmovernos”. Esas cosas mundanas trascienden necesidades y funciones y, como dice Arendt:

      Son las únicas cosas sin ninguna función en el proceso vital de la sociedad. En términos estrictos, no se fabrican para los hombres sino para el mundo, destinado a perdurar más allá del curso de una vida mortal, más allá del ir y venir de las generaciones. No se consumen como bienes de consumo, ni se desgastan como objetos de uso, y además, deliberadamente, se las aparta del proceso de consumo y uso y se las aísla de la esfera de las necesidades vitales humanas.

      De la existencia de esas “cosas” depende que los hombres no sólo vivan en la tierra sino que habiten un mundo, que tengan eso que Arendt llama “un hogar mundano”, eso que sólo adquiere existencia en tanto que “cultura”, cuando ese tipo de cosas se organiza de tal manera que pueden sobrevivir a la vida de las personas que habitan entre ellas precisamente porque son sustraídas de cualquier funcionalidad y de cualquier utilidad, es decir, cuando no sirven para nada.

      Entonces, las condiciones para la transmisión, la comunización y la renovación del mundo (que son las mismas que impedirían su destrucción, que lo preservarían de nuestro apetito y de nuestra voracidad) serían, al menos por ahora, tres. La primera: sustraer algunas cosas del uso, de la función y de la utilidad; la segunda: ponerlas a distancia para establecer con ellas una relación al mismo tiempo interesante y desinteresada; la tercera: llamar la atención sobre ellas y demorarse en ellas, hacerlas hablar y hablar de ellas. Y eso es lo que hace, o hacía, la escuela.

      Refugios para el mundo

      La siguiente escena escolar está contada en la segunda parte de mi libro Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor, se titula “De dunas y catedrales” y dice así:

      Como teníamos un día libre antes de la reunión de Anped, decidimos tomar un taxi hasta Raposa para conocer el pueblito, dar un paseo en barco por el río y comer pescado. Cuando el barquito entró en una ensenada donde la corriente se calmaba y se podía entrar tranquilamente en el agua, el espectáculo era desolador: seis o siete barcos como el nuestro, pero con parrilla de asar carne humeando en la popa, varias docenas de paseantes con el agua hasta la cintura y latas de cerveza en la mano, música a tope, esas cosas. Un poco más adelante el barco ancló junto a unas dunas en las que había otra buena cantidad de gente rodando por la arena, gritando y haciéndose fotos. Nada contra el turismo popular (el turismo de los ricos es infinitamente más depredador porque lo que deja no es sólo basura sino todas esas construcciones horribles que ensucian y a la vez privatizan las playas). Apenas la sensación de que a veces el mundo parece que está ahí para ser devorado, consumido, disfrutado, como una mercancía o un juguete.

      Esa misma tarde, a la vuelta a São Luiz, aún tuvimos tiempo para ver otra escena: esta vez un grupo de escolares de uniforme en las escaleras de la catedral, jugando, correteando y haciéndose fotos, disfrutando

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