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las actividades ilegales de un político importante, pero tan sólo se trataba de un reportaje sobre indigentes. A veces, también le hacía sentirse ridículo.

      –No creo que sea buena idea, jefe. Estoy con lo del reportaje, no conviene que me distraiga con otro tema.

      –Quintana volvió a desaparecer, hace tres días que no se reporta… Te necesito. No está a discusión.

      Casasola resopló, malhumorado. Quintana era el otro reportero del Semanario Sensacional, un periodista con oficio cuyo amor por la profesión sólo rivalizaba con su fidelidad a las cantinas del Centro. Era un borracho profesional que podía pasarse varios días bebiendo sin que nada lo interrumpiera. Santoyo lo había formado y lo veía como un hijo, y por eso se las perdonaba todas.

      –De acuerdo. ¿Qué quiere que haga?

      –Ahora eres invisible y nadie repara en ti. Quiero que estés muy cerca de la zona; estamos ante un asesino serial y sin duda volverá a actuar pronto.

      –La policía no dice nada de un asesino serial, y aún no se sabe si esos corazones son humanos. Bien podría ser una broma de estudiantes de medicina…

      –No digas pendejadas. La policía no lo va admitir de momento para no causar mayor alarma. Pero es evidente: tres corazones, tres crímenes. Y tú sabes muy bien que después de tres crímenes ya se le puede llamar asesino serial.

      –Entonces me instalo afuera del Templo Mayor…

      –¿Leíste lo que dijo la arqueóloga? Se trata de un asesino ritual. Necesito que peines todo el perímetro del Zócalo. Esa parte está llena de ruinas prehispánicas. Y de paso busca a Quintana en las cantinas. Los quiero a los dos.

      Santoyo se despidió abruptamente. Desde el primer día que entró a trabajar en el Semanario Sensacional, Casasola proponía reportajes especiales, y procuraba que los casos sangrientos se los asignaran a Quintana. Pero ahora no tenía alternativa. Colgó el auricular violentamente, la caja de la pizza resbaló de su otra mano y cayó al suelo, desparramando su contenido. Casasola miró incrédulo el queso y el tomate batidos en la acera; su desayuno de lujo ahora parecía una mezcla de sesos con sangre. Se alejó, resignado, mientras otros indigentes se aproximaban a inspeccionar el botín.

      Los corazones venían en bolsas de plástico Ziploc. Las mismas que Camarena utilizaba para meter los sándwiches de sus hijos cuando los mandaba a la escuela. Sacó los órganos, los llevó a la tarja para limpiarlos bajo el chorro de agua y después los metió en frascos con formol. Se veían en buen estado: podría apostar que fueron encontrados tan sólo unas horas después de haber sido extraídos. En los quince años que llevaba trabajando en el Laboratorio de Patología Forense, Camarena había analizado una gran cantidad de órganos y tejidos, y estaba acostumbrado a verlos como algo separado, a no pensar que antes habían pertenecido a un cuerpo, a una persona viva que tenía una historia. Sólo se conmovía cuando recibía el órgano de un niño. Pensaba que podría ser de alguno de sus hijos, y eso lo hacía tomar conciencia de las atrocidades que se encontraban detrás de su trabajo, de los crímenes cotidianos que, de alguna manera, le daban de comer. A él y a sus hijos. Cada víscera que analizaba justificaba su sueldo. Si no hubiera asesinatos y muertes por aclarar, su familia no tendría sustento. Era extraño y desconcertante verlo de ese modo, así que Camarena procuraba no reflexionar sobre ello. Tomó uno de los corazones y le hizo diversos cortes. Revisó los pedazos e hizo cortes más delgados. Eligió uno y procedió a colocarlo en el cubo de cera que había preparado la noche anterior. Una vez que estuvo fijo, pudo lograr una rebanada aún más delgada, que luego depositó en un porta objetos. Después, utilizando unas pinzas, sumergió el tejido en una tintura que le ayudaría a resaltar las fibras musculares y a clasificar las células cuando lo pusiera bajo el microscopio. Mientras el tejido se secaba, Camarena pensó en sus hijos, que en aquellos momentos se encontraban en una excursión escolar en Teotihuacan. Aún no sabía si aquellos corazones eran o no humanos, pero alguien los había arrojado sobre ruinas prehispánicas. ¿Se podría ser padre de familia conociendo tan de cerca los horrores que aguardaban a la vuelta de la esquina? ¿Cómo hacían sus colegas forenses y los policías judiciales? Había demasiados ojos cansados e inyectados en sangre en la profesión. Curiosamente, Camarena no solía tener pesadillas. Ya era suficiente con lo que contemplaba todos los días mientras estaba despierto.

      Casasola bajó hasta la calle 5 de Mayo y se topó con La Ópera, un lugar que Quintana despreciaba. “Bar para turistas”, solía llamarlo. Vivía de la gloria de un dudoso balazo de Pancho Villa en el techo, y de ofrecer platillos cuyas porciones eran dignas de un orfanato. A Casasola, sin embargo, le gustaba beberse una cerveza de vez en cuando en su centenaria barra de cedro y escuchar a los músicos interpretar canciones tan viejas y nostálgicas como ellos. Dobló a la derecha y caminó en dirección al Zócalo. Pasó por los tacos de canasta Chucho, que eran sus favoritos; sintió cómo el hambre apretaba, y deseó servirse un plato rebosante de zanahorias y chiles en vinagre, pero sabía que no lo atenderían. Sólo en la calle de Balderas, ese territorio plagado de puestos callejeros que vendían toda clase de chácharas y tacos de suadero ahogados en manteca, eran bienvenidos los vagabundos. Unos metros más adelante, en la esquina con Palma, llegó a su primer objetivo: la cantina La Puerta del Sol, uno de los sitios predilectos de Quintana. Era un lugar pequeño; al asomarse, se dio cuenta de que su colega no estaba, pero en cambio se encontró con una extraña imagen: una mulata disfrazada de enfermera, con una falda muy corta y unas piernas muy largas enfundadas en medias de red, le daba de comer en la boca a un grupo de viejos sentados en sillas de ruedas. El cantinero le lanzó una mirada fulminante, y Casasola se alejó de inmediato, apenado, pues sintió que había invadido una intimidad que no le pertenecía. Dirigió después sus pasos sobre Motolinía y entró en la Buenos Aires. Esa cantina era larga y en lo más profundo tenía una sección especial para fumadores, dividida por un vidrio de cristal: esas “peceras” que en algunos lugares estaban tan en boga tras la prohibición de fumar en locales cerrados. A Casasola le gustaba el cigarro, pero no le agradaban esos corrales, auténticos guetos para viciosos; prefería salir a la calle y mirar a las personas mientras se llenaba los pulmones con humo. Alcanzó a llegar hasta el fondo y comprobar que Quintana no se encontraba ahí, antes de que uno de los meseros lo sujetara de un brazo y le pidiera que se marchara. Después se internó sobre el corredor peatonal de Madero y retrocedió hasta Bolívar. Pensó que tal vez su colega se encontraría en el Salón Corona; al menos eso solía hacer cuando quería regresar al trabajo: cambiaba el trago fuerte por cerveza y comía algo. El estómago se le removió y lanzó sonidos de tubería vieja cuando pensó en el menú de aquel lugar. En ese momento, Casasola era capaz de matar por un taco de pulpo, una tostada de jaiba o una torta de bacalao.

      En el corredor de la entrada estaba Domingo, un mesero veterano, quien lo reconoció al instante y, con rostro preocupado, se le acercó.

      –Y ora, ¿qué te pasó?

      Casasola palideció. Sintió el absurdo de su farsa a flor de piel. Quiso inventar una excusa, pero no se le ocurrió ninguna.

      –Luego te explico. ¿Está Quintana? –el olor del trompo de pastor que estaba a su derecha entró por su nariz como un latigazo. Las piernas se le aflojaron y comenzaron a temblar. Pensó en mandar todo al carajo y abalanzarse sobre esa mole de carne anaranjada y suave como quien abraza a un amigo al que no ha visto en mucho tiempo.

      –Ahí anda. Se puso una de relojero, pero ya se está componiendo. Hasta un taco de pierna se echó.

      –¿Le puedes decir que estoy aquí afuera?

      Domingo lo miró de arriba abajo.

      –¿Seguro que estás bien?

      –Sí. Sólo avísale que lo estoy buscando, por favor.

      El mesero subió los hombros, se dio la vuelta y desapareció tras la mampara que marcaba el inicio de la cantina. A un lado de Casasola, los carbones que cocían la carne crujieron mientras el taquero le daba vueltas al trompo. Recordó la frase de un buen amigo español, una que decía siempre que estaba lleno de comida y bebida: “Joder, qué duro es vivir”. Sólo hasta entonces la entendió.

      Quintana

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