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llegaba esa generosidad culposa, se comió cinco tacos inmensos rellenos de carne, rajas, frijoles y nopales, cortesía de la gente que se sentía redimida tras haber concretado su buena acción del día. Nunca iba a su departamento, a pesar de que estaba situado en un lugar estratégico, en las calles de Donceles y República de Argentina, en pleno corazón del Centro Histórico; no quería arriesgarse a exponer su falsa indigencia. Orinaba y defecaba en baños públicos y si lo sorprendía una tormenta aguantaba estoicamente a la intemperie. Su celular estaba guardado en un cajón de su escritorio, así que se comunicaba con Santoyo por medio de los teléfonos públicos cuando era estrictamente necesario. Todos los lunes compraba su ejemplar del Semanario Sensacional, y sentía raro no ver su nombre publicado. El orgullo no lo abandonaba ni siquiera en esos momentos de frugalidad autoimpuesta. Tal paradoja lo hacía pensar en escritores vagabundos, particularmente en Joe Gould, el mítico indigente neoyorquino que durante la década de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX cautivó al círculo bohemio de Manhattan con su proyecto Historia oral de nuestro tiempo, obra monumental que supuestamente se encontraba escribiendo y que en su momento llegó a interesar a literatos como Ezra Pound y e. e. cummings. Joseph Mitchell, periodista del New Yorker, había escrito un libro sobre este fascinante personaje, titulado El secreto de Joe Gould, donde revelaba que en realidad este menesteroso con ínfulas de autor, al que solía vérsele borracho imitando el vuelo de una gaviota, no hizo más que tomarle el pelo a todo el mundo: nunca escribió una sola línea de su famoso proyecto, pero en cambio se encargó de publicitarlo muy bien. Mitchell consideraba aquel gesto una genialidad y, contrario a lo que pudiera pensarse, lo veía como un acto de honestidad literaria: “Si de algo la raza humana estaba bastante provista, incluso demasiado provista, era de libros. Y pensando en la catarata de libros, los Niágaras de libros, los ríos torrenciales de libros, las toneladas y carros de libros que las prensas del mundo surcaban a la vez en aquel momento, poquísimos de los cuales merecía la pena mirar, no digamos ya leer, empezó a parecerme admirable que Gould no hubiera escrito el suyo. Un libro menos para atestar el mundo”. Por eso, se decía a sí mismo Casasola, era mejor publicar en periódicos y revistas. Al menos después se podían limpiar los vidrios de las casas con ellos.

      ¡MACABRO!

       Arrojan corazones en el Templo Mayor. Se presume son humanos

      La Prensa, sábado 14 de agosto de 2011

       Extracto de nota

      Como si el pasado volviera a escenificarse sobre lo que fuera el gran centro ceremonial de la antigua Tenochtitlan, tres corazones fueron encontrados la mañana de ayer en las inmediaciones de la zona arqueológica del Templo Mayor, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

      Trabajadores del lugar reportaron que los macabros hallazgos se realizaron en lugares muy específicos de las ruinas prehispánicas. El primer órgano fue hallado en el adoratorio a Tláloc, dentro de la vasija de piedra que sostiene entre sus manos la escultura del Chac Mool; el segundo, en la zona conocida como “la casa de las águilas”, al pie de la escalinata resguardada por dos cabezas de ave; y el tercero en el altar tzompantli, entre las calaveras de piedra.

      Peritos de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal acordonaron la zona, y se encuentran realizando las investigaciones pertinentes. Los corazones fueron enviados al laboratorio de patología, ya que deben ser analizados para comprobar si son humanos o de animales. No se descarta el hallazgo de más órganos.

      Elisa Matos, arqueóloga del Instituto Nacional de Antropología e Historia e investigadora del proyecto del Templo Mayor, declaró a este diario que “es evidente que quien haya hecho esto está imitando los sacrificios rituales de los aztecas, pues los tres espacios que eligió para depositar los corazones estaban estrechamente ligados con esas prácticas”. Además, agregó, la fecha elegida coincide con la caída de Tenochtitlan, que ocurrió un 13 de agosto de 1521.

      Por su parte, Jorge Mondragón, policía judicial de la PGJDF, consideró que “sin duda esto es obra de un desequilibrado mental, y no hay que buscarle significados esotéricos”. Agregó que se hará todo lo posible por esclarecer el asunto cuanto antes, “para que este importante recinto arqueológico pueda volver a funcionar normalmente”.

      El Museo del Templo Mayor permanecerá cerrado mientras dure la investigación policial.

      2

      Casasola se encontraba leyendo el periódico en una de las jardineras de la calle de Gante. Le gustaba rondar por ahí porque era el territorio de diversos personajes excéntricos, que aprovechaban los numerosos restaurantes y bares de la zona para buscarse unas monedas. Había tres que le interesaba incluir en su reportaje. Por un lado, estaba un hombre canoso, de bigote y lentes al que llamaba el Orador, que siempre lanzaba consignas contra los políticos y el gobierno, y que también solía tocar la armónica. Lo más curioso era que arrojaba sus arengas en voz baja, como si en realidad hablara para sí mismo. Había que situarse muy cerca suyo y ponerle mucha atención para comprender lo que decía. Lo más llamativo del Orador era que, entre frase y frase, respiraba extraña, profunda y rápidamente, como si fuera un toro bufando y preparándose para embestir. También tenía en la mira a el Cantante: un viejo de pelo largo y sombrero de copa que vestía un mugriento saco imitación de piel de leopardo, rascaba la guitarra sin producir una sola nota coherente y cantaba borucas incomprensibles. Mientras hacía su acto, se meneaba de un lado a otro con pasitos cortos, haciendo la perfecta imitación de un pingüino. Pero su favorito era Rigo Santana, un hombre orquesta con el que ya había conversado en más una ocasión. Tenía setenta y cinco años, era oriundo de Oaxaca y vivía por la Plaza Garibaldi. Tocaba un bongó con sus manos potentes, y el güiro con un peine, mientras cantaba con una voz rasposa pero bien entonada canciones de mambo, salsa y otros ritmos guapachosos. Él mismo se había puesto su nombre artístico, en evidente homenaje a Rigo Tovar y Carlos Santana, y era bastante popular entre los jóvenes que circulaban por el Centro, quienes se tomaban fotografías con él o lo filmaban con sus celulares.

      Aquella mañana no estaba ninguno de los tres, así que Casasola leía La Prensa, pendiente de las notas que sacaba la competencia. Lo mejor eran sus titulares, compuestos de una o dos palabras en gruesa tipografía y mayúsculas, siempre acompañados de signos de admiración: ¡HECATOMBE!, ¡TÓMALA BARBÓN!, ¡PERRO MUNDO!, ¡CRUDA FATAL!

      Una nota en particular había llamado su atención: el hallazgo de tres corazones humanos en las ruinas del Templo Mayor. Leía tan absorto que no se dio cuenta de que la motocicleta se detuvo a su lado.

      –Entrega especial.

      Casasola volteó y vio la pizza que le extendía Gerardo. La cogió y el repartidor se fue de inmediato. Todo fue tan rápido que, de no ser porque sostenía la caja con la pizza caliente en su interior, hubiera creído que soñaba. Abrió la tapa y, sobre la masa tapizada de queso, había un recado: “COMUNÍCATE”. Casasola se levantó y se dirigió al teléfono público más cercano. Santoyo tenía ese sistema para localizarlo: mandarle mensajes dentro de pizzas con Gerardo, el repartidor que conocían desde hacía tiempo, pues en los cierres de edición del Semanario Sensacional solían encargar comida al Domino’s del Centro. Gerardo era de confianza y podía localizarlo rápidamente en su motocicleta, pero Casasola no estaba de acuerdo con aquel método. De hecho, tenía conciencia de lo vulnerable de su posición, y la certeza de que si alguien se fijara en él por más de un minuto descubriría su farsa: un vagabundo que recibía pizzas “a domicilio” y que hacía llamadas de los teléfonos públicos era sospechoso. O quizá no, quizá nada era demasiado extraño en la Ciudad de México, el lugar donde no sólo todo era posible, sino parte natural del paisaje. Al menos, Santoyo se acordaba de sus gustos y le había mandado una pizza con atún, cebolla y aceitunas.

      –Jefe…

      –¿Por qué tardaste tanto? ¿Ya te enteraste de la nota del día?

      –Llamé de inmediato. ¿Cuál? ¿Los corazones del Templo Mayor?

      –Sí. Quiero que te involucres, aprovechando tu condición de… –Santoyo

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