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su derecho es irrevocable. Esta doctrina fue sostenida por fieles de las distintas confesiones cristianas, tanto católicos como reformados, aunque la doctrina de la obediencia pasiva respondía más a las posturas de Lutero y de Calvino que a las de la tradición católica. Sobre el derecho divino de los reyes nos detendremos en el próximo capítulo.

      Como reacción a esta postura extrema, surgen los monarcómacos, quienes sostienen que el poder del rey deriva del pueblo, y en consecuencia la comunidad puede deponerlo en determinadas circunstancias. En muchos casos se esgrimió que la defensa de la verdadera religión —fuese ésta la católica o la de las distintas iglesias reformadas— era un motivo válido para resistir al poder real.

      En otros, se hacía hincapié en las tradicionales libertades medievales que invalidarían el poder absoluto del rey. Esta corriente produjo un sinnúmero de opúsculos y libelos —entre los más famosos hay que citar el Franco-Gallia (1573) de Hotmann (1524-1590) y el Vindiciae contra Tyrannos (1579), atribuido a Hubert Languet y a Felipe de Plessis-Mornay—, de autoría mayoritariamente calvinista. Si bien Calvino afirmaba la necesidad de la obediencia pasiva a la autoridad política, algunos pasajes de sus obras abrían la posibilidad a la resistencia contra el poder. Evidentemente, esta lectura de Calvino se realizó en los países en los que gobernaba una monarquía no reformada. Ejemplo típico de esta postura es la sostenida por John Knox (1505-1572) en Escocia. En campo católico también se defendieron doctrina monarcómacas. El caso más célebre fue el del jesuita Juan de Mariana (1535-1624), que llegaba a justificar, en circunstancias extremas, el tiranicidio.

      4. La Reforma católica

      La tan anhelada reforma in capite et in membris se hace realidad en la Iglesia Católica con el Concilio de Trento (1545-1563). Todas las doctrinas puestas en duda por los reformadores fueron aclaradas sistemáticamente por los padres conciliares, estableciendo con claridad las verdades de la fe católica. Al mismo tiempo, se procede a una reforma disciplinar eficaz, que dejará su signo en la vida de la Iglesia hasta el siglo XX. Deteniéndonos exclusivamente en la temática que nos interesa —la historia de las ideas—, Trento ofrece una visión del hombre en la que se recobraba la libertad moral, superando la antropología protestante de la corrupción completa de la naturaleza humana después del pecado. En el proceso de justificación el hombre no permanece meramente pasivo, sino que debe colaborar con la gracia de Dios, mediante actos virtuosos, sostenido por la ayuda divina.

      Jesucristo ha redimido efectivamente a la humanidad, y perdona realmente los pecados —el original y los personales— de los fieles rectamente dispuestos. El pecado original ha herido la naturaleza humana, pero no la ha corrompido completamente. Mediante la gracia de Jesucristo, el hombre es capaz de realizar obras meritorias en vistas a su salvación eterna, y puede cumplir los mandamientos de la ley de Dios en virtud de la ayuda divina. La naturaleza humana es una naturaleza caída después del pecado original, pero redimida por Cristo y elevada al orden sobrenatural: el hombre es capax gratiae, tiene capacidad de recibir la gracia de Dios que le salva.

      La antropología tridentina volvía a dar al hombre la dignidad de persona libre. Una libertad creatural, limitada, que tenía que hacer cuentas con la debilidad de la naturaleza pecadora, pero que podía colaborar con Dios en sus planes salvíficos.

      La recepción de la doctrina tridentina en las naciones mayoritariamente católicas tuvo algunas consecuencias político-sociales importantes. Como un fenómeno de reflejo de los Estados confesionales protestantes, en el área católica se fueron consolidando Estados confesionales católicos, que si bien admitieron el contenido teológico del Concilio en lo que respecta a la libertad moral de los cristianos, desconocieron las consecuencias de tal libertad en los campos político y social. El creciente poder de los Estados nacionales hizo que se viera la religión como un elemento de cohesión social y de unidad política —de ahí las expulsiones de judíos y de moriscos en España y la revocación del Edicto de Nantes en Francia, que suprimía la tolerancia religiosa—, y se impulsaron desde lo alto políticas “oficialmente” católicas, que sometieron a la Iglesia a un control institucional implacable. La conciencia de poseer la verdad religiosa llevó a pensar que los innumerables problemas sociales, políticos y económicos exigían una única respuesta, “católica”, para organizar las relaciones en la sociedad. La España de los Habsburgo, las vastas regiones católicas del Imperio austriaco, la Francia de los Borbones fueron auténticas monarquías confesionales, basadas en la alianza entre el Trono y el Altar, donde se tendió a dar las soluciones sociales desde lo alto, con escasa participación de los gobernados. La presencia de numerosos miembros de la Jerarquía eclesiástica en cargos de gobierno y de decisión manifiestan el clericalismo de fondo de estas organizaciones sociales. La Iglesia procurará defender su independencia frente al poder político “católico”, pero cuando estallen las revoluciones de finales del siglo XVIII se encontrará en una situación tremendamente comprometida con las instituciones que erróneamente habían sido identificadas con el catolicismo. Como tendremos oportunidad de estudiar en la cuarta parte de este libro, dicha confusión será la pesada herencia que recibió la Iglesia, y que tantas dificultades causará en su diálogo con el mundo que surge después de las revoluciones liberales.

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