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verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso... Y por cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con un tal Angel, el gaitero de Naya, un buen mozo también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero dichoso... No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los deja seguir de criados en casa, al frente de la labranza... y le da carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito... Y unos dicen que si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá... Las lenguas, como usted me enseña, no hay quien las ate, eh? y usted, un suponer, no va á ponerle un tapón en la boca á todos.

      Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo reposada y cortésmente:

      —Con permiso de usted...

      Y tomando á sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso á leer sosegadamente, aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía ¡á la cumbre, á la cumbre!

      Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad é interés del viajero prometían plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de línea, convierten en amigos íntimos á los dos indiferentes que un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y héteme aquí que ahora el compañero se ponía á leer sin hacerle más caso. Echó una mirada sesga al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro estaba en un idioma que Trampeta no conocía ni aun para servirlo.

      ¿Hay hablador curioso que se resigne á no chistar, dejando en paz á los que huyen de él refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer á su vecino y llamarle la atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por cortesía ó porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.

      Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban á crucificar á los viajeros, cuando Trampeta tiró repentinamente de la manga al enguantado.

      —Á bajarse tocan—le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.

      —Decía usted?—exclamó el viajero sorprendido.

      —¿No va á la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. Mayoral! Para, mayoraal!

      —No señor... Si no voy allí.

      —Ah! Pensé.... Ha de dispensar.

      La misma escena se repitió poco más adelante, en el empalme del camino que conduce á la soberbia quinta del marqués de San Rafael. Trampeta bien quisiera preguntar al enguantado—¿á dónde judas va entonces?—pero con toda su petulante grosería de cacique mimado por personajes muy conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de territorio gallego, y por contera y remate, mal criado y zafio desde sus años juveniles, supo, á fuer de listo, notar en el semblante, modales y trazas del viajero misterioso cierto no sé qué sumamente difícil de describir, combinación de firmeza, de resolución y de superioridad, que sin violencia rechazaba la excesiva curiosidad dejándola burlada.

       Índice

      Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver—desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, á la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos,—cómo vence la cuesta de la carretera próxima, á paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.

      No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo Juncal, entretenido en echar un cigarro, tumbado boca arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la imaginación. El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello ni corbata tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas clavículas duras y salientes como pechuga de gallo viejo ya desplumado; en sus manos afianzaba el último número de El Motín, donde acababa de leer las picardigüelas de un curiana allá en Navalcarnero enviadas al periódico por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno de indignación.»

      Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vió Juncal asomar la nube de polvo que anuncia la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura de los sueltos clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose á considerar atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y campanillas, tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico cuando va á paso de caracol. Vió luego aparecer el macho delantero, y á sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa. Manteníase sin caer del caballo merced á un milagro de equilibrio y á la costumbre de andar así, pero lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya roncaba cínicamente, espatarrado en el pescante, con la bota casi desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla escurriéndosele de la mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen los encarnizados y fieros tábanos y las pelmas de las moscas, infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se estremecían, coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y solían arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.

      —Bueno va—pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión.—El tiro campa por su respeto. Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.

      En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja parecía angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una inmensa vaca ó imperial agobiada con cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían de la polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos de colchones, grupos de sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su ajuar enterito. Del cupé, que también iba atestado de gente, sobresalían cestos con gallinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y otra tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la desproporcionada cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya no se hubiese roto un eje, ó que la mole no se rindiese á su propia pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la berlina, completó su malicioso regocijo.

      —Y para más, dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez ó doce arrobas de suplemento. Lo que es hoy.....

      Al pensar esto el médico, llegaba el tiro á la revuelta de un puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino caudal—el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba la pradería.—Era la revuelta asaz rápida; el tiro, entregado á su propio impulso, la tomó muy en corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo á más, porque en un santiamén, sin saberse cómo, toda la balumba de coche y caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al sentir el peso del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los caballos,

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