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La madre naturaleza. Emilia Pardo Bazan
Читать онлайн.Название La madre naturaleza
Год выпуска 0
isbn 4057664185198
Автор произведения Emilia Pardo Bazan
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—¿Alguna comedia?
—¡¡Comedia!! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito! que las estrellas del cielo son como nosotros... ¡con perdón! como este universo-mundo de acá... y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas...
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo á la bóveda celeste, y como si obedeciese á un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó á rielar con dulce brillo en el sereno espacio.
—¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse!—prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta á desprenderse del rabo. Por muchas vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar todo el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y que todos, ¡carraspiche! Yo me muero, verbo en gracia; bien, corriente, sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan fresca. Yo me divertí mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y patatas, y ortigas, y toda clas de hortalizas... ¿me entiende?
—¿También de mi cuerpo se han de criar repollos?—preguntó Manolita.
—Y ¡juy juy!—relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de galantería que le entró.—Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo...
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:
—Pero no se ponga hueca... Le es igual... igualito... Qué más tiene volverse chirivía ó malva de olor, carrás... ¿Quiérese decir que las estrellas del cielo, y las tierras, y el mainzo, y el cuerpo de vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los repollos, y las vacas, y los gatos, es todito lo mismo, disimulando vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí... Todo lo mismo señorita, todo lo mismísimo... La cosa grande!!
Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y llevóse la mano á la pierna, exhalando un ay doliente; pero al punto mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar con rabia del cigarro, que se apagaba de vez, volvió á su tema, balbuciendo con lengua todavía más estropajosa:
—La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí señor, de todo... Allá anda, carraspo... haciendo la burla á quien nace... y á quien muere... y á los que buscamos las mo... mozas... de rumbo.... ¡juy! La cosa... g... gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A cada a...ño... está... más... fres.... frescachona.... juy! vivan las rap... rapazas... Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que... te... par...to...!
—Echemos por las viñas, Manola—dijo Pedro á su compañera.—El algebrista va hoy como un templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino barbaridades.
—¿Y si tropieza y cae al río?
—¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.
IV
Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre tierras labradías y viñedos conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda formada por el ramaje de los castaños, se encontró la pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco y mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo hollaba con placer. No se oía más ruido que el rumor de las hojas, melodioso como una música distante de la cual apenas se percibe el acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno al otro, y sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento que ahora los unía no era el mismo que allá en la gruta, sino una especie de comunión de los espíritus, simultáneamente agitados, sin que ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de transformación y de amor, removidas en la grosera plática del vejete borracho.
—¡Perucho!—murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.
—¿Qué quieres?—contestó él sacudiéndole el brazo.
—¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!
—Está peneque, y chocho además.
—¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?
—No tienes que volverte... Ya Dios te dió rosa y clavel y cuantas flores hay.
—No empieces á meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?
—Muchos ratos también se me pone á mí aquí—murmuró Pedro deteniéndose y señalando á la frente—que hay una cosa muy grande.... ¡y tan grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo aciertas?
—¿Yo qué sé? ¿Soy bruja ó echo las cartas como la Sabia?
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.
—Aquí, aquí, aquí—repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.
—Majadero, brutiño, que me lastimas.
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, ó resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies á las eras.
—Manola, no corras tanto...—exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le escapase.—¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?
—No sé á qué he de tener miedo.
—Pues entonces, anda á modo, mujer... ¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, ó viendo cómo arreglan las medas; mamá por allí, dando vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo... las chiquillas ya dormirán... ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y á veces un obstáculo, seto de maleza ó valla de renuevos de árboles, les obligaba á soltarse de los dedos, á levantar mucho el pie y tentar con la mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas. Pedro se lanzó á sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.
—¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.
—Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.
—Para irte á la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?
—Podías dar un repaso á los libros, haragán.
—Mujer... ¡para cochinos