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que así llamaba todo Cebre á la señora de don Máximo, era dichosa ayudando al molinero á cobrar las maquilas, midiendo el grano, regateando la molienda á sus antiguas colegas, charlando con ellas á pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en la atmósfera de fino polvillo vegetal á que sus poros estaban hechos.

      Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la esperaban Máximo y Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris como si se lo hubiesen recorrido con la borla impregnada, de polvos de arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva lisura, y don Gabriel por su parte empezó á tratarla con tan reverente cortesía como á la más encopetada ricahembra; pero en breve comprendió que la complacería mudando de tono, y hablóle con llaneza festiva, sin renunciar por eso á mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó Juncal, que no tenía pelo de tonto, y creció su inclinación hacia el viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.

      Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo las maderas de las ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta de luz, y ofreció á cada convidado una rama de nogal con mucho follaje, para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas. No hizo ascos á la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos platos muy gustosos, los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las sutiles mantequillas trabajadas en figura de espantable culebrón, con ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en trecho en el escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron á don Gabriel que la señora de Juncal trataba bien á su marido y le hacía grata la vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por humillante que parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las mantequillas suaves de Catuxa influían á partes iguales en sosegar la bilis del médico.

      Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance del vuelco, del escándalo de que menudeasen tanto, de que en no multando á las empresas, éstas hacían su gusto, riéndose de quejas de viajeros y piernas rotas. Informóse don Gabriel de los antecedentes de su curioso compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas hazañas, se rió recordando la indignación con que Trampeta condenaba en Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó el médico que su huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.

      —¿Usted no se encuentra bien?

      —No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, á ver qué ha sido.

      Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse prisa, y el médico en persona preparó el café con una maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fué, como suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don Gabriel no se negó á gustar el rancio néctar, el caso es que Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad. Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la boca la higiene, grande amigo del licor de la Jamaica; pero, desde que se unió en santo vínculo á Catuxa, la ignorante panadera le obligó á practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y dándoselo por alquitara, ó en ocasiones muy singulares, como la presente.

      Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había estantes de libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro abierto, que representaba el sistema venoso, estuches y carteras de lancetas y bisturíes, y no pocos números del Motín y Las Dominicales rodando por sillas, pupitre y suelo. Despojóse don Gabriel de su americana de paño gris á cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó para mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en qué punto residía la lesión. Dos ó tres veces notó en el semblante del viajero indicios de que reprimía un ¡Ay! Con seriedad é interés le dijo:

      —No repare usted en quejarse... Estamos á saber qué le duele, y cuánto y cómo.

      —Si he de ser franco—respondió sonriendo don Gabriel—me escuece unas miajas. Se conoce que al tratar de mover á aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una dislocación del hueso.

      —No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un labriego...

      —¿Qué sucedería?

      —Se lo voy á decir á usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona que me parece altamente ilustrada....

      —Por Dios...

      —No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que haría si usted fuese uno de esos que andan arando, sería llamar á un atador ó algebrista, de los infinitos que hay por aquí....

      —Curanderos?

      —Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden reducir una fractura sin dejar cojo ó manco al paciente; después me fuí convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas.... Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa raya en admirable...

      Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y vendaba el brazo de don Gabriel.

      —Creo—respondió el paciente—que usted habla así por lo mismo que domina su arte y no teme competencias. No todos los médicos pensarán como usted en ese punto...

      —Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que persiguen de muerte á los algebristas. Los más encarnizados aún no son los médicos, sino los veterinarios,—porque los atadores curan indistintamente á hombres y animales, no reconociendo esta división artificial creada por nuestro orgullo. Eh?

      El médico miró á don Gabriel como reclamando su aquiescencia á este rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.

      —Y decir—murmuraba el médico ayudándole á pasar un brazo por una manga—que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse á redentor de un hipopótamo de cura,..... de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.

      Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero á espontanearse en política, para saber cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco, pues don Gabriel no se dió por aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía significar:—Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.

      —Ahora—ordenó Máximo—procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.

      —¡Qué diablura!—exclamó don Gabriel incorporándose.—El caso es que para montar á caballo, tendré sin remedio que usar de él... Porque es el izquierdo.

      —Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos.... ¿A dónde quería usted ir? Si no es indiscreción.

      —De ninguna manera. Tengo que ir á la rectoral de Ulloa, y después á los Pazos, á casa de... mi cuñado.

      En

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