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está? ¡Son las diez y aun no ha venido a bordo! Y la bestia de su mujer que parte a media noche para ir a buscarle, el diablo sabe dónde... ¡Una brisa tan hermosa! ¡Perder una brisa tan hermosa!—repetía en tono desgarrador mirando un ligero catavientos colocado en los obenques, y que por la dirección que le daba el viento anunciaba una fuerte brisa del NO—. Es preciso estar tan loco como el hombre que pone el dedo entre el cable y el escobén.

      El marmitón, impaciente de la duración de este monólogo, había intentado ya por dos veces interrumpir al contramaestre, pero la mirada furiosa y la movilidad excesiva del chicote de su superior se lo habían impedido. Por fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con su gorro bajo el brazo, el cuello tendido, la pierna izquierda hacia adelante, se aventuró a tirar de la hopalanda de su jefe.

      —Señor Zeli—le dijo—, el desayuno le espera.

      —¡Ah! ¿eres tú, Grano de Sal? ¿qué haces ahí, miserable, estúpido, animal, rata de bodega? ¿Quieres que te haga curtir la piel, o que te ponga el espinazo rojo como un rosbif crudo? ¿Contestarás, grumete de desgracia?

      A este torrente de injurias y de amenazas, el grumete no oponía más que una calma estoica, acostumbrado, como estaba, a los arranques de su superior.

      Y, dicho sea de paso, habéis de saber que, si yo creyese en la metempsicosis, preferiría habitar por toda mi vida en el alma de un caballo de coche de alquiler, de un temporero, de un burro de Montmorency, animar, en fin, a lo que hay de más miserable, que encontrarme bajo la piel de un grumete.

      Ya hemos dicho que el grumete no soltaba una palabra; y cuando el maestro Zeli se detuvo para tomar aliento. Grano de Sal repitió con un aire más humilde que de costumbre:

      —El desayuno le...

      —¡Ah! ¡el desayuno!—exclamó el contramaestre encantado de hacer caer su furor sobre alguien—; ¡ah! ¡el desayuno! ¡Toma, perro!

      Esto fue acompañado de un bofetón y de un puntapié tan violento, que el grumete, que estaba en lo alto de la escalera del sollado, desapareció como por encanto, y llegó al fondo de la cala resbalando con rapidez a lo largo de los tramos de la escalera.

      Llegado al final de su viaje, el grumete se levantó y dijo frotándose los riñones:

      —Estaba seguro; lo he conocido en el modo de mascar el tabaco.

      Y después de un momento de silencio, Grano de Sal añadió con un aire muy satisfecho:

      —Prefiero eso que no haber caído de cabeza.

      Luego, consolado por esta reflexión filosófica, fue fielmente a cuidar del desayuno del maestro Zeli.

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