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oro bordadas en el cuello de su grosera chaqueta, y un ancho puñal encorvado pendía de su cintura por un cordón de seda roja.

      Los habitantes de la cabaña examinaban al recién llegado con una expresión de temor y de recelo y esperaban pacientemente que el singular personaje hiciera conocer el objeto de su visita.

      Pero él no parecía ocupado más que en una cosa, en calentarse, y arrojó al fuego con desparpajo algunos trozos de madera en los que se veían aún aplicaciones de hierro.

      —Perros—dijo entre dientes—, ésos son los restos de un buque que ellos habrán atraído y hecho naufragar. ¡Ah! si alguna vez El Gavilán...

      —¿Qué quiere usted?—dijo Ivona cansada del silencio del desconocido.

      Este levantó la cabeza, sonrió desdeñosamente, no pronunció una sola palabra, extendió sus piernas sobre la lumbre, y después de haberse acomodado lo mejor posible, es decir, con la espalda apoyada contra la pared y los pies sobre los morillos.

      —Usted es Pen-Hap el desollador, ¿no es cierto, buen hombre?—dijo por fin Kernok que, con su bastón herrado atizaba el fuego con tanta fruición como si se hubiese encontrado en el rincón de la chimenea de alguna excelente posada de Saint-Pol—, ¿y usted la bruja de la costa de Pempoul?—añadió mirando a Ivona con aire interrogativo.

      Después, midiendo al idiota con la vista, con disgusto:

      —En cuanto a ese monstruo, si lo llevaseis al aquelarre, causaría miedo al mismo Satanás; por lo demás, se parece a usted, vieja mía, y si yo pusiera esa cara en el mascarón de mi brick, los bonitos, asustados, no vendrían más a jugar ni a saltar bajo la proa.

      Aquí Ivona hizo una mueca de cólera.

      —Vamos, vamos, bella patrona, cálmese usted y no abra el pico como una gaviota que va a dejarse caer sobre un banco de sardinas. He aquí lo que la apaciguará—dijo Kernok haciendo sonar algunos escudos—; tengo necesidad de usted y del... señor.

      Este discurso, y la palabra señor sobre todo, fueron pronunciados con un aire tan evidentemente burlón, que fue preciso la vista de una bolsa bien repleta y el respeto que inspiraban los anchos hombros y el bastón herrado de Kernok, para impedir que la digna pareja no estallase en una cólera demasiado largo tiempo contenida.

      —Y no es—añadió el corsario—que yo crea en vuestras brujerías. Antes, en mi infancia, ya era otra cosa. Entonces, como los demás, yo temblaba durante la velada oyendo esos bellos relatos, y ahora, hermosa patrona, hago tanto caso de ellos como de un remo roto. Pero ella ha querido que viniese a hacerme decir la buena ventura antes de hacerme a la mar. En fin, vamos a empezar; ¿está usted dispuesta, señora?

      Este señora arrancó a Ivona una mueca horrible.

      —¡Yo no me quedo aquí!—exclamó el desollador, pálido y trémulo—. Hoy es el día de los muertos; mujer, mujer, tú nos perderás; ¡el fuego del Cielo abrasará esta morada!

      Y salió cerrando la puerta con violencia.

      —¿Qué mosca le ha picado? Corre a buscarle, viejo mochuelo; él conoce la costa mejor que un piloto de la isla de Batz, y yo le necesito. ¡Ve, pues, bruja maldita!

      Diciendo esto, Kernok la empujó hacia la puerta...

      Pero Ivona, soltándose de las manos del pirata, repuso:

      —¿Vienes para insultar a los que te sirven? Calla, calla, o no sabrás nada de mí.

      Kernok se encogió de hombros con un aire de indiferencia y de incredulidad.

      —En fin, ¿qué quieres?

      —Saber el pasado y el porvenir, nada más que eso, mi digna madre; eso es tan fácil como hacer diez nudos con el viento en popa—respondió Kernok jugando con los cordones de su puñal.

      —¿Tu mano?

      —Ahí va; y me atrevo a decir que no hay otra más fuerte ni más ágil. ¡A ver, pues, lo que lees en ella, vieja hada! Pero creo tanto en eso como en las predicciones de nuestro piloto que, quemando sal y pólvora de cañón, se imagina adivinar el tiempo que hará por el color de la llama. ¡Tonterías! yo no creo más que en la hoja de mi puñal o en el gatillo de mi pistola, y cuando digo a mi enemigo: «¡Morirás!» el hierro o el plomo cumplen mejor mi profecía que todas las...

      —¡Silencio!—dijo Ivona.

      Mientras que Kernok expresaba tan libremente su escepticismo, la vieja había estudiado las líneas que cruzaban la palma de su mano.

      Entonces fijó sobre él sus ojos grises y penetrantes, después aproximó su dedo descarnado a la frente de Kernok, que se estremeció sintiendo la uña de la bruja pasearse sobre las arrugas que se dibujaban entre sus cejas.

      —¡Hola!—dijo ella con una sonrisa repugnante—; ¡hola! ¡tú, tan fuerte, y tiemblas!

      —Tiemblo... tiemblo... Si crees que es posible sentir tu garra sobre mi piel, te equivocas. Pero, si en lugar de ese cuero negro y curtido se tratase de una mano blanca y regordeta, ya verías entonces si Kernok...

      Y balbuceaba, bajando involuntariamente la vista ante la mirada fija e insistente de la bruja.

      —¡Silencio!—repitió; y su cabeza cayó sobre su pecho; se hubiera dicho que estaba absorta en un profundo ensueño.

      Solamente de cuando en cuando la agitaba una especie de temblor convulsivo, y sus dientes se entrechocaban. La luz vacilante del hogar que se extinguía iluminaba únicamente con su rojiza claridad el interior de aquel chamizo; y destacándose en el fondo la cabeza disforme del idiota que dormitaba agazapado en un rincón, resultaba verdaderamente espantosa. De Ivona no se veía más que su manta negra y sus largos cabellos grises; en el exterior mugía la tempestad. Había no sé qué de horrible y de infernal en aquella escena.

      Kernok, el mismo Kernok, experimentó un ligero estremecimiento, rápido como una chispa eléctrica. Y sintiendo poco a poco despertarse en él su antigua superstición de niño, perdió aquel aire de incredulidad burlona que se pintaba en sus facciones al entrar.

      Bien pronto un sudor húmedo cubrió su frente. Maquinalmente asió su puñal y lo sacó de la vaina...

      Y como aquellas gentes que, medio dormidas aún, creen salir de un sueño penoso haciendo algún movimiento violento, exclamó:

      —¡Que el infierno se lleve a Melia, a sus estúpidos consejos y a mí mismo por haber sido tan tonto en seguirlos! ¿He de dejarme intimidar por esas mojigangas, buenas para asustar a las mujeres y a los niños? ¡No, voto a tal! no se dirá que Kernok... ¡Ea! prometida del demonio, habla pronto; tengo que marcharme. ¿Me oyes?

      Y la sacudió fuertemente.

      Ivona no respondía; su cuerpo seguía las impulsiones que le daba Kernok. No se notaba siquiera la resistencia que hace experimentar un ser animado. Se hubiera dicho que era una muerta.

      El corazón del pirata latía con violencia.

      —¿Hablarás?—murmuró, levantando la cabeza de Ivona que estaba inclinada sobre su pecho.

      Ivona quedó en la posición que la dejara, pero su mirada continuaba siendo fija y sombría.

      Los cabellos de Kernok se erizaban sobre su cabeza; con las dos manos hacia adelante, el cuello tendido, como fascinado por aquella mirada pálida y siniestra, escuchaba respirando apenas, dominado por un poder superior a sus fuerzas.

      —Kernok—dijo por fin la bruja con una voz débil y entrecortada—, tira, tira ese puñal, porque hay sangre en él; sangre de ella y de él.

      Y la vieja sonrió de una manera espantosa; después, poniendo el dedo sobre su cuello:

      —La has herido ahí... y sin embargo, aun vive. Pero no es eso todo... ¿Y el capitán del barco negrero?

      El

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