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y a los peregrinos que pasaban por tierras de la abadía.

      »—Pero—dijo el enano—, ¿olvidáis, señor, que esta ballesta traspasaría la más sólida muralla de Granada a mil pasos de distancia?

      »Y diciendo esto había apoyado entre las almenas el poderoso arco que armara el gigante, pero el pobre enano ni siquiera pudo hacer mover el rudo mecanismo que impulsaba el proyectil.

      »Y el jefe de los salteadores, el condenado Manostuertas, injuriaba siempre con sus gestos, al prior, a la abadía y a los monjes.

      »Mientras que el prior se burlaba del enano porque había osado poner sus débiles manos sobre un arma tan pesada... un caballero, vasallo del primado, y de brazo maravillosamente fuerte, asió la ballesta que el enano había dispuesto sobre la muralla, la cuerda de hierro se tendió, la flecha silbó y alcanzó a Manostuertas a pesar de su armadura.

      »Por la noche, los arqueros galos, espantados de la muerte de su jefe, habían dejado libres todas las salidas de la abadía de San Cutberto.

      »Y viendo las últimas lanzas de los salteadores brillar al sol poniente y después bien pronto desaparecer en el horizonte, el pobre enano se alababa de su loca e impotente tentativa, porque uno más fuerte que él había valerosa y felizmente realizado su idea.»

      El lector ha comprendido el sentido de este apólogo. Nosotros nos consideraríamos muy dichosos, si algún escritor de nombre quisiera marchar por la vía que indicamos en estos ensayos.

      Eugenio Sue.

      PLICK Y PLOCK [2]

      KERNOK EL PIRATA

      Got callet deusan Armoriq.

       Era un hombre duro de la Armórica.

       Prov. bretón.

       Índice

      EL DESOLLADOR Y LA BRUJA

      Los desolladores e hiladores de cáñamo viven

       separados del resto de los hombres...

      La presencia de un loco en una casa defiende

       a sus habitantes contra los malos espíritus.

       Conam-Hek, Crónica bretona.

      En una noche de noviembre, sombría y fría, el viento del NO. soplaba con violencia, y las altas olas del Océano iban a estrellarse contra los bancos de granito que cubren la costa de Pempoul, mientras que las puntas destrozadas de aquellas rocas tan pronto desaparecían bajo las olas como destacaban su fondo negro sobre una espuma deslumbradora.

      Colocada entre dos rocas que la protegían contra los efectos del huracán, se elevaba una cabaña de miserable apariencia; pero lo que hacía verdaderamente horrible su aspecto, eran una multitud de huesos, de cadáveres de caballos y de perros, de pieles ensangrentadas y de otros despojos que anunciaban bien claramente que el propietario de aquel chamizo era desollador.

      Se abrió la puerta y apareció en ella una mujer cubierta con una manta negra que la tapaba enteramente y no dejaba ver más que su cara amarilla y arrugada, casi oculta por mechones de pelo blanco. Llevaba una lámpara de hierro en una mano y con la otra trataba de resguardar la llama, que el viento agitaba.

      —¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët!—gritó con un acento de cólera y de reproche—; ¿dónde estás, maldito niño? ¡Por San Pablo! ¿no sabes que se acerca la hora en que las cantadoras de la noche[3] se disponen a errar por la playa?

      No se oyó más que el mugido de la tempestad que parecía redoblar su furor.

      —¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët!—gritó una vez más.

      Pen-Ouët prestó por fin oído.

      El idiota estaba inclinado sobre un montón de huesos a los cuales daba las formas más variadas y extravagantes. Volvió la cabeza, se levantó con aire descontento, como el niño que abandona a disgusto sus juegos, y se dirigió a la cabaña, no sin llevarse una hermosa cabeza de caballo, de huesos blancos y pulidos, que él apreciaba mucho, sobre todo desde que había introducido en su interior unos guijarros que resonaban de la manera más agradable, cuando Pen-Ouët sacudía aquel instrumento de nuevo género.

      —¡Entra, pues, maldito!—exclamó su madre, empujándole con tanta violencia que su cabeza fue a dar contra la pared, y la sangre salió.

      Entonces el idiota se echó a reír a carcajadas, con una risa estúpida y convulsiva, enjugó su herida con sus largos cabellos, y fue a dejarse caer bajo la campana de una vasta chimenea.

      —¡Ivona, Ivona, cuida de tu alma, en lugar de derramar la sangre de tu hijo!—dijo el desollador que estaba arrodillado y parecía absorto en una profunda meditación—. ¿No oyes, pues?...

      —Oigo el ruido de las olas que golpean esa roca, y el silbido del viento.

      —Di mejor la voz de los muertos. ¡Por San Juan del dedo! hoy es el día de los difuntos, mujer, y los náufragos que nosotros...—aquí una pausa—, podrían muy bien venir a arrastrar a nuestra puerta el carriquet-ancou[4], con sus vestidos blancos y sus lágrimas sangrientas—respondió el desollador en voz baja y trémula.

      —¡Bah! ¿qué podemos temer? Pen-Ouët es idiota; ¿no sabes tú que los malos espíritus no entran nunca bajo el techo que cubre a un loco? Jan y su fuego que dan vueltas con tanta rapidez como la devanadera de una vieja, Jan y su fuego huirían a la voz de Pen-Ouët como una alondra ante el cazador. ¿Qué temes, pues?

      —Entonces, ¿por qué desde el último naufragio, ya sabes, aquel lugre que se estrelló contra la costa, atraído por nuestras señales engañadoras... por qué tengo una fiebre ardiente y pesadillas espantosas? En vano he bebido tres veces, a media noche, el agua de la fuente de Krinoëck; en vano me he frotado con la grasa de una gaviota sacrificada en viernes; nada, nada, me ha calmado. Por la noche tengo miedo. ¡Ah! mujer, mujer, tú lo has querido.

      —Siempre cobarde. ¿Es que no hay que vivir? ¿tu estado no te hace horroroso a todo, Saint-Pol? y sin mis predicciones, ¿a qué nos veríamos reducidos? La entrada en la iglesia nos está prohibida; los panaderos casi no quieren vendernos pan. Pen-Ouët no va una vez a la población que no vuelva molido a golpes, el pobre idiota. Y si se atreviesen nos darían caza como a una bandada de lobos de las montañas de Arrés, y porque nosotros aprovechamos lo que Teus[5] nos envía, tú te arrodillas como un sacristán de Plougasnou y estás tan pálido como una muchacha que saliendo de la velada encontrase a Teus Arpouliek con sus tres cabezas y su ojo de fuego.

      —Mujer...

      —Eres más cobarde que un hombre de Cornouailles—dijo finalmente Ivona exasperada.

      Y como el más sangriento ultraje que se pueda hacer a un leonés es compararle con un habitante de Cornouailles, el desollador agarró a su mujer por el cuello.

      —Sí—repitió con voz ronca y ahogada—, ¡más cobarde que un hijo de la llanura!

      La rabia del desollador no conoció límites, y se apoderó de su hacha, pero Ivona se armó de un cuchillo.

      El idiota reía a carcajadas, agitando su cabeza de caballo llena de guijarros que producían un ruido sordo y extraño.

      Afortunadamente, llamaron a la puerta de la cabaña, cuando estaba a punto de ocurrir una desgracia.

      —¡Abrid, voto a...! ¡abrid de una vez! El NO. sopla con una fuerza como para descornar a un buey—dijo una voz ruda.

      El desollador dejó caer su hacha, e Ivona se arregló la cabeza lanzando sobre su marido una mirada en la que aun brillaba la cólera.

      —¿Quién puede venir a esta hora a importunarnos?—dijo

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