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      “Escuché que le mataron por sus deportivas”, dijo Doyle, sacudiendo la cabeza. “¿Puedes creerlo?”.

      “Deberías cuidar de tus zapatos, Doyle. Tampoco parecen baratos”.

      Doyle bajó la mirada, y después se inclinó y le susurró al oído. “Ochocientos dólares”.

      Jessie silbó fingiendo admiración. Estaba perdiendo rápidamente todo el interés en Doyle, cuya juvenil exuberancia se veía superada por su juvenil autocomplacencia.

      “¿Y cuál es tu historia?”, le preguntó.

      “¿No quieres intentar adivinarla?”.

      “Oh bueno, no soy tan bueno con esas cosas”.

      “Haz un intento, Doyle”, le exhortó ella. “Puede que te sorprendas a ti mismo. Además, un abogado tiene que ser perspicaz, ¿no es cierto?”.

      “Eso es cierto. Muy bien, lo intentaré. Diría que eres una actriz. Eres lo bastante bonita como para serlo. Aunque el centro de Los Ángeles no sea el territorio habitual de las actrices. Es más bien Hollywood y apunta hacia el oeste. ¿Modelo quizás? Podrías serlo, pero pareces demasiado inteligente como para que eso sea tu actividad principal, tu profesión. Quizá hiciste algo de modelaje de adolescente, pero ahora te has metido en algo más profesional. Ah, ya lo sé, eres relaciones públicas. Por eso eres tan buena en leer a las personas. ¿He acertado? Sé que lo he hecho”.

      “Te has quedado muy cerca, Doyle, pero no del todo”.

      “¿Entonces, a qué te dedicas?”, le preguntó con exigencia.

      “Soy criminóloga para el L.A.P.D.”.

      Le sentó bien decirlo en voz alta, sobre todo mientras veía cómo se le abrían los ojos de sorpresa.

      “¿Como en esa serie Mindhunter?”.

      “Sí, algo así. Ayudo a la policía a meterse en las mentes de los criminales para que tengan más posibilidades de atraparles”.

      “Vaya, vaya. ¿Así que atrapas a asesinos en serie y cosas así?”.

      “Lo llevo haciendo un tiempo”, dijo Jessie, sin mencionar que su búsqueda se reducía a un asesino en serie en particular y que no tenía nada que ver con el trabajo.

      “Eso es fascinante. Qué trabajo tan interesante”.

      “Gracias”, dijo Jessie, presintiendo que por fin había reunido el valor para preguntarle lo que tenía en mente desde hace un rato.

      “¿Y entonces cuál es tu situación actual? ¿Estás soltera?”.

      “Divorciada”.

      “¿De verdad?”, dijo él. “Pareces demasiado joven para estar divorciada”.

      “Ya lo sé. Circunstancias inusuales. No acabó funcionando”.

      “No quiero ser grosero, pero ¿puedo preguntarte qué fue tan inusual? Quiero decir, eres todo un trofeo. ¿Eres una psicópata o algo así?”.

      Jessie sabía que no tenía intención alguna de herirla con la pregunta. Estaba genuinamente interesado tanto en la respuesta como en ella y acababa de estropearlo todo de un modo terrible. Aun así, podía percibir cómo todo el interés que le quedaba por Doyle desaparecía en ese momento. En el mismo instante, la pesadez del día y sus tacones altos empezaron a asomar sus feas cabezas. Decidió concluir la noche con una explosión.

      “No diría que soy una psicópata, Doyle. No cabe duda de que tengo mis problemas, hasta el punto de que me despierto gritando la mayoría de las noches. ¿Pero psicópata? No diría eso. La verdad es que nos divorciamos porque mi marido era un sociópata que asesinó a una mujer con la que se estaba acostando, intentó inculparme por ello, y al final intentó matarme a mí a y a dos de nuestros vecinos. Realmente se tomó en serio eso de “hasta que la muerte nos separe”.

      Doyle se la quedó mirando, con la mandíbula tan abierta que podrían haberle entrado hasta moscas. Esperó a que se recuperara, sintiendo curiosidad por ver la maestría con la que se iba a librar del asunto. No mucha, por lo que pudo comprobar.

      “Oh, eso es realmente terrible. Te preguntaría más sobre ello, pero acabo de acordarme de que tengo que presentar una deposición a primera hora de la mañana. Seguramente, debería irme a casa. Espero verte por aquí en algún momento”.

      Se levantó del taburete y ya estaba a mitad de camino de la entrada antes de que Jessie pudiera pronunciar un “Adiós, Doyle”.

      *

      Jessica Thurman tiró de la manta para cubrir su cuerpecito medio congelado. Ya llevaba sola en la cabaña con su madre muerta tres días. Estaba tan delirante por la falta de agua, calor, e interacción humana que a veces creía que su madre le estaba hablando, a pesar de que su cadáver seguía tirado, inmóvil, con los brazos en lo alto sujetos por los grilletes que colgaban de las vigas de madera.

      De repente, dieron unos golpes a la puerta. Había alguien fuera de la cabaña. No podía tratarse de su padre. No tenía ninguna razón para llamar. Entraba en cualquier parte siempre que le daba la gana.

      Los golpes se repitieron, solo que esta vez sonaban diferentes. Había un zumbido mezclado con ellos. Eso no tenía ningún sentido. La cabaña no tenía timbre en la puerta. El zumbido volvió a sonar, esta vez sin que hubiera sonido de golpes en absoluto.

      De repente, los ojos de Jessie se abrieron de par en par. Estaba tumbada en la cama, concediéndole un segundo a su cerebro para que procesara que el zumbido que estaba escuchando provenía de su celular. Se inclinó para cogerlo, notando que, aunque le latía el corazón a toda velocidad y su respiración era jadeante, no estaba tan sudorosa como era costumbre después de una pesadilla.

      Era el detective Ryan Hernández. Al responder a la llamada, echó un vistazo a la hora: las 2:13 de la madrugada.

      “Hola”, dijo Jessie, sin apenas sonar somnolienta.

      “Jessie. Soy Ryan Hernández. Disculpa que te llame a esta hora, pero he recibido una llamada para investigar una muerte sospechosa en Hancock Park. Garland Moses ya no atiende llamadas en medio de la noche y todos los demás están ocupados. ¿Te apetece unirte?”.

      “Claro”, respondió Jessie.

      “Si te envío la dirección por mensaje de texto, ¿puedes estar aquí en treinta minutos?”, le preguntó.

      “Puedo estar allí en quince”.

      CAPÍTULO SIETE

      Cuando Jessie aparcó delante de la mansión en Lucerne Boulevard. a las 2:29 de la madrugada, ya había allí delante varios coches patrulla, una ambulancia, y el vehículo del examinador médico. Se bajó del coche y caminó hacia la entrada, intentando parecer lo más profesional posible, dadas las circunstancias.

      Había vecinos apostados en el pavimento, muchos de ellos envueltos en albornoces para protegerse del fresco de la noche. Este tipo de cosas no era lo habitual en un vecindario acomodado como Hancock Park. Acurrucado entre Hollywood al norte y el distrito de Mid-Wilshire al sur, era un enclave de las familias de dinero de tradición de Los Ángeles, o al menos de tanta tradición como podía darse en una ciudad tan indiferente a la historia como esta. La gente que vivía aquí no eran las estrellas del celuloide o los gigantes de Hollywood que uno se podía encontrar en Beverly Hills o en Malibú. Estas eran las residencias de los que llevaban generaciones siendo ricos, que podían elegir si trabajaban o no. Si lo hacían, solía ser meramente para evitar el tedio. Pero esta noche no tenían que preocuparse de estar aburridos. Después de todo, uno de los suyos había muerto y todos sentían curiosidad por saber de quién se trataba.

      Jessie sintió cierta excitación mientras subía por la escalinata que llevaba a la puerta principal, que estaba marcada con cinta policial amarilla. Esta era la primera vez que llegaba

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